Don Víctor: Y cuando Isidro Cuenca, tan amigo de malmeter, le reprochó tener una piedra en el riñón mientras que su gran rival, el doctor Sánchez de la Olma, de la facultad de Valladolid, se mantenía como una rosa, él contestó: “El doctor Planes-Bellmunt trata al doctor Sánchez de la Olma. El doctor Sánchez de la Olma trata al doctor Planes-Bellmunt”.
Don Hugo: No conozco a nadie tan vanidoso… Pues yo envié a su consulta a mi cuñada Sagrario, que es bastante pesada e hipocondríaca, y la despachó con que “Lo que le ocurre a usted, señora, es que ha sufrido una fractura del hueso del hígado. Y eso no tiene cura”.
Don Víctor: Sí, es tal su engreimiento que no consiente el menor debate con sus colegas, por muy reputados que sean. Cuando, a propósito de un difícil caso clínico, el doctor Lacasa le dijo: “Usted y yo tenemos que intercambiar ideas”, Planes-Bellmunt le respondió: “No, que pierdo”.
Don Hugo: Desde luego, los reflejos los tiene muy buenos. Recuerdo que, cuando a propósito de una melodía, Lopetegui le recordó aquella obviedad de que “dos negras equivalen a una blanca”, nuestro doctor le soltó que “siempre y cuando la negra no sea Naomi Campbell”.
Don Víctor: Y aquella vez en que Dupré excusó a su esposa por no poder asistir a su fastuosa fiesta en la casa de Port-Lligat, porque “la pobre estaba en la cama con treinta y nueve”, le espetó: “¡Caramba, ni Mesalina!
Don Víctor: Por el acento, el conductor del autobús parecía siciliano…
Don Hugo: Sí, un terrone, como los llaman aquí, en el Norte.
Don Víctor: ¿Acaso fuera un terratremato de la zona del Vesubio, ocioso como todos, pobre, fantasioso, trapacero y poco de fiar?
Don Hugo: Igual que nuestros andaluces tan denostados por Jordi Pujol, ya antes de la muerte de Franco: ignorantes, mentalmente miserables, anárquicos, muertos de hambre, desarraigados en Cataluña…
Don Víctor: Y lo que escribía Celaya: «Nosotros, vascos, luchando / con el hierro, con lo terco / con el cansancio y la rabia / y allá en el Sur los flamencos, / los enanos asexuados que gorgotean y bailan…»
Don Hugo: Es tan bruto Celaya que no se ha enterado de que no se encuentra en España persona más civilizada, bien educada y delicada que muchísimos andaluces.
Don Víctor: Sí, sí, ¡qué rudos somos más al Norte aquéllos que no gozamos de una tradición urbana tan larguisima e ininterrumpida desde la fundación de Cádiz!
Don Hugo: Tampoco en Francia se libran los marselleses de…
Don Víctor: Ya lo dice Verdier, en «La tabernera del puerto», cuando se declara «marsellés, aunque me pese».
Don Hugo: … ser tratados de pretendidamente graciosos, vagos, marrulleros, tal como los define Chateaubriand: «… con sus harapos, su piel atezada, su aspecto de cobardía y crimen, mas crimen de otra latitud» y «en el rostro, el vicio».
Don Víctor: ¿A qué podrá deberse esta constante? ¿Es acaso la latitud, el clima, el paisaje, la etnia, la luz solar, que determina semejante oposición cultural?
Don Hugo: Yo creo, don Víctor, que ninguno de ellos.Piense en el caso inglés donde se cambian las tornas y es el Norte el vilipendiado.
Don Víctor: Es cierto… y es que además no siempre fue así… esto viene de un par de siglos a esta parte…
Don Hugo: Claro, de la industrialización y de la creación de una burguesía amplia y poderosa que da forma a una nueva sociedad.
Don Víctor: Eso en el Norte…
Don Hugo: Pero en Inglaterra, en el Sur… que ellos siempre marcan su hecho diferencial.
