Bizancio

Don Hugo: Todo esto deja atrás muchos de los presupuestos clásicos. Es cierto que el Imperio había derivado hacia una progresiva orientalización, pero aquí no hubo nunca ruptura.

Don Víctor: Sí, sí, se evolucionaba con naturalidad e incluso se seguía progresando en muchas cosas… Si no le da vértigo, don Hugo, mire usted hacia arriba y vaya siguiendo cada una de las inmensas oquedades que se van escalonando de bóveda en bóveda hasta la cúpula.

Don Hugo: Es como un firmamento inconmensurable y agitado por una expansión indefinida…

Don Víctor: La cúpula flota sobre el anillo de luces perforadas en su contorno, que hacen brillar millones de teselas titilantes.

Don Hugo: Qué milagro que cuando alrededor del Impero Oriental todo se venía abajo y se ensombrecía, esta civilización se mantuviera a flote y deslumbrara por siglos…

Don Víctor: ¡Casi otros mil años!

Don Hugo: … a todos los pueblos vecinos y lejanos.

Don Víctor: ¡Y que aquello tan bonito tuviera al final que desaparecer!

Don Hugo: Pero, don Víctor, si se está usted poniendo pálido. Hombre, que eso es agua pasada… Consuélese, que por lo menos pudimos salvar Italia.

Don Víctor: Si no es eso, don Hugo, no es eso, si es que me siento como abducido hacia las alturas y me está entrando un vértigo, que estoy a punto de perder el sentido.

Don Hugo: Usted, tranquilo y con los pies en el suelo, que yo le sujeto.

Fealdades

Don Víctor: Pues, este verano, uno de mis hijos se ha ido a Tailandia con toda la familia y la chica con la suya a la Isla Mauricio.

Don Hugo: Pues los míos, ¡otro tanto! El arquitecto, con los suyos, a las Seychelles, y la niña, con el marido y el hijito, a Cancún. Si nos llaman a su madre y a mí aburridos y todo, sólo porque hemos estado en la Umbria.

Don Víctor: ¿Y qué se le puede haber perdido a un hijo nuestro en Tailandia, que sea mejor que los frescos de Simone Martini en Montefalco, allí cerca de Foligno?

Don Hugo: Pues unos cuantos horrores prolijos y abigarrados de mil colores que no casan y que no sabe uno si es la última ocurrencia de un millonario que empezó hace quince años como chico de los recados o un templo ancestral de una remota civilización de la que no sabemos nada.

Don Víctor: Es verdad, ¿qué les pueden decir esas cosas? Todo parece barato y falso, de cartón piedra, como en un parque de atracciones.

Don Hugo: Son los tiempos, don Víctor. Nosotros seríamos como ellos si ahora mismo tuviéramos su edad.

Don Víctor: Yo nunca me movería por gusto fuera del limes romano, la verdad. Si es que lo tiene todo… ¡hasta Egipto!

Don Hugo: ¿Y además, en esos países estrambóticos, de qué se puede hablar con la gente?

Don Víctor: Y además, don Hugo, ¡las cosas que le darán a uno de comer!

Don Hugo: Pero lo que llevo peor es lo del arte… ¡Qué feo, Dios mío! Es tal como aquella frase de Balzac… A ver cómo era… ¡Ah, sí! «Invenciones de un pueblo que, cansado de lo bello -siempre unitario- encuentra inefables placeres en  la infinita variedad de las fealdades».

Nombre de pila

Don Hugo: Vienen Isidro Cuenca, Lopetegui…

Don Víctor: ¿Lopetegui?

Don Hugo: Claro, si está ya muchísimo mejor, gracias a Dios… y también viene Planes.

Don Víctor: ¡Hombre, qué alegría!… Hacía años que no honraba la capital con su presencia.

Don Hugo: Está contentísimo… pero, don Víctor, ¿a que no sabe usted a nombre de quién hemos hecho la reserva?

Don Víctor: Está clarísimo: ¡a nombre del Doctor Planes-Bellmunt, premio Príncipe de Asturias!

Don Hugo: No, si la reservé yo… pero cuando iba a decir mi apellido, la señorita me cortó, asegurándome que con «Hugo» bastaba.

Don Víctor: Yo también soy sólo «Víctor» cuando invito a mis hijos en el Starbucks…

Don Hugo: Yo creo, don Víctor, que la culpa es de José Antonio.

