Naturalismo

Don Hugo: ¡Déjese usted, don Víctor, de pretendidos naturalismos! Más naturalista que Zola o que los Goncourt no hay nadie y, sin embargo, incluso cuando penetran en los ambientes más sórdidos, ¡cuánta más profundidad y cuánta trascendencia!

Don Víctor: Como que el Arte no es la realidad. Está en un nivel diferente y superior. Ha de estilizar, ha de depurar, ha de elaborar, ha de poner en pie toda una forma reconocible y reveladora.

Don Hugo: A mí me desagradan enormemente tantas películas actuales, que no se diferencian en nada de esos reportajes de la tele donde hacen hablar a gente anónima de los problemas de su barrio y se les entiende tan mal que tienen que ponerles subtítulos.

Don Víctor: Más que la dicción o la gramática… ¡lo que les falla a los pobres que están intentando explicarse, es el pensamiento!

Don Hugo: Ahí entra el artista, en este caso el cineasta… ¡Aquellos directores neorrealistas erigiéndose en intérpretes de las tribulaciones humanas, les daban forma estética, provistos de una visión de conjunto y de unos objetivos claros, conscientes además de los medios para alcanzarlos y de los obstáculos que hay que vencer…!

Don Víctor: Me pregunto yo, don Hugo, si no sería mayo del 68 el detonante de esta deriva… Las películas de antes, nos gustaban casi todas…

Don Hugo: Dolores opina lo mismo y lo tiene bien claro: ¡Iban todos muy bien vestidos!

Desperados

Don Hugo y don Víctor (cantando):» Valiente entre los valientes,

                                                                  su vida juega a la suerte.

                                                                  Ni le alsa pelos la muerte,

                                                                  ni el Diablo con más rasón«.

Don Víctor: Estos eran corridos de verdad y no los narcocorridos.

Don Hugo: Es que ya no hay héroes populares como aquéllos, que actuaban a pecho descubierto, poniendo siempre su vida al tablero.

Don Víctor: «Nasí despresiando la vida y la muerte», empezando por la suya propia, y no manejando a sus esbirros desde el seguro de un escondite.

Don Hugo: ¿Y aquello de… (cantando) «Tus hombres son machos y son cumplidores…»?

Don Hugo y don Víctor (cantando):       «… Valientes y ariscos y sostenedores,

                                                                        no admiten rivales en cosas de amores».

Don Víctor: Como don Juan, tampoco Juan Charrasqueado, «de las mujeres consentido», dejaba «en esos campos una flor».

Don Hugo: Es la lista de Don Giovanni, que también se atreve a tenérselas tiesas a la estatua del Comendador cuando ya le ha agarrado para llevárselo al Infierno.

Don Víctor: «Y como Cuauhtemoc, cuando estoy sufriendo,

                       en ves de rajarme, me aguanto y me río».

Don Hugo: ¡Ni que hubiera leído a Espronceda…! «Yo me he echado el alma atrás.

                                                                                            Juzgad si me dará un bledo

                                                                                            de Dios ni de Satanás».

Don Víctor: Por eso estos héroes mexicanos se permiten decir cosas como «Soy rey de los albures».

Don Hugo: Y mire que me dan envidia estos «desperados», capaces, en su desmesura trágica, de desafiar constantemente al Cielo y a la Tierra, a los dioses y a los hombres con sus leyes, de vivir al filo de…

Don Víctor: No me irá a decir usted, don Hugo, que, bajo ello, se esconde la necesidad inconsciente del hombre civilizado añorando, tanto en lo ontogenético como en lo filogenético, el período límbico de lo amoral?

Don Hugo: Déjelo, don Víctor… ¿Por qué no seguimos cantando?

Don Hugo y don Víctor (cantando): «Por caja quiero un sarape,

                                                                  por crus mis dobles cananas,

                                                                  y escriban sobre mi tumba,

                                                                  mi último adiós con mil balas»

Melindres

Don Hugo: Don Víctor, me temo que de  lo de Casa Ciriaco, nada… me ha dicho la médico que me quite de grasas, sal, azúcar y exceso de alcohol.

