Condición hidalga de Dios

Don Hugo: Pero dígame, don Víctor, ¿qué es lo que dice exactamente Guzmán de Alfarache que le trae a usted por la calle de la amargura?

Don Víctor: “¡Bondad grande de Dios!, ¡Largueza de su condición hidalga!”

Don Hugo: Hombre, por una vez que dice algo sensato, ¿en qué le atormenta a usted?

Don Víctor: Pues eso precisamente, que me pregunto si son conciliables, con todas las consecuencias, hidalguía y cristianismo.

Don Hugo: Ya veo por dónde va usted. Si todos somos hijos de Dios, ¿cómo justificar la prepotencia del noble?… Dice Juan de Zabaleta: “La nobleza persuade soberbia, alienta a desahogos ilícitos, quita el temor de las leyes, da por preciso el duelo, arroja a las venganzas y pone nota infame al sufrimiento”.

Don Víctor: Pues ante ello, don Hugo, no haré más preguntas.

Don Hugo: De ninguna manera, don Víctor, que aún no he acabado… No acudamos al engaño de pensar sólo en la hidalguía de sangre. El propio Zabaleta nos aclara la cuestión: “El que tiene noble el cuerpo solamente, y sin nobleza el alma, no es noble cabal”.

Don Víctor: Claro, al auténtico hidalgo su hidalguía no le vendría entonces de la cuna, sino de su ánimo generoso y noble, que impulsa una conducta acorde.

Don Hugo: Le propongo contraponer a todos los errores que señala Zabaleta la conducta del cervantino Diego de Miranda.

Don Víctor: Ah sí, aquel hidalgo que tan cordialmente acoge a don Quijote en su casa… Veamos: Soberbia.

Don Hugo: “No hago alarde de las buenas obras”.

Don Víctor: Afición al duelo y a la venganza.

Don Hugo: “Procuro poner en paz los que sé que están desavenidos”

Don Víctor: Desahogos ilícitos sin temor a las leyes.

Don Hugo: También esto lo deja claro el mismo Zabaleta: “El noble que no quiera bastardear, debe servir a su rey y por tanto a Dios”.

Don Víctor: Todo eso es muy cierto, don Hugo, pero ¿no está en uno de los personajes de Lope aquello de que el hidalgo ha de despreciar al villano pues éste vive de sus manos?

Don Hugo: ¿Y entonces de qué va a vivir el pobre? Necesita ganar su sustento… Mejor que en esta exageración, volvamos al desprendimiento del hidalgo Miranda: “Son mis convites limpios y aseados, y no nada escasos”. En su largueza encontramos la virtud que aquéllos que no poseen la verdadera hidalguía transmutan en desprecio por los que han de trabajar.

Don Víctor: Creo, don Hugo, que a la postre nuestro Cervantes nos aclara mejor que la empalagosa retórica y afectada erudición de Zabaleta.

Don Hugo: Siempre me parecieron peor que villanos los duques aragoneses tan prepotentes que convierten al buen hidalgo Quijote en bufón y hazmerreír de su corte, nada más que para entretener sus perversos ocios.

Don Víctor: ¿Y qué me dice de aquel Rodolfo, joven noble, rico y poderoso, de “La fuerza de la sangre”, no contento con atropellar a unos pobres viejos, violarles a su hija Leocadia, abandonarla y olvidarla, que nunca se arrepintió ni pide perdón, sino que continúa soberbio a querer hacer siempre su voluntad por encima de las leyes humanas y divinas y que sólo accede a casarse con aquélla que deshonrara antaño porque al verla de nuevo, vuelto de Italia, torna a enamorarse? 

Don Hugo: Fíjese cómo los padres de la muchacha, hidalgos pobres, porque no buscan la venganza, porque rodean de amor a su nieto natural, porque se reconcilian con los otros abuelos cuando se descubre el caso y entregan de nuevo gozosos a su hija Leocadia y al pequeño al engreído violador sin que medie disculpa alguna… ¡éstos son los auténticos hidalgos!

