Usurpación

Don Víctor: Yo veo el despacho de Gropius y no entiendo qué tiene que ver con ese mastodóntico almacén de muebles y ferretería que han levantado cerca de Alcorcón.

Don Hugo: La Bauhaus quería generalizar las conquistas estéticas adecuadas a la era industrial: nada de exclusivas villas modernistas archidecoradas con brillantes vidrieras para los buenos burgueses.

Don Víctor: Por el contrario, barrios enteros para obreros con viviendas racionales que funcionaran bien y cuya belleza residiera en la armonía de la propia estructura.

Don Hugo: Esa belleza y ese sentido práctico debían transmitirse por igual al mobiliario, al menaje, a todo cuanto sirve y rodea nuestra vida en el hogar.

Don Víctor: ¡Pues exactamente igual que la Bauhaus de Alcorcón!, ¿no le parece, don Hugo?

Don Hugo: Desde luego, esta nueva Bauhaus es un bazar oriental…

Don Víctor: … impregnado del espíritu de Oliveira da Figueira.

Don Hugo: Dígame usted, don Víctor: ¿qué necesidad hay de recurrir a Kandinski, Mies Van der Rhoe, Klee, Lilly Reich y todos los demás, cuando todo lo que ofrece, desde las planchas para bricolaje hasta las hamacas listadas de jardín, son de un gusto tan refinado y actual?

Don Víctor: Lo único que le reprocharía es que ese nombre anticuado de Bauhaus acaso desmerezca un poco… quizás otro como el de ese establecimiento cercano… ¿cómo se llama?

Don Hugo: ¡Ah, claro!, ¡El cortijo tirolés!

Músculo

Don Hugo: Piense usted, don Víctor, que en esto de la escultura de bulto redondo los griegos empezaron como los egipcios o, si usted me apura, como los asirios, que no habían inventado el músculo vivo.

Don Víctor: Es verdad, don Hugo, que tanto unos como otros se mantuvieron siempre presos del dibujo y que, aunque los segundos intentaron marcarlos más, siguieron basándose ante todo en el grafismo de la línea incisa.

Don Hugo: Y sin embargo, aquí, ¡cuántos matices volumétricos hacen evidentes la morbidez y la tensión, la estructura ósea que subyace, el movimiento natural del cuerpo y, en definitiva, el magisterio de la naturaleza por encima de la preceptiva de taller!

Don Víctor: Aquellas caligrafías de “un ojo se hace así, como una almendra; el ombligo son dos círculos concéntricos; la rodilla, un rombo achatado con sendas molduras curvas encima y debajo…” quedan arrumbadas.

Don Hugo: Lo que yo me pregunto es que a quién se le ocurriría atreverse a violar las reglas de milenios… ¡Griego tenía que ser!

Don Víctor: Ya la pintura, por lo que vemos en los vasos, y el relieve, capaz de imitarla, enriquecieron el repertorio de posturas y acciones de las figuras en movimiento, pero la estatua de bulto redondo permaneció durante los siglos del arcaísmo, encerrada en el bloque de piedra.

Don Hugo: Mire que me gustan los kuroi, pero uno nunca se olvida del paralelepípedo  mineral inerte del que se los extrajo.

Don Víctor: El modelado fue la clave. Trabajar con una materia blanda permite mover los miembros, separarlos del cuerpo, flexionarlos, girar el tronco…

Don Hugo: La arcilla… ¡la técnica de la cera perdida! Una cosa lleva a la otra; por eso es por lo que coincide el nacimiento del músculo para el arte con los grandes bronces. Se lo voy a demostrar ahora mismo: este admirable trapecio es la materialización de la libertad de conciencia que se acababa de manifestar en el mundo griego.

Don Víctor: Sí, es el hermano artístico de la democracia…

Don Hugo: ¡Baje, don Víctor, que nos han visto!

Mujeres venales

Don Hugo: Vamos a dejarlo en aquel rincón, a la espera de que Julita y Dolores, con su buen criterio, decidan en qué pared colocarlo.

Don Víctor: Sí, claro, don Hugo, pero ha de ocupar un lugar preeminente. ¡Que se vea!, que para algo es Mimi Pinson.

Don Hugo: No sólo porque este cartel sea francamente atractivo, sino sobre todo para que dé ejemplo de abnegación y desprendimiento.

Don Víctor: Esta griseta mantiene siempre su alegría proverbial y su dignidad, a pesar de vivir condenada a compartir el lecho con sucesivos estudiantes que completen sus magros ingresos como costurera.