Don Víctor: ¿Y no le ha prohibido más que eso?

Don Hugo: Calle… déjeme pensar… a ver…

Don Víctor: ¿No ha reparado en los estragos del abuso de proteínas, la ingesta de las hortalizas transgénicas y las patatas momificadas, el trabajo titánico que para nuestras tripas supone la transformación de los dichosos hidratos de carbono en azúcares?…

Don Hugo: ¡Atiza! Si parece usted aquel físico, Pedro Recio de Tirteafuera, que, en la Ínsula Barataria, censuraba a Sancho cada uno de los alimentos que escogía sobre su paradisíaca mesa de Gobernador.

Don Víctor: Dice usted bien, don Hugo. Paraíso eran las mesas de antaño donde todos los platos, las frutas, los licores y los pasteles estaban juntos y al libre alcance de los comensales.

Don Hugo: ¡Aquello sí que era libertad y confianza en el juicio de cada uno!… aquél zafio y ansioso, ese otro liberal y exquisito, aquélla frugal y remilgada, esta otra parsimoniosa y sibarita, éste exoticista, el de más allá clásico y ordenado…

Don Víctor: … hasta que llegó la Ilustración, don Hugo, que lo convirtió todo en un manual escolar, con sus horarios, con sus medidas, con su orden y sus cadencias… y las mesas empezaron a volverse tristes…

Don Hugo: Como que a  la familia burguesa se le servía la sopa en una escudilla tasada, el plato de ración con la guarnición justa, y las habas siempre contadas. El dulce sólo al final y la botella, bien terciada.

Don Víctor: Y si acaso para el padre, un cordial y un buen habano.

Don Hugo: Además es que estoy pensando que, a este paso, no se va a poder comer ya nada. Con estos dietistas, es como si el pensamiento mágico de las fobias alimenticias infantiles -de que si «no como esto porque no  me gusta» ( y así me precavo de ya no sé qué mal augurio)-, con estos dietistas se hubiera hecho ciencia de todos esos temores irracionales y supercherías de evitación.

Don Víctor: La cuestión, en definitiva, es ser o no ser ortoréxico.

Don Hugo: ¿Sabe lo que le digo, don Víctor?… Que ahora mismo llamo a Casa Ciriaco y anulo la anulación de la reserva.

Pluriempleados

Don Víctor: Mi primo, el doctor Arregui, fue un pluriempleado.

Don Hugo: ¡Qué admirable aquella gente!… Ante lo magro de los salarios, ¡cuánto se multiplicaban para que no faltara lo indispensable a sus familias numerosas! ¡Si es que trabajaban como negros!

Don Víctor: Hombre, don Hugo, lo que es mi primo, como después de comer era médico en la EMT y, afortunadamente, apenas había accidentados, pues se tumbaba en la camilla del dispensario y, tras leer el diario «Ya» y fumarse su habano, se echaba unas siestas morrocotudas. Los practicantes tenían orden de no despertarle.

Don Hugo: Pues mire, don Víctor, aunque no estuvieran muy bien pagadas, sí que valían la pena aquellas siestas.

Don Víctor: Aún tenía mi primo sus quejas: una vez al año se procedía al reconocimiento de conductores y cobradores, y entonces el hombre, alzándose de la camilla, refunfuñaba: «¡Ay, qué trabajo!»

Miedo

Don Hugo: Crueldad, disimulo, audacia y una buena organización perfectamente jerarquizada…

Don Víctor: ¡Las tropas de Pizarro! ¡Pobre Imperio Inca!

Don Hugo: Pero, don Víctor, no me salga usted ahora con la Leyenda Negra, que le estoy hablando de las cualidades que tan temible hacen al lobo en nuestros pagos.

Don Víctor: Y sin embargo, ¡qué cualidades tan humanas!

Don Hugo: Usted lo ha dicho, don Víctor. Es un puro mecanismo de defensa: volcamos en el lobo, adjudicándoselo, cuanto nos incomoda y no queremos reconocer en nosotros mismos. En definitiva, una proyección inter-especies…

Don Víctor: … con la que elevamos a ese animal a la categoría de antagonista nuestro.