Don Víctor: Para mí no cabe duda de que Cervantes es el humanista que mejor llegó a enunciar, con el conjunto de su obra, la concordatio entre el primitivismo guerrero de los godos y la civilización cristiana.

París

Don Víctor: Repare usted, don Hugo, en que las ciudades como París, ¡qué cargadas están de significados!… ¡Nos han contado tantas cosas, y hemos hablado tanto de ellas…!

Don Hugo: Sí, don Víctor, París es tantas cosas…pero quizás lo que más relevancia adquiere en el inconsciente colectivo sea la ciudad bohemia por excelencia, el Montmartre de los artistas. «Escenas de la vida bohemia» de Murger, «La Bohème» de Puccini, el «Bohemios» de Vives… A propósito, ¡qué gracia me hace aquello tan chusco de papá Gérard proponiendo al poeta y libretista Víctor que vaya «a ver a Auber»!

Don Víctor: Recuerdo que mi padre tenía un compañero llamado Pla al que apreciaba mucho y a quien debía un gran favor, y pensó aprovechar un viaje profesional a París para traerle un detalle. Cuando se despedía de nosotros, riéndose de su propio chiste, nos dijo: «Me voy a París a comprar un paraplí para Pla».

Manos

Don Víctor: Para mí está claro que el movimiento de manos y muñecas de nuestro flamenco tiene su origen en la India.

Don Hugo: Sí, pero eso son las manos como alas, como unas danzantes revoloteando en torno a la cabeza.

Don Víctor: Ya veo, don Hugo, que va usted por otro lado. ¿Se refiere al aspecto instrumental de las manos, a aquello de «Mano y cerebro en la Grecia antigua»?

Don Hugo: Tampoco a eso, sino más bien a su potencialidad afectiva.

Don Víctor: Ah, claro… ¡Che gelida manina! Cómo busca Rodolfo en la oscuridad la manita de Mimí después de orillar la fría llave caída…

Don Hugo: Siempre pensé que la canción de Pierrot, «Au clair de la lune», en su última estrofa, sugiere exactamente lo mismo: los rayos de la luna iluminan apenas y, buscando pluma y candela, se juntan las manos del amable Lubin y de la bella vecina.

Don Víctor: Por eso la puerta, al final, no tuvo más remedio que cerrarse…

Don Hugo: ¿Ha reparado usted, don Víctor, cómo en el «Fusilamiento de Torrijos» todos los condenados se estrechan fraternalmente la mano, aguardando la descarga?

Don Víctor: Me viene a la mente un pasaje del «Dominique» de Fromentin en que el personaje, perdido en la gran urbe de París, encuentra al que fuera su preceptor allá en su Poitou natal y, al estrecharle la mano, siente que «je m´appuyai sur quelqu´un».

Don Hugo: En esto, lo más tremendo que haya leído yo nunca es eso otro de «La condición humana», de Malraux, en que los dos soldados comunistas prisioneros del Kuomintang, antes de ser arrojados vivos a la caldera, pierden la pastillita de cianuro que les evitaría el suplicio. Tantean en la oscuridad como dos ciegos; no hallan la pastilla, pero lo que sí se encuentran son sus dos manos que se abrazan desesperadas ante la muerte.

Ni pop siquiera

Don Hugo: Estuve anoche releyendo a Marguerite Yourcenar y me llamó la atención cuanto afirma sobre las grandes superficies comerciales: lo inhóspito de su decoración, su ausencia de empleados, la uniformidad de los productos de trusts y monopolios y, flotando entre tanta desolación, «esa musiquilla mecánica fluyendo como jarabe de mala calidad».

Don Víctor: Musiquilla ratonera, ramplona y siempre anglosajona….