Don Víctor: Claro, ese carácter taciturno, desconfiado, ordenado, laborioso, ahorrativo y duro con los inferiores, el de la mentalidad burguesa, que, por otra parte, tantas cosas buenas nos ha dado también… mientras que, por el contrario, el Sur …
Don Hugo: En Inglaterra, el Norte.
Don Víctor: … es más abierto, más amistoso, más alegre, más relajado, más humano, más florido en el lenguaje, porque es una periferia, chapada a la antigua, de las grandes metrópolis comerciales. ¡Y no poco encanto tienen por ello!
Don Hugo: Mire lo que le digo, don Víctor. Tres días llevamos en Turín y tres días de lluvia sin cesar. ¿Qué le parece si tomamos el tren esta misma noche y nos llegamos hasta Nápoles?
Don Víctor: Sí, don Hugo, que además estoy echando de menos a esos buenos terroni.
Don Hugo: Putin nos ha hecho despertar a todos para que veamos lo que no queríamos ver: que ya no rige el primer mandamiento internacional, que es el respeto al statu quo.
Don Víctor: El mundo surgido de la Segunda Guerra Mundial hace años que acabó.
Don Hugo: Sí, y mucho antes de que Putin subiera al poder, pero él ha osado seguir impertérrito el programa que se había trazado y que todos fingíamos ignorar.
Don Víctor: ¡Y no pasa nada!… Ucrania va a volver a Rusia, donde siempre estuvo, sin que nadie vaya a hacer nada por evitarlo.
Don Hugo: ¡Cuántas violencias, estragos y carnicerías no causarán los desmembramientos de los imperios cuya composición heterogénea afecta tanto al conjunto del enorme territorio como a cada de sus partes!
Don Víctor: ¿Se refiere usted acaso a esas ciudades del Este europeo donde convivían judíos, húngaros, polacos, rumanos, alemanes, checos y demás?
Don Hugo: Sí, don Víctor, exactamente, y en cada una de ellas en variable proporción. Ahora desmiembre usted aquellos territorios con sabias fronteras de manera que, sin trauma para ninguna comunidad, cada uno pueda gozar de las maravillas de convivir sólo con sus iguales: la misma lengua, las mismas creencias religiosas, el mismo folklore, esa peculiar manera de vestir, aquellos mitos y tradiciones ancestrales, y, ¡claro está!, el mismo fenotipo, siempre el más bello y superior en todos los órdenes.
Don Víctor: Acaso nunca debieran haberse creado aquellos imperios con su movilidad y sus trasiegos de población, a pesar de su indudable e inmensa labor civilizadora.
Don Hugo: Pero los imperios son quimeras con las que una generación se encuentra cuando llega a este mundo.
Don Víctor: ¡Un monstruo, en definitiva, que participa de varias naturalezas que podrían revolverse unas contra otras!…
Don Hugo: … en cuanto que cese la coerción que los encadenara o se disipe la fe colectiva que los aglutinó.
Don Víctor: Sí, don Hugo, y entonces ¡apaga y vámonos!, porque la serpiente, que a la vez es cola, atormenta el cerviguillo que, como cabra, se agita amenazadora sobre el cráneo del león erizado de rabia, quien, enloquecido, saca las garras y ruge, dispuesto a devorarse a sí mismo.
Don Hugo: Lo peor es que si un cirujano, pongamos por caso el Consejo de Seguridad de la ONU, decidiera seccionar cada parte, intentando mantenerla con vida, resultará que cada una contiene en sí el mismo germen de autodestrucción que ha heredado de la incompatibilidad de sus componentes.
Don Víctor: Yo, don Hugo, lo que me pregunto es si no será peor el remedio que la enfermedad: Putin, con su mejor intención, pretende dar marcha atrás volviendo al statu quo previo a la caída de la Unión Soviética, aunque para ello haya que usar también la guerra.
Don Hugo: … aquellas pantorrillas rotundas, que tanto agradaban a Maupassant…
Don Víctor: … y que tan bien retrató su contemporáneo Toulouse-Lautrec … y es que las bailarinas las mostraban, ellas que las tenían tan bien formadas.
