Amistad

Don Víctor: Mire, don Hugo, ya he encontrado el disco aquel del que le hablaba.
Don Hugo: ¡Hombre, qué bien, don Víctor!, ¡»Dúos de amistad» de Giuseppe Verdi!… Cuántas veces estos grandes amigos no terminarán acuchillándose!…
Don Víctor: Como precisamente casi ocurre con los «dos amigos» de «El Curioso Impertinente».
Don Hugo: Es verdad, aunque afortunadamente muchos han sido los que han sorteado ese destino trágico… Piense usted, por ejemplo, en Lanzarote y Galaad.
Don Víctor: Y en la vida real, Montaigne y La Boétie.
Don Hugo: Lo recuerdo perfectamente: «parce que c´était lui, parce que c´était moi». Hacían bueno aquello de Gabriel Miró: «la fidelidad del amigo acompaña siempre, sin quitarnos la de la soledad interior».
Don Víctor: ¡No vayamos tan lejos, don Hugo! Se lo voy a contar sin pudor. Hace ya unos años -¡a la vejez, viruelas!- todavía tuve que rellenar un currículum a propósito de un asunto profesional. No sabía ni por dónde empezar. Todo me parecían nimiedades sin importancia. Lo único digno de reseñar que se me ocurría era que yo soy amigo suyo.
Don Hugo: ¡Caramba, don Víctor, ahí me ha matado usted! Demonio de hombre, deme usted un abrazo… Desde que me dio el «sí» Dolores, es lo mejor que me hayan dicho nunca…
Don Víctor: ¿A usted no le escandaliza que Mingote fuera tan amigo de Alfonso Ussía?

Florencia

Don Hugo: ¿Don Víctor, qué tendrá el aire de esta ciudad que ha dado tantos artistas geniales?… ¿Usted cree que mi inhalación pulmonar de este venticello toscano está mejorando siquiera un poquitín mis trazos?
Don Víctor: Va usted bien, don Hugo, aunque lo que tenemos a la vista, es difícil emularlo.
Don Hugo: Ayer releí a Vasari y tiene un párrafo que le deja a uno anonadado: «Que haya podido Florencia producir en la misma época a Filippo Lippi, Donatello, Ghiberti, Uccello y Masaccio, todos ellos excelentísimos en su género…»
Don Víctor: ¡Qué barbaridad… qué tiempos!
Don Hugo: ¿Solamente qué tiempos?… Diga usted también ¡qué ciudad! ¿Dónde como en ella se prodigaba una crítica tan libre, tal insatisfacción ante lo meramente bueno, semejante afán de superación y esa búsqueda ansiosa de lo mejor y de lo más bello?
Don Víctor: La emulación entre aquellos genios llegó a ser tan exacerbada que no faltaron envenenamientos ni cuchilladas.
Don Hugo: Sí, Torrigiano le rompió la nariz a Buonarroti de un puñetazo.
Don Víctor: Pero más que en ninguna otra parte esta febril emulación residió en la especulación sobre la perspectiva, la gentileza en el rostro y en el porte de las figuras, la nobleza de las arquitecturas, la belleza de los colores, la armonía del conjunto y la excelencia de los temas.
Don Hugo: Me está poniendo usted un programa muy difícil…
Don Víctor: El caso es que va a tener usted razón, don Hugo, con esto de la brisa. Siento un cosquilleo en la yema de los dedos que, vamos, ¿no tendrá usted otro lienzo de sobra para mí?