Don Hugo: ¡Pues no estaba yo viendo en la televisión ese programa que presenta los pueblos de España y sobre las imágenes de La Alberca, emborronándolas, chirriaba la voz de rata de Kylie Minogue…!

Don Víctor: Si incluso el telediario, mostrando imágenes de la Semana Santa sevillana paralizada por la peste, hacía sonar la musiquilla de Abba. ¡Ya me dirá usted, don Hugo, lo que tiene que ver con aquellas airosas torres, con la melancolía de los pasos plantados a la puerta de las iglesias, con los rincones pintorescos!…

Don Hugo: Pero, don Víctor, si ya en «Tendido cero», cuando dirigía el programa Mariví Romero, el resumen de las faenas se solía contaminar con música de rock and roll… ¡Qué les hubiera costado poner un pasodoble!

Don Víctor: ¡Ay, don Hugo!… como no todo puede seguir siendo ópera y zarzuela, me pregunto dónde quedaron Domenico Modugno, Mina, Marino Marini, Ornella Vanoni…

Don Hugo: Brassens, Brel, Aznavour, Françoise Hardy, Sylvie Vartan…

Don Víctor: Raphäel, Nino Bravo, Conchita Velasco, Marisol, Mari Trini…

Don Hugo: … si hasta el pop inglés ha quedado arrasado…

Don Víctor: Todo es ya igual, plano, chabacano, pringoso, privado de la menor calidad musical y virtud canora. Nos van convirtiendo todo espacio público y todas las producciones audiovisuales en un gigantesco economato siniestro…

Don Hugo: Sí, sí, vuelvo a Yourcenar. Escuche lo que dice:»… el estrangulamiento de la competencia acaba por dar a las tiendas capitalistas la misma lúgubre uniformidad que a los almacenes socialistas».

Don Víctor: ¿Dónde quedó el festival de San Remo?

Las primas de Musetta

Don Víctor: ¿Musetta?… Nunca pensé que se parecieran…

Don Hugo: ¡Achulapadas, traducidas al Madrid del género chico!

Don Víctor: Visita y la Mari Pepa siempre se me antojaron encarnación genuina del alma femenina del pueblo de Madrid.

Don Hugo: ¿Recuerda usted, don Víctor, lo que sentía Musetta cuando salía a pasear solita por la calle y la miraba la gente?

Don Víctor (cantando): E la bellezza mia tutta ricerca in me / da capo a pie.

Don Hugo y don Víctor (cantando): Ed assaporo allor la bramosia / sottile che dagli occhi traspira / e dai palesi vezzi intender sa / alle occulte beltà. / Così l´effluvio del desìo / tutta m´aggira, / felice mi fa, felice mi fa!

Don Víctor: ¡Maravillosa!… Lleva usted razón, don Hugo, también la Mari Pepa disfruta haciendo babear a sus vecinos enumerando los encantos que supuestamente le faltan.

Don Hugo (cantando): Palmito pa camelar, / boquita pa convencer, / y ojitos pa trastornar…

Don Víctor: ¡Picarona!… como que no se daba cuenta…

Don Hugo: «¿Es que tengo yo la culpa / de que al hacer esta alhaja, / pusiera Dios en el molde / lo mejor que le quedaba…?»

Don Víctor: Y ya veo que también Visita es otra discípula aventajada: (cantando) Soy una chula muy resalá.

Don Hugo y don Víctor (cantando): Soy un granito de pimentón… Todos los hombres, / cuando me miran, / por mí suspiran / y todos van /detrás de mí / porque me traigo unos timos hasta allí.

Don Víctor: Se ve que se llevaban entonces estas chicas jacarandosas, tanto en España como en París… Tenían a gala exhibirse, proclamar su belleza y desatar el deseo masculino.

Don Hugo: La filiación, don Víctor, es más segura que eso: «La Bohème», año 1896; «La Revoltosa», año 1897…

Don Víctor: … pero «El bateo» es ya del siglo XX…

Don Hugo: …por los pelos: 1901. Sucede a la Revoltosa sólo cuatro años después.

