El Sur

Don Víctor: Y entonces, viendo la ilusión de su hermana, la tía Margarita, ante la sola mención de Málaga, donde nunca había estado, mi tío Conrado y su mujer le ofrecieron llevársela con ellos al congreso de médicos.

Don Hugo: ¡Cuánto se daba entre la gente del Norte esa fascinación por Andalucía!

Don Víctor: Sí, mi primo Jose, sin ir más lejos, quería ser torero… hasta que lo probó, claro… por otra parte, ya sabe usted lo aficionado que es al flamenco…

Don Hugo: Querría saber yo, don Víctor, qué cosas habría oído su tía Margarita a propósito de Málaga, con qué mimbres se tejió en su mente ese mito…

Don Víctor: Mucho tendrían que ver las malagueñas que tan bien cantara Pepe Pinto, la copita de vino de Málaga que se bebía cuando llegaba de visita el primo arcipreste y aquello de «Málaga, bombonera».

Don Hugo: Creo que epítome de todo esto sea don Ignacio Zuloaga: pintó majas, pintó torerillos andaluces, pintó paisajes de Granada, chiflado como pocos por el flamenco más puro, llegó a anunciarse como novillero e ¡incluso llegó a hablar caló con los gitanos!

Don Víctor: Vamos, como aquello de la Traviata: el torero Piquillo, un bel gagliardo biscaglino matador…

Don Hugo: Desde los países del Norte, donde la lluvia cae verticalmente como los barrotes de una prisión, según se queja Baudelaire, y la ausencia de sol conduce a la melancolía, estas tierras cálidas del Sur no pueden dejar de antojarse un paraíso lejano, pero real y presente en el tiempo.

Don Víctor: Claro, don Hugo, ¿cómo no sentir entonces esa permanente añoranza, embellecida por la imaginación y por el deseo?

Lectores

Don Víctor: Aquí lo tiene usted, don Víctor. Han montado el expositor de obra de Galdós con aquello de su centenario y ¡ni por ésas!… Me ha dicho la bibliotecaria que ninguno de los lectores se ha llevado prestado un solo volumen.

Don Hugo: Si es que a don Benito, según documenta estadísticamente el estudioso del que le he hablado, ya en su época lo leían más bien poco, a pesar de la fama de sus «Episodios Nacionales», frente, por ejemplo, a un autor olvidado hoy en día como pueda ser Felipe Trigo.

Don Víctor: Muchas veces me he preguntado, a la vista de los escaparates de las librerías, por qué lee la gente que todavía lee…

Don Hugo: Y bien, ¿ha llegado usted a alguna conclusión?

Don Víctor: No sé, don Hugo, no sé… lo que constato es que cada vez se prescinde más de los autores clásicos…

Don Hugo: Claro, don Víctor, es mucho más arduo e incómodo acercarse a la obra de arte consagrada porque ya desde el momento de su creación suponía una exigencia intelectual al receptor y es que además el paso del tiempo le añade distancia formal y contextual.

Don Víctor: Es verdad… ¡qué trabajo!… pero, entonces, ¿para qué echarse encima la tarea de leer?

Don Hugo: Creo que habría que establecer una clara distinción entre amor por la literatura y compulsión a la lectura.

Don Víctor: Siga usted, don Hugo, que empiezo a percibir una luz…

Don Hugo: El lector compulsivo busca que el libro llene su tiempo, que lo entretenga sin exigirle, mientras que el amante de la literatura pide guerra: que lo sacudan, que le metan en problemas, que lo arrebaten, que le hagan dudar y reflexionar…

Don Víctor: ¡Que le cambien la vida!

Don Hugo: Ante esta cultura fácil del entretenimiento, del consumo y de la mercantilización de las artes, afirma Pasolini que, para llegar a determinadas conclusiones, se ha de ser «un hombre antiguo que haya leído a los clásicos y recogido las uvas de la viña».

Hablando de lo divino y lo humano

Don Hugo: ¿Dónde estaríamos si no hubiera sido por él?

Don Víctor: Ni pensar en uno de aquellos picnics al sol y junto al río en compañía de rotundas mujeres, con botella de Burdeos y buen queso de Brie en la baguette…

Don Hugo: Sí, las películas de Renoir, trasunto de los desnudos al aire libre que pintara su tío.

Don Víctor: Renuncie usted a esas hembras tan apabullantemente carnales que se recortan monumentales contra un luminoso cielo, en el Veronés…

Don Hugo: Olvídese usted de quedar arrasado ante las lágrimas del ángel de Antonello que sostiene el cuerpo de Cristo muerto.

Don Víctor: ¡En las antípodas de ese seco conceptualismo teológico, incomprensible e inalcanzable para la piedad popular!…

Don Hugo: La soberbia intelectual de los reformistas protestantes encuentra el éxtasis de Santa Teresa de Bernini tan obsceno como la mano de su Hades hundiéndose en la muelle cadera de la bellísima Perséfone.