Don Hugo: Y más con aquellos botines tan apretados y ajustados al tobillo, que las realzaban…
Don Víctor: … botines que era lo único que enseñaban fugazmente las mujeres decentes.
Don Hugo: Esto, don Víctor, lo vio muy bien Argan al encontrar en la obra de Toulouse-Lautrec «los mismos escorzos cortantes y golpes de luz» que en la narrativa de Maupassant.
Don Víctor: Dése usted cuenta, don Hugo: ¿qué mejor puente entre la literatura y la pintura de aquel momento que el movimiento nervioso del mollet bien rempli de una bailarina?
Don Hugo: Para mí no cabe duda: esto fue un minarete. Quítele usted el campanario y no se atreverá a negarlo.
Don Víctor: Bien pudiera ser, pero también que fuera desde el principio un campanario erigido por los mismos que construían las mezquitas.
Don Hugo: ¿Del siglo XI, entonces?
Don Víctor: O del XII. Esto es como los nombres de pila españoles. Hubo convivencia, pero no mezcla.
Don Hugo: Es verdad, entre nosotros no ha habido tradicionalmente nombres árabes…
Don Víctor: Claro, todos son o hebreos, o griegos, o latinos, o germánicos.
Don Hugo: Amén de advocaciones locales: Pilar, Llanos, Sonsoles, Rocío, Montserrat, Javier, etc.
Don Víctor: Sí, claro, pero ¿qué me dice usted de Fátima, Guadalupe y Almudena?
Don Hugo: Don Víctor, no pienso caer en esa trampa. Me ha citado usted tres nombres femeninos que han surgido por apariciones de la Virgen en lugares con patronímicos árabes, pero eso no cuenta.
Don Víctor: Ahora bien, don Hugo, estamos hablando exclusivamente del pasado. Ahora todo lo anega la marea de los Jonathan, Aitor, Iker, Omar, Elián, Liam, Jennifer, Jasmine, Jessica…
Don Hugo: ¡Con lo comedidos que fueron nuestros antepasados y sus vecinos del barrio de la Morería!
Don Víctor: ¿Recuerda usted, don Hugo, aquella película de Martín Patiño sobre nuestra guerra en que un jefe anarquista declara, ante la inminente batalla, que va a demostrar que «un español vale por cinco italianos»?
Don Hugo: ¡Toma internacionalismo proletario!
Don Víctor: Pues eso digo yo. También Stalin hubo de recurrir al nacionalismo ruso y a los popes con sus santos para movilizar a las masas ante la invasión alemana.
Don Hugo: ¿Y qué me dice usted de los socialistas adhiriéndose con entusiasmo a la Unión Sagrada junto a los conservadores durante la Gran Guerra?
Don Víctor: Quien sí se mostró como un verdadero internacionalista fue Adam Smith con su libre-cambismo que aboliría las barreras aduaneras y propiciaría la especialización productiva de las naciones.
Don Hugo: No faltaba más: por entonces Inglaterra era el único país especializado en la producción industrial y así conseguía tener por mercado todo el orbe.
Don Víctor: Lo que se callaba míster Smith era que la contrapartida de las materias primas y productos agrícolas iba a ser mal negocio para todos los demás.
Don Hugo: Adam Smith era en esto tan hipócrita como los contrabandistas… si a éstos les vienen muy bien las fronteras y las aduanas porque burlarlas es su negocio, al inglés le venía al pelo borrarlas.
Don Víctor: Tampoco renegaron de banderas y fronteras los condottieri y sus partidas, al igual que los contrabandistas, porque hacían de las querellas entre los Estados la razón de su existencia.
Don Hugo: Se adelantaron en esto a los grandes deportistas que cambian de bandera de cara a los Juegos Olímpicos o con vistas a los campeonatos de los grandes clubes.
Don Víctor: Si hasta las religiones monoteístas se acaban identificando con el nacionalismo y llegan a fragmentarse por ello, traicionándose así.