Don Víctor: Podría uno quedarse con la presentación frívola de estas muchachas tan simpáticas, pero repare usted en que en aquella sociedad hipócritamente victoriana, estas chicas se atreven a afirmar su independencia. Son atrevidas e incluso insolentes, osan salir a la calle sin acompañante masculino, se buscan solas el sustento, se emparejan con quien quieren, son valientes para defenderse en la vida sin tutelas…

Don Hugo: … y sobre todo no se avergüenzan nunca de ser mujeres

La voz inmensa de las sirenas

Don Víctor: Estaba releyendo «La Odisea» y me acordaba de una viñeta de los tintines que comprábamos a los niños. Era cuando Ulises ha de hacer frente a la «voz inmensa de las sirenas».

Don Hugo: Claro, don Víctor, seguro que recordó usted a la Castafiore.

Don Víctor: Repare usted en el adjetivo, don Hugo: ¡»Inmensa»!… en el inmenso escenario marino…

Don Hugo: Esa inmensidad hay que tomarla, a mi juicio, metafóricamente: es inmensa porque inmenso es el deseo que las sirenas suscitan e insondable el misterio que representan.

Don Víctor: ¡Vamos, como para atarse al mástil si uno no quiere ser imantado irremisiblemente!

Don Hugo: Yo creo que en el libro que estoy leyendo ahora, Stefan Zweig, sin pretenderlo, describe y define en qué consiste esta «inmensidad».

Don Víctor: ¿En qué obra, don Hugo? No recuerdo que tratara nunca este pasaje…

Don Hugo: No,  lo hace en un contexto muy diferente: un jovencito frágil e inexperto expresa lo que es la ambivalencia del deseo: por un lado, atracción desbocada y, por otro, temor a ser devorado.

Don Víctor: Por favor, don Hugo, si lo lleva ahí, léame usted cómo lo escribe.

Don Hugo: Dice: «»¿Acaso todo lo desconocido y maravilloso que ansiaba no estaba unido a las mujeres, no eran ellas las guardianas de todos los secretos, seductoras y promisorias, deseosas y deseadas a un tiempo?»

Anthony Quinn

Don Víctor: ¿Pero usted se ha enterado alguna vez del origen real de Anthony Quinn?, que lo mismo valía para hacer de moro que de esquimal, de griego, de mexicano, de comanche, de ruso…

Don Hugo: Su madre era mexicana. Él es mexicano. Ahora bien, sostiene que su padre, al que no conoció, era un irlandés enrolado en la revolución a las órdenes de Pancho Villa.

Don Víctor: Eso explica una pequeña parte, pero, don Hugo, dígame usted qué tiene que ver un griego con un esquimal, un mexicano con un árabe, un ruso con un apache.

Don Hugo: En todos los casos y bajo todos los disfraces, el personaje de Anthony Quinn es siempre vital y generoso…

Don Víctor: … primitivo, espontáneo y desinhibido…

Don Hugo: … sentimental e impulsivo…

Don Víctor: … violento y amigo de francachelas…

Don Hugo: … sensual y perezoso…

Don Víctor: … leal e insobornable…

Don Hugo: … fantasioso  y aventurero…

Don Víctor: … poseído de una ancestral sabiduría…

Don Hugo: … amén de trapacero.

Don Víctor: ¿Y eso representa por igual a un griego, a un esquimal, un mexicano, un ruso…?

Don Hugo: Eso, don Víctor, lo que representa es todo aquello que no es el público anglo-sajón a quien van destinadas sus películas.

La luna y los perros

Don Hugo: Si mueve los océanos, ¿cómo no ha de ejercer su influjo sobre las criaturas?

Don Víctor: Tengo observado que en las noches de luna llena, duermo muy mal. Por eso no he dudado en apuntarme a esta excursión, para disgusto de Julita.