Don Víctor: ¡Execrable paganismo!… y, sin embargo, ¿no somos todos carne de la misma carne que aquellas esculturas palpitantes?…

Don Hugo: No en vano esos infelices, negando la Eucaristía, ¿no están negando la carne?

Don Víctor: Nosotros conciliamos nuestra naturaleza humana, compartida con Cristo, con su divinidad…

Don Hugo: … que tan bien expresan nuestras artes.

Don Víctor: Por eso, don Hugo, me insiste usted tanto en lo de San Platón de Constantinopla.

Don Hugo: Claro, don Víctor, ¿quién como él no luchara con ánimo invicto contra el mismísimo emperador iconoclasta Constantino Coprónimo?

Los dos mesteres (versión segunda)

Versión segunda de este diálogo:

Don Hugo: Cada vez los aguanto menos… ya sabe usted que hace muchos años dejé de leer las críticas teatrales de los diarios…

Don Víctor: Sí, y luego se las tengo que contar yo siempre…

Don Hugo: … ¡pero es que ahora se me caen de las manos los libros de literatura en cuanto que mencionan el teatro como género literario!

Don Víctor: ¡No exagere usted, don Hugo, que gracias a esos libros sabe usted lo que sabe!

Don Hugo: No sé, no sé, don Víctor; yo lo que enuentro es que me he pasado media vida como navegando con una brújula que no apuntara al polo magnético.

Don Víctor: Pero cómo, don Hugo, ¿acaso piensa usted que no aciertan cuando apuntan hacia Esquilo, Plauto, Shakespeare, Molière, Calderón, Schiller o Strindberg como modelos de creación teatral?

Don Hugo: ¿Cómo no concederle a usted razón en esto?, pero a lo que yo voy es a que reflexionan sobre el texto ateniéndose exclusivamente a la escritura.

Don Víctor: Pero es que lo escrito es lo que nos ha sido transmitido y lo que se publica y perdura.

Don Hugo: Justamente lo auténticamente teatral es lo que perece: la prosodia, la entonación, la modulación de la voz, el grito, el susurro, el aparte, el escondite, la seña, la mirada, el contacto, el beso, el canto, el baile, la mímica en general, el físico del intérprete… el ritmo…

Don Víctor: ¡Basta, don Hugo! Entiendo que el texto sea sólo una parte, pero ¿no es acaso lo más importante?

Don Hugo: ¡De ninguna manera! No es imprescindible, y ni siquiera es lo más importante en el teatro de texto.

Don Víctor: Entonces,¿¡qué propone usted a los estudiosos del texto?

Don Hugo: Que el teatro es ante todo un espectáculo y que, como tal, pertenece al mester de juglaría, por mucho que el de clerecía produzca textos maravillosos.

Los dos mesteres

De este diálogo existen dos versiones. Presentamos aquí la primera:

Don Hugo: Cada vez los aguanto menos… ya sabe usted que hace muchos años dejé de leer las críticas teatrales de los diarios…

Don Víctor: Sí, y luego se las tengo que contar yo siempre…

Don Hugo: … ¡pero es que ahora se me caen de las manos los libros de literatura en cuanto que mencionan el teatro como género literario!

Don Víctor: ¡No exagere usted, don Hugo, que gracias a esos libros sabe usted lo que sabe!

Don Hugo: Precisamente son los libros los que empiezan a confundirnos desde que aprendemos las primeras nociones de literatura, cuando colocan el drama a continuación de la narrativa y la poesía, como si el teatro no fuera más que un capítulo de la literatura.

Don Víctor: ¡Ah!, ¿pero no lo es?… Pues a mí me ponían siempre sobresaliente… ¡si era la asignatura que más me gustaba!

Don Hugo: Sí, don Víctor, porque usted siempre leyó por su cuenta y además ha sido, desde niño, muy aficionado al teatro y supo pronto por experiencia que el texto puede ser una de las partes del teatro…

Don Víctor: ¡Y que incluso puede prescindir de él!

Don Hugo: … pero que el teatro lo excede por todas partes.

Don Víctor: Tiene usted razón pues ¿cómo podríamos hablar de teatro sin tener en cuenta la dicción, la entonación, la prosodia, los silencios, los movimientos, los gestos, incluso las acrobacias y los golpes…?

Don Hugo: … sin olvidar la interacción dramática entre los personajes, o sea la vibración del diálogo vivo…

Don Víctor: ¿Y qué me dice usted de lo visual de la escena, sus equilibrios, polos, gravitaciones…?

Don Hugo: … amén de todos los aditamentos que queramos en cuanto a música, danza, disfraces, maquillaje y attrezzo…

Don Víctor: … prescindibles por otra parte… ¡Cuánto no odiaría al attrezzo Delacroix!