Don Hugo: Desengáñese usted, don Víctor, no hay otro colectivo que las monarquías que sea realmente internacionalista.
Don Víctor: ¡Atiza!, pero si viven siempre envueltos en su bandera nacional y representan la unidad y la independencia del país.
Don Hugo: Sí, sí, pero bien que se cruzan entre ellos por encima de las fronteras y bien poco que les importa reinar aquí o reinar allá.
Don Víctor: Es verdad, don Hugo, si incluso se adaptan tan bien al exilio como si hubieran nacido para ello.
Don Hugo: Son una sola familia, con muchos palacios por la vieja Europa. Fíjese en Jorge V de Inglaterra y el Zar Nicolás II…
Don Hugo: Pero, don Víctor, ¿qué hace usted mirando allá abajo?, ¿no ve que la estatua está aquí arriba, encima del pedestal?… ¡ni que hubiera encontrado una inscripción del Bajo Imperio!…
Don Víctor: No se extrañe, don Hugo. Cuando veo obras de arte contemporáneo, siempre miro en primer lugar el título…
Don Hugo: ¡Sí, para saber qué es!
Don Víctor: ¡Eso!, a falta de un libro de instrucciones, por lo menos una pista.
Don Hugo: Qué razón tiene usted. ¡Felices tiempos aquellos en que las obras de arte no tenían título, ni falta que les hacía! La gente las veía y se explicaban por sí mismas. Uno podía ser analfabeto y entender toda una historia, edificar su espíritu, reflexionar sobre la cuestión propuesta e incluso abandonarse al éxtasis contemplativo…
Don Víctor: En cambio ahora, cuántas veces se enfrenta uno al misterio de un objeto mostrenco, incomprensible y hasta repelente y no sabe qué hacer ni qué pensar.
Don Hugo: Por ello, lo que antes era lo menos importante, o ni siquiera existía, es hoy lo principal.
Don Víctor: ¿Cree usted, don Hugo, que al final se celebrarán los Juegos Olímpicos en Tokio?
Don Hugo: Lo dudo, don Víctor. Lo que sí que creo es que podremos ver el Tour por la tele.
Don Víctor: Recuerdo cómo, cuando empezamos a verlo en color con aquellas tomas aéreas, mis amigos exclamaban entusiasmados: «¡Ahora veo por qué vas tanto a Francia a veranear!, ¡qué país tan bonito!, ¡qué pueblos tan pintorescos y cuidados, qué campos tan fértiles, qué bosques tan frescos, qué ríos llenos de agua!…»
Don Hugo: Claro, don Víctor, si ya lo dice Rutebeuf en aquella disputa entre el cruzado recién armado para recuperar San Juan de Acre y aquel otro caballero que decide quedarse en Francia con este argumento: «Se Diex est nule part el monde, / Il est en France, c´est sens doute».
Don Víctor: Qué bien pronuncia usted el francés medieval, don Hugo!…si lo he entendido todo, que si Dios se halla en parte alguna, ¡no puede ser más que en Francia!… ¿A cuento de qué ir a buscarlo más lejos?
Don Hugo: Y la cosa viene de antes. Desde la Canción de Roldán se habla ya como un tópico de la doulce France.
Don Víctor: Hay que reconocer que las razones del caballero que no quería embarcarse, amén de laudables por atreverse con reparos tan políticamente incorrectos, son muy justas: es cierto que Francia lleva ininterrumpidamente todo un milenio encaramada en lo más alto como sociedad, sin apenas sufrir momentos de auténtica decadencia.
Don Hugo: Francia parece la obra maestra de la Creación. Me atrevería a decir lo que ni siquiera Rutebeuf osó proclamar…
Don Víctor: Déjeme a mí decirlo, don Hugo: «Diex est françois».
Don Víctor: Pero, don Hugo, ¿qué me dice usted?… ¿Que se ha vuelto a Copenhague?…
Don Hugo: No sé cuándo se daría cuenta de que es un imbécil, pero en cualquier caso ha tardado treinta y cinco años en dejarlo.