Don Hugo: Pero para ello tuvo que hundirse primero el Imperio Romano: el Estado desaparece, las ciudades se achican y abandonan, el mundo se ruraliza, se borran los caminos y se arruinan los puertos…

Don Víctor: … y entonces la Naturaleza avanza inexorablemente y el lobo acecha las aldeas.

Don Hugo: Claro, el bosque avanza, como en «Macbeth»…No en vano todo el folklore europeo se hace eco de este miedo y cifra en el lobo todos nuestros temores inconscientes más atávicos, que vuelven a pasar a un primer plano.

Don Víctor: El miedo al lobo es el miedo a la Naturaleza, a todo lo irracional…

Don Hugo: Ese miedo expresa el vértigo de regresar a la precariedad y a la indigencia prehistóricas: el hombre como animal débil y permanentemente en peligro…

Don Víctor: … sin que nada le brinde ya protección.

Don Hugo: Por algo, para describir el lado más oscuro de la naturaleza humana, Hobbes acuñó aquello de Homo homini lupus.

Don Víctor: Pues mire usted, don Hugo, yo me quedo con Gracián: que ojalá Hobbes estuviera en lo cierto porque es que, en realidad, Homo homini homo.

Promesa

Don Hugo: Don Víctor, ahora entiendo todo lo que usted me afirmaba del gótico en la catedral de Clermont-Ferrand.

Don Víctor: Éste es el efecto milagroso de la luz que justifica el improbabilísimo equilibrio de aquellas estructuras hechas de pilares y baquetones, de arbotantes, nervaduras y toda la plementería.

Don Hugo: Sin olvidarnos del horroroso arco ojival, ni de los antipáticos pináculos, que tanto recuerdan al cardo.

Don Víctor: Todo era necesario para que los muros se rasgaran en enormes vidrieras y entrara la luz transfigurada en la Jerusalén Celestial.

Don Hugo: Es cierto que la suma de la belleza estribaba en la luz para nuestros abuelos medievales.

Don Víctor: Por eso la catedral es como una linterna al revés, como un inmenso fanal que en lugar de emitir luz, la recoge quedando anegado en la deslumbrante claridad divina.

Don Hugo: Dios es luz. «Yo soy la luz del mundo», dice Cristo en san Juan. La luz es amor. Dios nos regala su belleza.

Don Víctor: Pero si en el fondo, don Hugo, siempre hemos sabido que la belleza…

Don Hugo: Calle, don Víctor, que le voy a citar a Stendhal, que lo dice en francés: «Le beau n´est que la promesse du bonheur».

Don Víctor: Ante eso ya no hay más que hablar.

Esenios

Don Víctor: ¡Vaya noche la del sábado! ¡Menos mal que al final se arregló todo y cada uno en su casa y Dios en la de todos!

Don Hugo: Sí, «ustedes por aquí y ustedes por allá».

Don Víctor: Y que no es la primera vez que Isidro Cuenca nos mete en estos berenjenales… ¡que el día menos pensado tenemos un disgusto!… Hay que controlar lo que bebe…Todo el mundo estaba muy alegre, pero Cuenca acaba siempre por buscar pendencia.

Don Hugo: «Ni comían carne ni bebían vino».

Don Víctor: Y siempre es lo mismo: llega la cuenta y todos queremos pagar. Eso tan extranjero de que cada uno pague parte… ¡ni por asomo!

Don Hugo: «Vivían en comunidad de bienes y así todo lo compartían».

Don Víctor: ¡Vaya modales!… Si incluso algunos ya llegaban a las manos…

Don Hugo: «Tenían prohibidas la ira y la discordia».

Don Víctor: ¡Qué vergüenza que, a nuestra edad, nos echaran del tablao como a unos hooligans!

Don Hugo: «Vivían tranquilamente».

Don Víctor: Y una vez fuera, ¡vaya escándalo!… Todos discutiendo a grito pelado…

Don Hugo: «Solamente les estaba permitido hablar uno tras otro».

Don Víctor: … como que llamaron a los guardias por incumplir la ordenanza de ruido.