Pereza

Don Hugo: Don Víctor, de hoy no pasa. Ahora mismo se sacude usted de encima esa abulia de los últimos días. ¡Venga!
Don Víctor: Deje, deje, don Hugo, ¿no recuerda usted cómo María agradó más a Nuestro señor con su adoración contemplativa que la azacanada Marta desviviéndose por obsequiarlo?
Don Hugo: Usted sabe bien, don Víctor, que San Anselmo censura la acidia por representar el alejamiento de Dios y cifrarse en la inactividad más improductiva.
Don Víctor: ¡Cuántas veces después de esa travesía en el desierto los acidiosos, precisamente por haberlo sido y haber padecido tanto, acaban anegándose en la divinidad!
Don Hugo: Todo eso está muy bien, pero es que lo suyo es pura pereza…
Don Víctor: Ya salió la condena interesada por parte de la moral utilitaria del burgués… ¡Como si uno fuera responsable de esta postración!… ¡Acabará usted por citarme a Bentham!…
Don Hugo: ¡Hombre, a tanto no llego!… pero, don Víctor, no me diga que es usted víctima de un acceso de melancolía…
Don Víctor: Mucho de eso hay, don Hugo… Creo que me encuentro como tantas veces les pasara a Miguel Ángel, Borromini, Cellini… pero no espere de mi melancolía frutos tan granados.
Don Hugo: Entonces, confirma usted pues lo de la melancolía…
Don Víctor: Creo que sí.
Don Hugo: Veamos… ¿cansancio crónico?
Don Víctor: Lleva camino.
Don Hugo: ¿Frío?
Don Víctor: Me paso todo el día al sol.
Don Hugo: ¿Apetito?
Don Víctor: Apenas.
Don Hugo: ¿Sentimiento de culpa?
Don Víctor: Se lo voy a confesar. Me siento como el último de los gusanos.
Don Hugo: Pues eso va a ser una depresión…
Don Víctor: No se apure y perdóneme usted, don Hugo. Mi sentimiento de culpa es porque le estaba engañando a usted. Estaba intentando compenetrarme stanislavskianamente con el pensieroso de Durero.
Don Hugo: Don Víctor, le perdonaré su broma cruel por el alivio que siento ahora… ¡Vamos, que nos esperan las señoras con una paella!
Don Víctor: ¡Sursum corda!

Obscenos

Don Víctor: Mire usted, don Hugo, lo que dice Kerry. Le parece «obsceno» que Al -Assad recurra a las armas químicas.
Don Hugo: De qué se me escandaliza usted, don Víctor, si eso está a la orden del día. ¿No llaman también «obscenidad» a la ostentación de riqueza en determinadas circunstancias?
Don Víctor: ¡Es verdad! También resulta ahora que, por ejemplo, un defraudador del fisco es «deshonesto», aunque nadie le haya pillado nunca ni en flagrante adulterio ni exhibiendo las posaderas.
Don Hugo: Al fin y al cabo lo obsceno es lo obsceno y no otra cosa, sea bueno o sea malo.
Don Víctor: ¿Lo obsceno, bueno?…
Don Hugo: Pues sí, don Víctor, le hablo de lo obsceno como antídoto de la vulgaridad. Piense, por ejemplo, qué sería la Commedia dell´Arte sin obscenidad…
Don Víctor: Tiene usted razón… ¡el pelmazo de Goldoni!
Don Hugo: ¿Y Marcial y Juvenal?
Don Víctor: No los censuremos, que nos quedamos sin ellos y sin todo lo que nos han enseñado sobre la triste naturaleza humana.
Don Hugo: ¿Y Restif de la Bretonne?
Don Víctor: Él puso las sombras que completaban aquel cuadro feliz de los ilustrados.
Don Hugo: ¿Y Bataille?
Don Víctor: Sólo él pudo llevarnos tan lejos en el viaje del amor y la muerte.
Don Hugo: Pues quien dice Bataille, está nombrando a su padre, el marqués de Sade: la obscenidad en él no es más que un medio de liberación del ser humano ante la convención, la tradición y el dogma aceptado acríticamente.
Don Víctor: Tiene usted razón, don Hugo. Si despojamos a Sade de lo escandaloso, encontraremos a un filósofo que nos exige dejar de fingirnos inocentes y asumir nuestra responsabilidad de ser pensante.
Don Hugo: ¿Obsceno? ¡Sí!… ¿Vulgar? ¡Nunca!