Don Víctor: ¿Primo de Rivera?

Don Hugo: ¡Precisamente! Como el padre agotó el apellido, al hijo sólo le quedó el nombre.

Don Víctor: Hombre, don Hugo, como mal heredado, la cosa queda algo lejos…

Don Hugo: Es cierto que entre José Antonio y Felipe median cincuenta años de políticos con apellido.

Don Víctor: Sí, claro, pero también es verdad que aunque ni usted ni yo nunca dijéramos «Federico», sí que nos apeábamos al «Ramón» y al «Juan Ramón».

Don Hugo: Es verdad… Bien mirado, esto de no tener apellido ha de responder a un afán de rebeldía por parte del joven: yo soy yo, yo solo, sin gremio ni cuerpo, ni gens… ¡como Napoleón!

Don Víctor: Eso antes de que se colara por detrás toda la caterva corsa de los Bonaparte.

Don Hugo: ¡Y qué bien rima el joven héroe con el tuteo revolucionario!

Don Víctor: Vamos, que cuando entremos en el restaurante, lo a gusto que se va a quedar usted después de proclamar en voz alta como un tribuno de la plebe: «Tenemos mesa reservada a nombre de Hugo!»

Pipas

Don Hugo: ¿Ve, don Víctor?… ¡Aquí han estado unos españoles!

Don Víctor: No me diga, don Hugo. ¿Cómo sabe que no eran extranjeros?

Don Hugo: Observe; no hace falta que se agache usted para reconocer estos montículos-testaccio.

Don Víctor: Lo admito: está «testada» la presencia de rumiantes hispánicos.

Don Hugo: Qué duda cabe que las pipas son el pienso que nos distingue en Europa…

Don Víctor: … con tanta indiscreción que Sherlock Holmes podría deducir de cada montón el sexo, la edad, la complexión física, el origen social y el tiempo que han pasado los comensales en este banco.

Don Hugo: La nacionalidad la habría deducido el mismo Watson por el desprecio de la papelera y de los que vengan detrás.

Don Víctor: Y lo peor es ver la escena: escupitajo va, escupitajo viene… y venga dedos metidos en la boca…

Don Hugo: ¡Qué escena tan primitiva!… y no se me soliviante, don Víctor, que por esta vez no le sacaré a Freud.

Don Víctor: Incluso más que de primitivismo, yo hablaría de un bienestar primigenio que nos asemeja al animal satisfecho en situación reposada, rumiando o comiendo tranquilamente, sin necesidad de pensar en nada y menos de hablar.

Don Hugo: Hay otro pueblo primitivo que ha encontrado otro placebo oral, y por tanto infantil, que es sublimación de la succión del lactante…

Don Víctor: Pare, don Hugo, que para hablarme de los americanos y su chicle no hace falta que nos echemos al monte.

Fauvistas

Don Víctor: Desde luego aquellos jovencitos no se paraban a pensar demasiado.

Don Hugo: Al contrario, don Víctor, lo suyo es pura impaciencia, un manotazo sobre la mesa ¡y ya está!

Don Víctor: Todo queda desplegado al primer golpe de vista: inútil buscar más allá.

Don Hugo: ¿Que el cuadro es plano? ¡Pues pinto plano!… Zonas de color planas, yuxtapuestas de manera que contrasten y unos esbozos de lo más somero para darnos idea de dónde estamos.

Don Víctor: El caso es que uno se planta delante de un cuadro de Dufy y, como por ensalmo, siente la brisa mediterránea en una ciudad de la Costa Azul, muy Belle Époque.

Don Hugo: Todo es de repente y sin saber cómo, igual que el teatro de entonces: ¿quién aguantaba ya las reflexiones de las obras de tesis? ¡A las variedades! Números rápidos que se suceden dejándonos sin aliento: la cupletista, el lanzador de puñales, el mimo, el imitador, los contorsionistas, el mago, el caricato…

Don Víctor: ¡Habían descubierto la prisa! Los bárbaros fauvistas batían el récord de la velocidad: tres colores, veinte brochazos y ¡hale, por el siguiente cuadro!

Don Hugo: Se ve que iban baratos y no daban mucho margen.

Don Víctor: ¿Y no le parece a usted, don Hugo, que el padre de todos ellos, Matisse, era todo lo contrario? ¿No tituló uno de sus cuadros con aquello de Baudelaire, «luxe, calme  et volupté»?