Don Hugo: «Observaban la ley mosaica».

Don Víctor: Y cuando Cuenca le mandó a la mierda al policía…

Don Hugo: «En sábado ni siquiera hacían de vientre».

Don Víctor: Bueno, unas horas en la prevención y ya de madrugada, le soltaron, pero ¿a quién les tocó aguantar, de camino a su casa, todas sus blasfemias, improperios y bravuconadas?… Pues, ¿a quién va a ser?… A usted y a mí, don Hugo, que somos unos benditos.

Don Hugo: ¡Qué poco nos parecemos a los esenios, don Víctor. «Al amanecer rendían culto al Sol y proclamaban alabanzas a la luz pura».

Caritas

Don Víctor: Últimamente no hago más que darle vueltas a algunas cosas de Delacroix, de Baudelaire y de…

Don Hugo: ¿Viollet-Le-Duc?

Don Víctor: No, de Josep Pla.

Don Hugo: No siga usted, don Víctor… lo que le atormenta no puede ser sino una cuestión estética.

Don Víctor: En efecto, don Hugo. Me refiero a aquello de la vaguedad de los rostros juveniles, tan difíciles de capturar para el artista.

Don Hugo: ¡Qué duda cabe que las facciones maduras cinceladas por el sufrimiento y trabajadas por el inconsciente…

Don Víctor: Sí, el uno desde fuera y el otro desde dentro.

Don Hugo: … presentan líneas rotundamente gráficas, se estructuran en piezas bien definidas, se concretan en contornos y volúmenes mucho más precisos.

Don Víctor: Una especie de aura, un algo de indefinición, ese flou del que habla Baudelaire que a Pla le lleva a afirmar que no son todavía rostros.

Don Hugo: Y sin embargo es en ellos, en ese espejismo inestable, donde reside la belleza, donde van a buscarla los artistas.

Don Víctor: La belleza se acerca a lo perfecto, es decir a lo simple. ¡Qué paradoja que cueste tanto representar algo sencillo!

Don Hugo: Justamente ahí radica la dificultad: analizar un objeto complejo, descomponerlo en todos sus elementos y rehacerlos uno a uno es un camino prolijo, pero seguro para llegar a edificar su simulacro, pero ¿cómo conjurar esa belleza tan fugitiva… simple en sus partes, pero inaprehensible por ser una nebulosa de matices?

Don Víctor: He de incorporar aquí a Bécquer porque ahora me doy cuenta de que él también columbró el problema: «Yo soy un sueño, un imposible, / vano fantasma de niebla y luz…».

Don Víctor: A Miguel Ángel le pasaba que, golpeando el mármol en busca de su bella Idea, llegaba a detenerse sin haberla alcanzado, sabedor de que de continuar, no haría más que alejarse.

Don Víctor: Y bien cerca que la rondó con sus sugerentes inacabados… y los venecianos incluso lograron evocar las carnes jóvenes con su pintura abocetada.

Don Hugo: Los griegos acertaron a dar con ella en varias ocasiones, pero ¡qué esquiva se ha mostrado en casi todas las épocas!

Don Víctor: La belleza sabe metamorfosearse cuando uno cree haberla ya cazado, como en los relatos mitológicos…

Don Hugo: … o los cuentos infantiles. El folklore es el instrumento de expresión del inconsciente colectivo al que nada le pasa desapercibido… aunque la gente no le vea.

Don Víctor: Claro, ¡como que es inconsciente!

Prêt-à-porter

Don Víctor: Aunque fueran Picassos, ¿por qué no hay ya pintores?

Don Hugo: Pues por el mismo motivo que ya no hay sastres.

Don Víctor: No le veo la relación, don Hugo.

Don Hugo: Piense usted en los hermanos Carracci, en Tintoretto, en Maino, en…

Don Víctor: ¿Que son manieristas todos ellos?

Don Hugo: Sí, pero no va por ahí la cosa… Con el siguiente, lo va usted a adivinar: Andrea del Sarto.

Don Víctor: ¡El hijo del sastre!… ¡Ah, claro… y todos los otros también lo fueron!