Don Hugo: Todas ellas estaban condenadas a hacerlo. No les llegaba para vivir, tal y como los estudios de Harvey y Diveau tienen demostrado.

Don Víctor: Eran uniones de conveniencia en una época en que todos los matrimonios eran de conveniencia. Algo de libertad le quedaba a la griseta que, si bien era elegida, también ella elegía.

Don Hugo: Pero la literatura, don Víctor, nos ha demostrado aún más, ocupándose de las verdaderas prostitutas de gran bondad, desde la callejera a la gran cortesana. ¿Quién hallaría una pizca de maldad en la Sonia de “Crimen y castigo”?

Don Víctor: ¿O en el objeto de burdel que es Boule de Suif?

Don Hugo: Ni siquiera en la cortesana de campanillas, Margarita Gautier.

Don Víctor: Por mucho que, para mantener su tren de vida, tuviera que recurrir simultáneamente a más de un amante millonario.

Don Hugo: Los literatos no hacen sino seguir el ejemplo de Cristo: “Las prostitutas os precederán en el Reino de los Cielos”.

Significado y significante

Don Hugo: La nueva mujer de nuestro amigo, el doctor Planes-Bellmunt, que es francesa -como usted sabe-, siempre se escandaliza ante el nombre de pila de mi mujer.

Don Víctor: No le falta razón: ella, como extranjera, disocia significado de significante, mientras que para nosotros, españoles, la costumbre nos iguala a “Dolores” con “Lola”, que suena más bien a fiesta.

Don Hugo: Pues, ¿qué diría de “Angustias”?…

Don Víctor: “Martirio” ni se lo mencione…

Don Hugo: Todo nombre supone un requerimiento inconsciente que marca nuestra personalidad y nuestra conducta…

Don Víctor: íSí, sí, don Hugo, si eso ya me lo explicó usted una vez!… Ahora bien, no perdamos de vista muchos otros que atesoran una pura poesía, muy lejos de lo truculento.

Don Hugo: Lleva usted razón, don Víctor, a mí los nombres griegos para mujer siempre me cautivaron: Sofía, Elena, Irene… No en vano se llama así mi hija pequeña.

Don Víctor: ¡Sí, sí, ¡preciosos, don Hugo!, pero yo me refería a esos otros que no compartimos con ninguna otra lengua: amén del ave de Afrodita, “Paloma”, aquéllos que expresan fenómenos amables de la Naturaleza tales como “Aurora”, “Alba”, “Rocío”, “Nieves”, “Mar”, junto con los locales como “Prados”, “Llanos”, “Sonsoles”…

Don Hugo: Todas esas consideraciones, don Víctor, me recuerdan a aquel amigo de Isidro Cuenca, que era capaz de sobreponerse a un nombre adverso mediante el humor.

Don Víctor: ¡Ah, claro!, ese otro ingeniero que, presentándose, decía: “Rigoberto… Gonzalo para las chicas”.

Postizos

Don Hugo: El caso es que la pobre Emanuelle Béart se lamenta ahora de haber emprendido ese camino de retoques estéticos que han acabado por descolocarle el cuerpo y el alma…

Don Víctor: El que a muchas otras les haya ocurrido lo mismo, parecería un castigo ante la frívola profanación del templo.

Don Hugo: Concédame usted, don Víctor, que hay casos que aconsejan, por la salud psíquica, la intervención quirúrgica.

Don Víctor: Claro, don Hugo, pero eso son habas contadas. Yo me refiero a esas supuestas mejoras estéticas que no son más que grotescas deformaciones a lo Berlusconi.

Don Hugo: Todo esto en definitiva es querer engañar a los demás engañándose a uno mismo. Ahora, en el fondo se expresa el miedo a la decrepitud…

Don Víctor: … algo que acompaña al hombre desde que aparece sobre la Tierra, ¿o qué es si no el mito de la Tierra del Preste Juan, o El Dorado de la Conquista, o el Jordán de las novelas de caballerías?

Don Hugo: Claro, don Víctor, pero es que nuestra época, tan ansiosa y materialista, lo lleva a ¡“quiero esos labios de salchicha”, “ese culo de pandero”, “esa pechuga de walkiria”, “ese talle de torero” y “esa nariz de Cleopatra”!

Don Víctor: Queremos plantarnos en la juventud y permanecer por siempre en ella.

Don Hugo: El caso es que en el siglo de las Luces, con todo aquello de la experiencia, la reflexión, los prolongados estudios, la moderación de la edad, la tolerancia adulta… enseguida se calzaban el peluquín empolvado y fingían ser ancianos.