Filosofía

Don Víctor: Pero, don Hugo, ¿qué me hace usted sacando esos recortes ante el pensador de Rodin con el frío que hace en Pamplona?
Don Hugo: Calle y escuche, don Víctor. El primero: «La filosofía del compartir sacude la economía real».
Don Víctor: No sé si atribuir la cita a Mario Draghi o a Paquirrín.
Don Hugo: El segundo: «Nuestra filosofía siempre ha sido la misma: no hacíamos discos para ganar dinero; ganábamos dinero para hacer discos».
Don Víctor: Si no fuera porque está en plural, pensaría en Plácido Domingo.
Don Hugo: Tres: «Simeone recordó cuál es su filosofía: «¿El Barça? No sé lo que piensan ustedes, pero yo lo tengo muy claro: nuestro campeonato es el Sevilla y el Valencia».
Don Víctor: ¡Conque Simeone!… ¡Esto va de filosofía, don Hugo!
Don Hugo: La última: «Mi filosofía: Ya no tenemos yate, pero en mi familia decimos que si no da para carne, da para pollo». Por si le interesa, su autor es el hijo del Pocero, constructor.
Don Víctor: ¿Por qué me martiriza usted, don Hugo, nombrando a la filosofía en vano? Filosofía fue la de los griegos que ya en el siglo VI antes de Cristo se propusieron conocer el mundo y el ser humano. Volvieron la espalda a las respuestas pueriles del mito y se atrevieron a hacerse las preguntas que acaso no podían responder.
Don Hugo: ¿Dónde quedan a su lado esos manuales de conducta para no ser un desgraciado, a los que llaman «filosofías» orientales? Dígame usted, don Víctor, qué ciencia y qué adelanto nos ha traído eso…
Don Víctor: Yo ni guardo recortes ni tengo tanta memoria como usted, don Hugo, pero había un anuncio que no me parecía del todo mistificador, aunque sí desvergonzado. Había unos jugadores de rugby empujando cuesta arriba unos enormes barriles de ron y decía algo así como que «nuestra filosofía tiene mucho de ron y de rugby…
Don Hugo: …¡Y poco de filosofía!»

La Arcadia

Don Víctor: ¿Y de dónde le parece a usted que le vino a Boccaccio esa idea de que el País Vasco era el país de Jauja con, entre otras cosas, arroyos de garnacha la más fina del mundo, una montaña de queso parmesano rallado, cepas atadas con longanizas y paisanos sin malicia alguna?
Don Hugo: ¡Un milagro que a principios del siglo XIV un toscano tuviera noticia de esta región!
Don Víctor: En todo caso acertó plenamente al crear este tópico literario tan edénico pues tras sus pasos vinieron los Loti, los Regoyos, los Trueba, los Vázquez Díaz…
Don Hugo: Sí, claro, pero más de quinientos años después como suele ocurrir respecto a los madrugadores italianos.
Don Víctor: Pero entretanto, recuérdelo, estuvo Víctor Hugo recreando, por su sugerente musicalidad, el nombre de la villa de Hernani.
Don Hugo: ¡Ah, el bandido noble a quien luego Verdi quitó la «h»!
Don Víctor: ¿Sabía usted, don Hugo, que el bueno de Víctor Hugo, viendo a una aldeana correr tras el cerdo que se le escapaba, creyó que le gritaba: «¡Querido, querido!» pues decía: «Cherri, cherri»?
Don Hugo: Francés al fin… todo lo interpreta en clave amorosa.
Don Víctor: Hoy por hoy y alejándose de las zonas industriales, esto sigue siendo una Arcadia.
Don Hugo: ¿Y qué me dice de los caseros?
Don Víctor: ¿Los caseros?… Me acuerdo de mi tío Shanti quien, una vez oyéndonos hablar de sueños, dijo muy serio: «Pues yo nunca he soñado nada».
Don Hugo: Eso prueba que en el vasco no hay necesidad alguna de compensar oníricamente los sinsabores de la existencia… ¡La felicidad absoluta!
Don Víctor: Le diré que mi tío, como buen vasco, carecía incluso del sentido figurado de la existencia y del lenguaje.
Don Hugo: ¡Venga, don Víctor, no exagere usted!
Don Víctor: Oiga esto: cuando le ingresaron y el médico le preguntó si había padecido de «enfermedades de mujeres», él, muy ofendido, contestó: «¡Yo!… ¿la menstruasión y esas cosas?…¡Nunca!»

