
Don Hugo: Don Víctor, si le dijera que anoche no pegué ojo…
Don Víctor: Pues, hombre, don Hugo, si me hubiera usted avisado, habríamos quedado por la tarde y no tan temprano, y así se echaba usted la siesta del carnero.
Don Hugo: No, no, don Víctor, si precisamente tenía urgencia por verle y conjurar así esa pesadilla, que tanto me ha alterado.
Don Víctor: ¿No sería que por aquello de la «envidia de pene» y otros atentados a la política «de género», la ONU había mandado quemar las obras de Freud?
Don Hugo: Mucho peor, don Víctor… ¡que usted y yo nos enfadábamos y ya no nos dirigíamos la palabra!
Don Víctor: ¡Atiza, don Hugo!… ¿No sería por una mujer?
Don Hugo: No, no, era por una cuestión estética: usted defendía que el Arte depende fundamentalmente de una inspiración poco menos que sobrenatural, que trasciende toda escuela, que el Arte es espontáneamente genial e inexplicable…
Don Víctor: Hombre, don Hugo, no va del todo desencaminado…
Don Hugo:… mientras que yo manifestaba que tan sólo se puede crear desde una solidísima base técnica y un intensísimo aprendizaje, que dieran lugar a una maestría superior.
Don Víctor: Pues mire, don Hugo, yo, como espectador, le diré que siempre me han fastidiado aquéllos que comentan una obra de Arte o una interpretación artística envolviéndose en un prolijo formalismo técnico que enmascare su falta de sensibilidad, de criterio personal y de compenetración íntima con la obra…
Don Hugo: Bien cierto es, don Víctor, que por ese camino no se llega a tocar lo sublime del Arte. Dicho esto, tampoco basta el «me gusta, no me gusta» como decisión injustificada, caprichosa, arbitraria.
Don Víctor: ¿Cómo no compartirlo, don Hugo? La obra de Arte ha de suscitar una emoción y ha de transformar al espectador.
Don Hugo: Sí, claro, pero para que ello se dé, previamente ese espectdor debe ser sensible y generalmente habrá necesitado refinar su sensibilidad mediante el estudio y la reflexión.
Don Víctor: Al fin y al cabo, creador y espectador se necesitan, y a veces, para felicidad de ambos, convergen.
Don Hugo: Deme usted un abrazo, don Víctor, después de este conjuro adleriano. ¡Qué bien que ya no esté usted enojado conmigo!