Don Víctor: Hasta cierto punto, don Hugo: todos muy filósofos, pero con pantorrillas postizas para lucir bien la culotte.

Galatea

Don Víctor: ¿La segunda parte del mito griego de Pigmalión, don Hugo?

Don Hugo: No se asuste, don Víctor: ¡traducido al español!… Una pregunta lleva en el aire siglos…

Don Víctor: Es acaso por qué Pigmalión elige el mármol para esculpir a esa muchacha, en lugar de modelarla delicadamente con cera…

Don Hugo: Probablemente fuera un escultor arcaico que desconociera todavía la técnica de la fundición en bronce… Todo eso está muy bien, don Víctor, pero lo que interesa es hipotetizar sobre la conducta de aquella doncella después de que cobrara vida…. ¿Correspondió al amor del escultor, la sedujo la apostura de los jóvenes aprendices que frecuentaban el taller del maestro, la raptó algún tirano, huyó más allá del horizonte para ser libre?…

Don Víctor: Es verdad que el creador, como el maestro, dando forma a otras criaturas, tiende a su posesión y le entristece la sola idea de que use su libre albedrío. No querría separarse nunca de su obra para complacerse contemplándola constantemente.

Don Hugo: Sí, es lo que en psicología se llama “adherencia”…. Y ¿qué decir entonces del llamado “efecto Pigmalión”, que no es otra cosa que una manipulación, inconsciente, ¡eso sí!, por parte del investigador para que su experimento arroje los resultados apetecidos?

Don Víctor: Míster Higgins, el de Bernard Shaw, es la versión moderna del mito y lo deja bien claro.

Don Hugo: También lo es el viejo Geppetto, pero él, como buen meridional, en lugar de tener atrapada a su criatura en su tela de araña, aunque lleno de aprensión, envía al inocente niño de palo a la escuela. Y Pinocho, en la calle, desobedece y se rebela contra sus instrucciones a la primera insinuación.

Don Víctor: Hombre, don Hugo, no es lo mismo una relación paterno-filial que otra amorosa, tinta en erotismo.

Don Hugo: Es que en la fusión culminante de alma y cuerpo, la libertad queda dichosamente abolida.

Don Víctor: No quiero preguntarle cómo acaba su novela, que pienso leérmela de cabo a rabo. Lo que sí le digo es que de no haber obrado Afrodita el milagro solicitado, Galatea seguiría hoy en día deslumbrándonos con su lozanía en el centro de una sala del Museo Británico.

Don Hugo: ¡Bravo, don Víctor! La diosa, al darle la vida, la mató.

Cortesía

Don Hugo: Déjelo usted ya, don Víctor, que eso de la infalibilidad, a estas alturas, me parece que tiene menos interés. Ahora bien, cuánto más no me han gustado los escritos políticos del buen Falkland.

Don Víctor: Yo, desde que leí lo que cuenta de él Chateaubriand…

Don Hugo: ¿Dónde? En “El genio del cristianismo”, desde luego que no…

Don Víctor: No, fue en las “Memorias de Ultratumba”.

Don Hugo: La verdad es que a Chateaubriand le ocurrió lo que a Lord Falkland. ¡Cuánto me alegro de haber sido niño cuando nuestra guerra y así no haber tenido que tomar partido!

Don Víctor: Es verdad, el cortés Falkland se sintió obligado a defender a Carlos I, a sabiendas de que representaba un régimen caduco y que se había convertido en un estorbo para el desarrollo de aquella sociedad.

Don Hugo: Pero, claro, es que no podía aguantar ni a Cromwell  ni a sus cabezas redondas, tan puritanos, intransigentes y, en definitiva, tan fanáticos.

Don Víctor: Otro tanto le ocurría al pobre Chateaubriand, cuando participó en la invasión realista de su país encuadrado en el Ejército de los Príncipes, bajo la égida del prusiano Brunswick. No le cabía más que ser leal a su rey y a su estamento, pero admiraba el idealismo y el entusiasmo revolucionario de sus enemigos, aun censurando sus excesos y su zafiedad.

Don Hugo: Al final todavía le fue bien con la Restauración. No así a Falkland, que galopó hasta la muerte en una escaramuza.

Don Víctor: Como dice Rimbaud: “Par délicatesse j´ai perdu ma vie”.

La culpa es de los Lumière

Don Víctor: Parece que vivamos para pregonar constantemente nuestra existencia.

Don Hugo: Fuera de Instagram o de Facebook no somos nadie.

Don Víctor: Como si nuestra vida tuviera que amoldarse al ritmo del vídeo-clip…

Don Hugo: Cada nuevo selfie ha de ilustrar un cambio de actividad, de compañía y de escenario.