Don Hugo: … ¡Como que Shakespeare necesita telones!…

Don Víctor: En realidad el buen teatro queda magnificado por la técnica del actor, que no es literaria, sino interpretativa.

Don Hugo: Un texto literario tiene las cualidades de una carta; uno lee en soledad todo aquello que le confía el autor, que está lejos. ¡Qué distinto es cuando asistimos con otros mucho espectadores a algo que está ocurriendo en ese momento, como si sucediera en la plaza!

Don Víctor: Es cierto: hay unos personajes que no conocemos, pero bien pronto nos hacemos cargo de su drama y ello suscita en nosotros la ansiedad, la emoción… ¡la catarsis en definitiva!

Don Hugo: No es literatura. Es, ante todo, espectáculo por más que les pese a los profesores de literatura.

Lo racional-emocional-energético

Don Víctor: Lo encontré ordenando los programas de teatro. Ya voy por el año noventa y dos. Y no sé por qué me paré a leer esta semblanza de Cristina Rota. ¿Se acuerda usted de que fuimos juntos con las señoras?

Don Hugo: Sí, claro, don Víctor, lo recuerdo perfectamente: la Rota actuaba en esta adaptación teatral de Lluís Pasqual del «Tirano Banderas».

Don Víctor: ¡Cómo no iba a acordarse usted, don Hugo!…  Pues fíjese: «… ha desarrollado su carrera de actriz, aportando al terreno pedagógico su investigación sobre la conciencia y el proceso de vivencia, el desbloqueo del síntoma, intentando alcanzar a través del circuito racional-emocional-energético, la disponibiliad del ser, su unidad»

Don Hugo: ¿Qué cara pondría Buster Keaton ante toda esta jerigonza?

Don Víctor: Ninguna, como siempre.

Don Hugo: Bueno, pues entonces José Luis López Vázquez. ¿Recuerda usted, don Víctor, aquello de «Atraco a las tres» cuando atiende en el banco a una despampanate gachí…

Don Víctor: ¿Aquélla que iba a abrir una cuenta?

Don Hugo: ¡La misma!… pues bien le pregunta ella que dónde tiene que firmar y él contesta: «Aquí abajo, donde dice: ¡»la imponente»!»

Literatura alemana

Don Víctor: Siempe me ha sorprendido que la literatura alemana empezara la casa por el tejado.

Don Hugo: ¿Cómo es eso, don Víctor?

Don Víctor: Los primeros modernos que empiezan a escribir son los Winckelman, Lessing, Kant y los demás… como si ya hubieran pasado siglos experimentándolo todo y llegara por fin el momento de hacer balance, de reflexionar y finalmente teorizar sobre lo divino y lo humano.

Don Hugo: Quizás ello explique su maximalismo…

Don Víctor: Fíjese usted, don Hugo, en que prácticamente hasta Goethe no pueda hablarse de literatura alemana.

Don Hugo: Pues a mí, don Víctor, lo que me sorprende en los ponderosos alemanes es que ya desde el propio Goethe cada literato pretende hacer el libro total, donde esté todo y no falte nada.

Don Víctor: ¡Eso ya lo hizo Cervantes dos siglos antes!

Don Hugo: Lo que sí que tienen que es muy salao es ese «Simplicissimus».

Don Víctor: ¡Toma, como que es picaresca española!

Lo que no pudo ser

Don Hugo: ¡Cuánto me he acordado de aquella aventura frustrada de Cannes, que estuvo a punto de costarnos sendos disgustos con las señoras!

Don Víctor: Claro, se nos ha muerto Belmondo y ahora pienso más que nunca que teníamos toda la razón en nuestra empresa…

Don Hugo: Estalló el mayo del 68 y ¡adiós, festival!… Cualquiera le echaba un galgo a Godard, que estaba allí entre los que interrumpieron a gritos las proyecciones.

Don Víctor: La verdad es que Jean-Paul Belmondo, y acaso Godard, se quedaron sin rodar la que podría haber sido su mejor película.

Don Hugo: Me he puesto a releer las obras de Blaise Cendrars y estoy ahora incluso más convencido que en aquella primavera de que merecía una buena película que narrara sus aventureros años mozos.

Don Víctor: ¿Quién, sino Belmondo, para encarnarlo, con su sempiterno cigarrillo entre los labios?

Don Hugo: ¡Su permanente sonrisa de pícaro!

Don Víctor: ¡Tan mujeriegos ambos y tan bebedores!

Don Hugo: Cómodos, con absoluto desparpajo, tanto en los bajos fondos como en los ambientes elegantes.

Don Víctor: Dados al viaje, a la aventura y al peligro.

Don Hugo: Futuristas ambos, embriagados por la velocidad. Escuche usted, don Víctor: “J´étais sportif, jeune, insouciant, téméraire, j´avais mon franc-parler et j´avais l´air de me ficher de tout comme de l´an quarante”.