Don Hugo: Indudablemente se trata de la sublimación cultural de una necesidad básica del hombre. Si el padre empezó por vestir al mono desnudo, el hijo crea un traje nuevo para un mundo nuevo.

Don Víctor: ¡Y todo nuevo!… con una naturaleza pródiga en loci amoeni y con ciudades ideales jamás edificadas.

Don Hugo: En definitiva, don Víctor, lo de siempre: Edipo matando al padre.

Don Víctor: Ahora bien, don Hugo, según todo esto, ¿cómo se entiende entonces el caso de los Fortuny, que a tan virtuoso pintor sucediera un diseñador de moda?

Don Hugo: Bueno, pues… decayendo un poquito, en términos artísticos; y, en términos psico-dinámicos, resucitando al padre primigenio asesinado, al reincorporarlo en forma de sentimiento de culpa que acaba por dominar la conciencia. Entiéndame, don Víctor, «yo expío mi falta identificándome con el padre ausente – eliminado por mí mismo – y acabando por darle vida de nuevo en mí». Creo que le habrá quedado claro…

Don Víctor: Sin duda, sin duda… pero repare usted, don Hugo, en que los pintores los primeros, pero también los sastres con sus patrones, los canteros que acaban llegando a maestros de obras y bosquejando las trazas de las catedrales… todos expresan sus ideas en el dibujo.

Don Hugo: Claro, y ahora ya nadie dibuja…

Don Víctor: … y acabaremos todos hechos unos prêt-à-porter.

Tres trinidades

Don Hugo: ¡Es otra trinidad, don Víctor!

Don Víctor: Hombre, don Hugo, no se ponga usted blasfemo. La otra trinidad, la diabólica, bien la aprendimos usted y yo, que es «Mundo, Demonio y Carne».

Don Hugo: Pues lo mismo pasa con la Salud, el Dinero y el Amor. La canción tiene razón. Es la trinidad de la felicidad terrenal.

Don Víctor: No me compare usted el dinero con el amor ni me desprecie tantos idilios que salvaron las diferencias de fortuna.

Don Hugo: Mire, don Víctor, «donde no hay harina, todo es mohína», y por los pocos romances morganáticos que usted señala, cuántas historias de amores sinceros no truncó la miseria, tal y como señala nuestro bohemio…

Don Víctor: ¿Carrere?

Don Hugo: No, Gómez Carrillo.

Don Víctor: Puede que tenga usted razón… siempre recelé de esa, a pesar de todo inexplicable, separación entre Tristán e Iseo justo cuando vivían miserablemente en la floresta del Morois.

Don Hugo: ¡No se lo decía yo, don Víctor!

Don Víctor: En cuanto a la relación entre salud y dinero, la cosa es de una claridad meridiana: si antaño el hambre marcaba la diferencia, hoy en día el privilegio está en los carísimos y exclusivos centros de salud a la última.

Don Hugo: Aunque sea  bien cierto que los médicos de tiempos pretéritos, sólo disponibles para los ricos, eran auténticos matasanos que aceleraban la muerte del paciente, no lo es menos que aquellos jovencitos adinerados del Trecento pudieron sobrevivir entre amenos juegos y relatos en las villas toscanas, alejados de la pestilente Florencia.

Don Víctor: Muy bien, muy bien… ¡la tercera! ¡Morir de amor! Si es que incluso el amor mata. Ya lo dice el buen abad de la Dolorosa, que «el amor es un veneno de un poder fatal»… ¡cuando nos falta!

Don Hugo: Bueno, don Víctor, zanjemos la cuestión, que ya hemos llegado a Cándido. ¿Se acuerda usted del doctor Barnard que, cuando vino a España, le trajeron aquí como hacían con todas las celebridades?

Don Víctor: ¡Sí, hombre, el doctor Barnard!, ¡el de los trasplantes!

Don Hugo: Me hizo mucha gracia que dijera en una entrevista, hablando de aquella mujer tan joven y tan guapa que tenía: «No hay más que ver a mi mujer en bikini para darse cuenta de que goza de perfecta salud!»

Don Víctor: Sí señor, ¡a eso se llama salud, dinero y amor!