Don Víctor: Sí, Don Hugo, tales son las tres nuevas unidades aristotélicas… ¡Y no se me duerma, que como tarde un poco en emitir el siguiente spot, pasa usted a no ser nadie!

Don Hugo: Tanto cacarear tópicos como aquello de la “sociedad de la imagen”…

Don Víctor: Sí, que “una imagen vale más que mil palabras”…

Don Hugo: … y ¡qué poco se repara en hasta qué punto la tiranía de la imagen ha aherrojado mentalidades y comportamientos!

Don Víctor: Como aquellos obreros que salían de la fábrica, cuando nadie conocía el cacharro de los Lumière y desfilaban con total naturalidad; pero en cuanto que el público conoció lo que era el cinematógrafo, cuántos saludos y mohines a la cámara, qué recomponerse el tocado y la expresión, aquel avisarse unos a otros y tantos azoramientos y exhibicionismos…

Don Hugo: Esto, don Víctor, es como un río que tuviese la obligación de hacerse notar constantemente saltando uno a uno los peldaños de una escalinata interminable…

Don Víctor: ¡Cascadas artificiales!

Don Hugo: … cuando la vida nace ruidosamente como un torrente en la montaña, bulle y alborota en los años mozos…

Don Víctor: El curso alto de la vida…

Don Hugo: … fluye silencioso otras veces, se precipita inesperadamente en desniveles con estruendo a veces trágico, se remansa, se adormece dibujando meandros…

Don Víctor: Me temo que vamos llegando ya al curso bajo… como usted y yo, don Hugo.

Don Hugo: … hasta que “va a dar en la mar, que es el morir”.

Don Víctor: En definitiva, que tanta imagen…

Don Hugo: ¡Cada imagen es un epitafio!

Don Víctor: … convierte la fluida realidad…

Don Hugo: … en una sucesión de tramos congelados.

Don Víctor: Y ahí se queda el pobre río, cristalizado y de cuerpo presente.        

Dulzura

Don Hugo: Caca

Don Víctor: Pipí

Don Hugo: Nene

Don Víctor: Bebé

Don Hugo: Entre nosotros, rorro

Don Víctor: Tata

Don Hugo: Papá

Don Víctor: ¡Mamá!

Don Hugo: ¿Y trascendiendo ya el mundo de los niños?…

Don Víctor: Pues sólo se me ocurre, en un registro muy popular, eso del “rico rico” de Arguiñano.

Don Hugo: ¡Qué parco es el castellano en esto de las duplicaciones expresivas, como en todo cuanto pueda parecer superfluo, afectado o ñoño!

Don Víctor: Es verdad que otras lenguas no tienen tanto pudor en mostrarse más amables y afectuosas, incluso literariamente. El otro día leía yo un detalle que me encandiló…

Don Hugo: En los sonetos de Rimbaud, ¿verdad, don Víctor? Deje que lo adivine… ¡Ya está! Aquello de “Mes étoiles au ciel avaient un doux frou-frou”.

Don Víctor: No, don Hugo, ese libro no lo he acabado todavía, pero no se preocupe que se lo devolveré enseguida. Se trataba de Pasolini quien, describiendo el atardecer en el suburbio pobre de Pietralata, donde se respira un optimismo primaveral, remata que “l´aria poi era dolce dolce”.

Solana

Don Hugo: ¿Y qué habría sido Solana de no haber sido pintor?

Don Víctor: Pues… ¡periodista!, que no en vano siempre se preocupó mucho por la cuestión social.

Don Hugo: Hombre, don Víctor, yo lo decía sobre todo, más que por el tema, por la forma.

Don Víctor: ¿Barrendero entonces?… porque como dijo Théophile Gautier a propósito de Goya, a veces pintaba con la escoba.

Don Hugo: Hay bastante de goyesco en Solana, es cierto, pero ateniéndonos a sus materiales…

Don Víctor: … esos colores como de betún…

Don Hugo: ¡Exactamente, don Víctor! Ha dado usted en el clavo: ¡limpiabotas!

Don Víctor: Sus cuadros parecen haber nacido ya viejos, tras siglos de exposición al polvo y al humo de los cirios, todo hollín y sebo. ¡Óleos curados al humo como quesos!

Don Hugo: ¡Cómo convienen a sus chulos, prostitutas, paletos, viejas, tullidos, mendigos, ajusticiados, curas, penitentes, crucificados…!

Don Víctor: Claro, don Hugo, como que la forma suda el contenido.