Don Víctor: Sí, don Hugo…¡cuánto le cuadra todo a Belmondo!

Don Hugo: ¡Lástima no haber podido repetir el intento otro año, pero con el mosqueo que se habían pillado las señoras…!

Don Víctor: Y eso que todavía era pronto para la peregrinación a Perpiñán con lo de “El último tango en París”.

Don Hugo: Sí, qué pena… ¡si hasta tenían la misma nariz aplastada!

Ars Incedaria

Don Hugo: Quiero recordar que fue Paris quien la alabó… aquello de que «por el portante reconocí en ti a la diosa».

Don Víctor: Supongo que sí sería Paris, quien, aunque cobardón, era sensible y muy fino en el gusto.

Don Hugo: Es cierto: a él, que sólo tenía ojos para Helena, únicamente la diosa Afrodita pudo hacerle girar la cabeza.

Don Víctor: Ya lo dijo Baudelaire, que la belleza es esa suma de arquitectura y movimiento… ¡Cómo no andaría la diosa Afrodita envuelta en el peplo!…

Don Hugo: Los primeros que plasmaron todo eso fueron los pintores de vasos, aunque seguramente también los muralistas, que no conocemos.

Don Víctor: ¡Qué escandaloso contraste con lo que hacían los escultores, tan a la egipcia!

Don Hugo: Bueno, reconózcame, don Víctor, que en los relieves pronto empezaron a soltarse el pelo y a ensayar posturas y actitudes a cuál más variada…

Don Víctor: Sí, don Hugo, lleva usted razón, al fin y al cabo es un dibujo al que se da bulto atacándolo de frente, pero la revolución no se produjo hasta que se decidieron a hacer grandes estatuas que previamente habían modelado en blando, con todas sus torsiones, tensiones, distensiones, transparencias…

Don Hugo: Vamos, que se acabó aquello de tallar el bloque avanzando desde las cuatro caras opuestas, dos a dos… En adelante, ¡los grandes bronces!

Don Víctor: Afrodita muy bien podría ser exponente del Ars incedaria.

Don Hugo: ¡Arrea, don Víctor!… ¡la Gradiva!, esa novela que tan bien analizó Freud, demostrando los vínculos inconscientes entre vulnerabilidad, magia e intimidad… ¡y todo ello a partir de un tobillo pompeyano!

Don Víctor: ¡Y dale con el sexo!… pero en el fondo tiene usted razón… Repare en que lo primero que se enseña a las modelos de alta costura es a caminar.

Don Hugo: Cuando éramos jóvenes: áulicas y pausadas. Hoy en día: apresuradas, marciales y desafiantes.

Don Víctor: Yo, a aquellas diosas las imagino desplazándose con cadencias de galera, un tanto procesionales.

Don Hugo: Sea como fuere, esas palabras de Paris son el primer registro de un piropo digno de ese nombre que nos haya legado la Civilización.

Perspectiva jerárquica

Don Víctor: ¿Todos en el mismo plano, igual de cerca?

Don Hugo: Todos, da lo mismo que aparezcan grandes o pequeños. No hay detrás ni delante, ni lejos ni cerca.

Don Víctor: Yo creo que a usted y a mí nos correspondería ir por detrás de Zimrilín de Mari.

Don Hugo: No se fíe usted de que el brazo del rey se superponga a la tiara del ministro; es una convención.

Don Víctor: ¿Y los que caminan por encima de los ministros que tiran del buey?

Don Hugo: No le quepa duda: pisan el mismo suelo que los personajes anteriores. Están encima para traerlos al primer plano, que es el único.

Don Víctor: Entonces, ésta no es una ventana abierta a un espacio tridimensional… No hay distancias.

Don Hugo: Lo más llamativo, don Víctor, es que lo normal sea representar las cosas así, distorsionándolas en función de la jerarquía, y que a nosotros, hoy en día, nos parezca raro.

Don Víctor: ¿Y cómo hemos llegado a desaprender esa «normalidad», don Hugo?

Don Hugo: Establezcamos una vez más un paralelismo entre lo ontogenético y lo filogenético: al igual que el niño que dibuja a su familia, marca diferencias de tamaño desproporcionadas al proyectar sus afectos en la imagen, deformándola así…

Don Víctor: … raramente se dan a su vez épocas adultas en que se respeten las auténticas proporciones de la Naturaleza. Además, un mundo representado en perspectiva es un mundo en que el individuo ha quedado emancipado y se mueve libremente por el espacio tridimensional.

Don Hugo: En efecto, el mundo clásico y el Renacimiento.

Don Víctor: Luego, todavía somos clásicos o, cuando menos, ¡renacentistas!

Don Hugo: La verdad es que es todo un consuelo.