Sargentos

Don Hugo: La verdad es que, en el fondo, era una lata, pero sí es cierto que barajaba y ponía en contacto a mozos de todo pelaje y procedencia.
Don Víctor: Qué duda cabe, don Hugo, que eso de abolir las clases sociales, aunque sólo fuera durante la mili, tenía su lado bueno. Era una cura de humildad para los poderosos y dignificaba a los de abajo.
Don Hugo: Semejante convivencia daba lugar a situaciones chuscas, que de otra manera uno no habría vivido nunca. Yo tuve un sargento que nos explicaba balística. Afirmaba que las balas, de no alcanzar su objetivo, venían a caer al suelo por la ley de la gravedad; pero que, aun no habiendo ley de la gravedad, caerían igualmente por su propio peso.
Don Víctor: ¡Toma ya, Newton!
Don Hugo: Había otro que nos anunció una variación en el rancho: de garbanzos pasábamos a lentejas. «¡Qué bien!», exclamó un recluta, «porque tienen mucho hierro». «¡Eso será en su casa», replicó el sargento, «que aquí bien que las limpiamos!»
Don Víctor: En mi compañía nos tocó uno que enseñaba a limpiar el Mauser. Nos decía que había que dejarlo como los chorros del oro. ¿Que cómo? «Pos, dandole, dandole, hasta que rezula»-
Don Hugo: Pues, qué dirá usted, don Víctor de aquél que nos cantaba las excelencias del deporte…. Según él, lo inventaron los romanos y le concedían tanta importancia que llevaban la palabra SPOR en los estandartes de sus legiones; y, que por ser tan deportistas, conquistaron el mundo.
Don Víctor: Eran tiempos mussolinianos…

Las fantasías del doctor Lacasa

Don Víctor: ¡Mira que pillarme estos escalofríos precisamente ahora que Julita está en la costa!
Don Hugo: No se apure, don Víctor, que enseguida le diagnostican cualquier nadería y mañana mismo está usted cogiendo el tren para la playa.
Don Víctor: Con tal de que no me diagnostiquen falsamente una barbaridad, como hacía el doctor Lacasa, para luego curar milagrosamente…
Don Hugo: ¡Vaya con Lacasa! Así yo también lo curo todo: la peste bubónica, la lepra, el cáncer más mortífero…
Don Víctor: ¡No he conocido en mi vida a un tipo tan fantasioso! Las cosas que se cuentan de sus informes médicos son de sainete. Por ejemplo: «Tolera bien los embarazos de su mujer».
Don Hugo: Se ve que el doctor Lacasa había leído a Margaret Mead y sabía de aquellas tribus en que el marido es el que se encama, tiene antojos, siente las contracciones y sufre los dolores del parto.
Don Víctor: Y aquello de «Se echa la siesta y le sienta bien».
Don Hugo: Quizá no anduviera tan desencaminado Lacasa. Algunos autores sostienen que el sopor postprandial sume al melancólico en pensamientos negros.
Don Víctor: Y ahora, le voy a contar algunas de caídas: «Se cayó, pero no se rompió las medias».
Don Hugo: ¡Digno de Buñuel!
Don Víctor: O esto otro: «Se cae con frecuencia, pero ha aprendido a caerse y no se hace daño».
Don Hugo: Eso es lo que se llama «caer de pie». Así se ahorra el traumatólogo.
Don Víctor: Y esto es lo mejor, don Hugo: «Se cayó a un pozo y apareció en Córdoba».
Don Hugo: Estos casos de ausencia no son raros entre los epilépticos.
Don Víctor: Desde luego, este Lacasa, ¡qué tipo tan singular!… No quiso ir a una boda en Marbella y, cuando se lo reprochó el novio, contestó que él había tomado el avión, pero que no paró en Málaga.
Don Hugo: Le confieso, don Víctor, que sobre este último caso la psicología nunca se ha pronunciado.