Don Hugo: Bueno, don Víctor, pero espero que no le dé a usted por revelarse licántropo.

Don Víctor: No tema usted, don Hugo… si hay tal síndrome, lo acuso en el más leve grado… ¿Oye usted aullar a los perros?

Don Hugo: Esta noche no nos falta de nada. Echo de menos a Gaspard Friedrich en este paseo. En el caso del «hombre de los lobos», si bien se dé nocturnidad, Freud no establece relación alguna con la luna. Dicho esto, me resulta evidente, a partir del folklore, que el inconsciente colectivo liga a nuestro astro con los cánidos.

Don Víctor: ¡Pero qué Freud, don Hugo! Seguro que tiene usted leído lo que cuenta el Inca Garcilaso de cómo, ante el eclipse de luna, los indios atan y apalean a los perros para que aúllen y así el astro se compadezca de ellos y despierte de la enfermedad que la apaga.

Don Hugo: Es cierto. Creían además que la luna los estimaba por un servicio que en el pasado le hicieron.

Don Víctor: Si el día, con su fulgor solar, todo lo delimita, lo mide, lo explica, lo localiza…

Don Hugo: Entonces reina la divinidad racional, apolínea…

Don Víctor: … la noche, por el contrario, todo lo confunde, lo disfraza, lo oculta…

Don Hugo: Sí, reina otra divinidad que no es la nuestra y que sentimos como amenazante.

Don Víctor: La luna nos desorienta, como si quisiera reírse de nosotros y alejarnos de sus exclusivos dominios.

Don Hugo: No en vano los locos, los suicidas, los desesperados, los románticos acuden engañados al amparo de su frío manto de luz blanca…

Don Víctor: Esos chalados que usted menciona no dejan de ser la avanzadilla de nuestra especie que no se resigna ni siquiera a someterse a la ley del día y de la noche, que no quiere descansar nunca, que ya ha desterrado la oscuridad y sus astros de las ciudades y que no tardará en expulsarla del planeta entero.

Don Hugo: Todo eso está muy bien, don Víctor, pero volvamos a nuestros perros. Primitivamente, pertenecieron al reino de la noche. Domesticándolos, los volvimos diurnos, pero la luna les recuerda su origen…

Don Víctor: … y no cesa de reclamarlos a su luz espectral.

Don Hugo: Algo tiene la luna que no le deja a usted dormir, que extravía los pensamientos, que colapsa en el plenilunio las maternidades, que genera poemas sombríos, por mucho que queramos despreciarla con aquello que recoge Bécquer de «¡ladridos de perros a la luna!»

Estornudos

Don Víctor: ¡Aaatchús!

Don Hugo: ¡Jesús!…… ¡Aaatchís!

Don Víctor: God bless you!

Don Hugo: À vos souhaits… et à vos amours aussi!

Don Víctor: Salute! No se me vaya usted a poner malo, don Hugo, que ya estoy yo bastante delicado…

Don Hugo: ¡Que no vamos por ahí, don Víctor!… Fíjese usted en las cosas que hemos dicho. ¡Si es todo lo contrario! Nos sumamos a los buenos auspicios que trae el estornudo.

Don Víctor: ¡Es verdad, don Hugo, es lo que dicen las aves de Aristófanes, que un estornudo es un auspicio!

Don Hugo: Mucha guasa tenía el ateniense, pero Homero -que era más serio- bien que pondera el estornudo de Telémaco como presagio del castigo de los pretendientes…

Don Víctor: Por algo Temístocles zarpó lleno de confianza al encuentro de los persas tras el estornudo de un hoplita en plena arenga.

Don Hugo: Pues ¿y Jenofonte? Tan poco imaginativo como era, constata a lo largo de su retirada más de un caso al respecto.

Don Víctor: Pero si ni siquiera los sesudos ilustrados escaparon al influjo sobrenatural de los estornudos e incluso hacían por concitarlos con su amanerado rapé.