Don Víctor: Pues es una pena para nosotros, porque Christiana era la único bueno que tenía Planes-Bellmunt.
Don Hugo: ¡Y además que sigue siendo guapísima!…
Don Víctor: Con lo que se ufanaba el doctor porque «vivía libre de las neuras de las españolas»…
Don Hugo: A tipos así, nuestras compatriotas enseguida los calan… y se apartan… pero mire que conocemos casos de auténticos venados impresentables que se han emparejado con extranjeras… ¡bastante presentables!
Don Víctor: Claro, las pobres se creen que son tan raros por la diferencia de nacionalidad, pero que todo será acostumbrarse.
Don Hugo: Sí, lo mismo pensaba Ingrid Bergman en el «Stromboli» de Rossellini…
Don Víctor: Christiana es siempre tan agradable, tan sensata y tan serena, que era difícil adivinar tal reacción por su parte… ¡Si hasta parecía feliz y todo!
Don Hugo: Creo que la gota que colmó el vaso fue cuando quiso obligarla a acompañarle a recibir el Premio de Medicina Rosenstiel, luciendo un tocado que él mismo le había compuesto… ¡con plumas de urogallo!
Don Víctor: ¡Vaya palo en todo caso!
Don Hugo: No se crea, don Víctor… ¡si estaba ofendidísimo!
Don Víctor: Y mire que es cinéfila la chica, que se sabe más películas que yo, pero Rohmer nunca la ha convencido…
Don Hugo: Me ocurre lo mismo con mis hijos, don Víctor. No le tragan.
Don Víctor: Y no es algo generacional. Aparte de nuestras señoras, ¿a quién conocemos de nuestra edad que disfrute con su cine?
Don Hugo: El rechazo que causa se podría cifrar en unas cuantas cosas: personajes muy corrientitos de clase media con problemas tan normales que, como espectáculo, se nos antojan banales…
Don Víctor: Nunca llega la sangre al río, ni hay tragedia.
Don Hugo: … no hay acción externa y el decorado se limita a paisajes urbanos e interiores sin mayor carácter…
Don Víctor: Ni siquiera recurre a estrellas de cine… en definitiva que todo es mediano y anodino.
Don Hugo: … todavía me queda lo más importante, que los espectadores se quejan de que los personajes no paran de hablar.
Don Víctor: No parece francés Rohmer, por lo bien que ha sabido tomar distancias al retratar ese exceso de sus compatriotas.
Don Hugo: De quien sí ha sabido alejarse también es de los grandes maestros, haciendo un cine pegado a la realidad más cotidiana…
Don Víctor: … no como Pasolini, merodeador de los espacios fronterizos de la sociedad…
Don Hugo: … o como Bergman, obsesionado con los conflictos más profundos que toda relación afectiva entraña…
Don Víctor: … o como Antonioni, que eleva hasta la metafísica el malestar vital…
Don Hugo: … o como Godard, siempre explorando nuevas vías de expresión…
Don Víctor: … o como Fellini, que acaba por hacer metacine más que cine, retratando sus rodajes.
Don Hugo: Narcisistas todos…
Don Víctor: ¡Geniales!
Don Hugo: … que hablan de sí mismos.
Don Víctor: En cambio nuestro Rohmer consigue con sus modestos mimbres, con la realidad más habitual, hacer Arte.
Don Hugo: ¡Y que no son poco desgraciados o llegan a exaltaciones gozosas estos personajes tan sin relieve!
Don Víctor: Además algo rezuma de todo su paisaje humano, que es la contradicción entre el discurso y la conducta…
Don Hugo: … y no porque sean insinceros, sino por la imposibilidad de conciliar aquello que discurren con aquello que están llevando a cabo. ¡Ésa es la base en que se sustenta su filmografía!
Don Víctor: Don Hugo, ¿qué le parece si en el próximo fin de semana invitamos a comer a nuestros hijos y les explicamos todo esto?