Rocosos

Don Víctor: ¿Y qué me dice usted, don Hugo, de que, no satisfechos con haberle hecho quinto Califa del Toreo, poniéndole a la altura de Lagartijo, Guerrita, Machaquito y Manolete, ahora nos descubran una placa en Las Ventas con motivo del quincuagésimo aniversario de su confirmación de alternativa?
Don Hugo: Nunca vi tan indignado al maestro Cañabate como cuando …
Don Víctor: ¡Vaya sorna que se gastaba!
Don Hugo: Pues puede usted creer que aquella vez se lo llevaban los demonios con lo de las ocho orejas con que premiaron al Cordobés en 1970, en sus dos actuaciones en la feria de San Isidro.
Don Víctor: ¡Aquellas corridas fueron el delirio!
Don Hugo: Sí, si luego escribió Cañabate en su crónica que «es terrible sentirse aislado entre una muchedumbre frenética».
Don Víctor: Claro, a ver quién es el guapo que lleva la contraria en medio de semejante embaucamiento colectivo…
Don Hugo: A ver quién se atreve a decirles que el pase del salto de la rana la ejecuta bastante mejor el torero bombero…
Don Víctor: A mí, había dos cosas en aquel momento que me soliviantaban: el Cordobés y la versión que hizo Waldo de los Ríos de la Novena de Beethoven.
Don Hugo: Yo agradecí mucho la valentía de Cañabate. Hace falta gente rocosa que se mantenga en lo cierto para recuperar las referencias una vez haya pasado el tsunami.
Don Víctor: Es verdad… ¡bien asentada en la roca! Como Víctor Hugo, exiliado en Guernesey, mirando hacia el Oriente y entreviendo entre brumas la costa francesa.
Don Hugo: Claro, don Víctor, los exiliados iban volviendo, acogiéndose a las amnistías de Napoleón III.
Don Víctor: Igual que Marañón y Ortega.
Don Hugo: Pero Víctor Hugo, erre que erre: «Et s´il n´en reste qu´un, je serai celui-là».

Sol Vodafone

Don Víctor: Por favor, don Hugo, ¿podría usted de sacarme cuanto antes de este laberinto? No sé ni dónde estoy.
Don Hugo: Pero, don Víctor, ¡dónde quiere usted que estemos! Estamos transbordando en la estación de Sol.
Don Víctor: Pues yo he leído «Vodafone».
Don Hugo: Estamos buscando la línea dos.
Don Víctor: He visto varios doses. Aquél indica que hay que subir la escalera mecánica; ese otro, sin embargo, que bajemos por la escalera convencional… allí pone que a la derecha y, al lado, que a la izquierda… Y, para colmo, en medio, hay unos ascensores…
Don Hugo: Tiene usted más razón que un santo. Yo tampoco me aclaro. Esto es un auténtico laberinto. ¿Sabrá toda esa gente adónde va cada uno?
Don Víctor: Tendrá que ser a base de práctica tras confundirse muchas veces. ¡Pa´l tío sabío!
Don Hugo: Que para mí no puede ser más que el mismísimo arquitecto: ¡el propio Dédalo!
Don Víctor: Calle, que me parece oír el mugido del Minotauro. Salgamos pronto de aquí, no sea que nos arree un gañafón y luego nos devore.
Don Hugo: ¡Ni transbordo ni leches! Hasta que no veamos el reloj de Gobernación, no sabremos dónde estamos.