Don Hugo: ¡Qué frivolidad! Generándolos a voluntad, les privan del valor que tienen en un contexto de incertidumbre y ansiedad dramática.

Don Hugo: Cuando Prometeo crea al primer hombre, éste también estornuda pues ha de expulsar de su cuerpo la humedad excesiva ahora que el calor de la vida anima sus entrañas.

Don Víctor: Sí, sí, recuerdo que incluso le dijo entonces: «¡Que los dioses te favorezcan!»

Don Hugo: Lo cual abunda en nuestra tesis. Otro tanto habría ocurrido con la creación de Adán. Según los textos rabínicos, al soplo del Creador, nuestro primer padre reaccionó con el primer estornudo.

Don Víctor: Y qué desvalidos en cambio estamos nosotros, don Hugo, que en lugar de un estornudo, rompemos a llorar…

Don Hugo: Calle, calle, don Víctor, que hemos empezado muy bien estornudando los dos. La cosa está muy clara; la explicación psico-fisiológica la tiene dicha…

Don Víctor: No siga usted: ¡el doctor Freud!

Don Hugo: Esta vez, no. Me estaba refiriendo a Aristóteles, que penetra muy bien en el origen de esta relación entre la inspiración divina y el fenómeno físico: el estornudo adquiere su valor mágico desde el momento en que se genera en la cabeza, la parte más noble de nuestro cuerpo pues ahí reside el pensamiento divino.

Don Víctor: El estornudo no puede retenerse porque es voluntad divina; de ahí que sea valorado como sagrado y benéfico.

Cómicas

Don Hugo: Cada uno tenía que construir su personaje,  enervar incluso al público con sus cantilenas, sus amaneramientos y sus dengues, para crear su sitio en escena y hacerse imprescindible.

Don Víctor: Yo siempre vi con desazón a las mujeres que también abrazaban la carrera de cómicas, que fueron bien pocas.

Don Hugo: Desde que la mujer sube al escenario con la Commedia dell´Arte, es siempre bella, joven e inteligente. La fealdad, la vejez y la necedad son patrimonio exclusivo del hombre.

Don Víctor: Y fíjese usted en que, en el teatro de variedades, a los caracteres de aspecto ridículo, que se confían a hombres, siempre se les opone una mujer de tronío… pero llegamos a aquellas Mari Santpere, Gracita Morales, Lina Morgan…

Don Hugo: Sí, ¡son completamente diferentes!

Don Víctor: ¡Son grotescas!

Don Hugo: La Santpere, acromegálica, enorme, dotada de un vozarrón como de toro, con su untuosísimo acento catalán, va más allá de su sexo en sus interpretaciones.

Don Víctor: Eso es, don Hugo, ¡que deja de ser mujer!

Don Hugo: Gracita Morales, que sí que lo es y lo representa, se reduce a la insignificancia y lo cifra todo en su insistente voz de trompetilla. También así encontró su sitio.

Don Víctor: En el teatro de variedades hay también tontas, pero exhiben siempre un cuerpo esplendoroso, que cautiva al público masculino.

Don Hugo: Pues Lina Morgan lucía un tipito bien pinturero y una carita muy graciosa, pero también fue en lo grotesco donde encontró su verdadera oportunidad. Ella sí que habría valido para las variedades.

Don Víctor: Sí, si cultivó el género en su variante canónica, pero la vida, las empresas, el público la llevaron seguramente por otros derroteros más heterodoxos.

Don Hugo: Sí, don Víctor, porque mire usted que llega al colmo de lo esperpéntico…

Don Víctor: Son tres casos de valentía interpretativa: unas mujeres dispuestas a pasar por feas.

Don Hugo: Van contra la tradición y las convenciones teatrales.

Don Víctor: ¡Y en aquella España, que no en la de ahora!

Don Hugo: ¿Será nostalgia que me gusten ahora más que antes?