No eran cantos de sirena

Don Víctor: Pero, don Hugo, ¿usted melancólico?

Don Hugo: No sé lo quería decir, don Víctor, pero de un tiempo a esta parte, y cada vez con más frecuencia, siento una opresión sobre el estómago y una emoción que me pone al borde de las lágrimas…

Don Víctor: ¿Le ocurre, quizás, después de contar recuerdos de su infancia o de ver viejas fotografías?

Don Hugo: No cabe la menor duda de que se trata una somatización como respuesta psico-orgánica ante estímulos de tipo afectivo muy intensos.

Don Víctor: Tal vez, don Hugo, le ocurra como a mí, que cuando intento clasificar viejas postales, escritas por seres queridos que ya murieron, me toma un desasosiego que me hace abandonar una tarea que, por otra parte, nunca acabaré.

Don Hugo: Más que de palabra escrita, yo hablaría de la palabra viva, los sentidos acentos que vibran en el aire.

Don Víctor: ¿No habrá empezado usted a oír voces, don Hugo?

Don Hugo: Don Víctor, eso no he dejado de hacerlo en toda mi vida. ¿Se acuerda de lo que disfrutamos el jueves pasado, escuchando aquellas Arie Antiche?… Pues cuando usted se marchó, me quedé tan derrotado que esa noche no puede ni cenar.

Don Víctor: Es lo que usted llamaría «depresión post-Kraus».

Don Hugo: Alfredo Kraus, en efecto, aunque no sea el único… ¡Qué a salvo nos creíamos, acompañándole en sus anhelos insensatos, en sus estallidos despechados, en sus amores sin esperanza, en la ironía trágica de sus idilios, incluso en sus suicidios de interminable agonía!… Y después, ¡a cenar opíparamente, a comentar la función y a dormir tranquilamente cada uno en su casa!

Don Víctor: Para eso sirve la ópera: nos permite llorar por lo que no nos ocurre…

Don Hugo: ¡Afectos vicarios!

Don Víctor: … emprender aventuras sin correr riesgos…

Don Hugo: ¡Omnipotencia de las ideas!

Don Víctor: … fracasar estrepitosamente sin pagar los platos rotos…

Don Hugo: ¡Proyección pura!

Don Víctor: Fíjese usted, don Hugo, en cómo el mismo Kraus alababa la melancolía contenida en el canto de Pertile, cuyos discos oía en casa, de niño. Y nosotros, que nos creíamos tan listos como Ulises, hemos recibido una y otra vez en el corazón los mismos dardos de muerte.

Don Hugo: Y ya no podemos librarnos… ¡El Thanatos freudiano!

Herreros en la checa

Don Víctor: Espere, don Hugo, a ver si lo encuentro… que trae hoy el periódico una viñeta antigua de aquéllas de Enrique Herreros. ¿Lo recuerda usted?

Don Hugo: Hombre, claro, pero si mi padre compartió checa con él durante algunos días…

Don Víctor: ¿Su padre?… pero ¿no era de la UGT?

Don Hugo: Claro, pero como estaba entonces empleado en una empresa cinematográfica alemana, pues le colgaron automáticamente el sambenito de nacionalsocialista… bien, a lo que iba, que este Herreros era tan salao en el trato como sus dibujos.

Don Víctor: ¡Vamos, que se pasó el tiempo contándoles chistes!

Don Hugo: Debido al cerco, en Madrid sólo comíamos las píldoras del Doctor Negrín.

Don Víctor: Sí, claro, aquellas «lentejas con carne»… de gusano.

Don Hugo: Las mismas… y ya sabe usted, don Víctor, lo escandalosas que son las legumbres… y más en un dormitorio colectivo.

Don Víctor: Imagino el concierto…

Don Hugo: Como Herreros era el más veterano allí, cada vez que sonaba la fanfarria, compadecido de los reclusos recién llegados, gritaba: «¿Qué dirán los nuevos?»

¡Al marketing, al marketing!

Don Hugo: ¡Pues no va Isidro Cuenca y me devuelve el libro que le regalé por su cumpleaños!

Don Víctor: ¿No sería «Sueño y mito» de Karl Abraham?… Hombre, don Hugo, conociendo a Cuenca, debería haberme consultado antes…

Don Hugo: No, no, ése se lo regalé a usted. A Cuenca le elegí una antología de críticas taurinas de Cañabate, que antes bien que le gustaban los toros…

Don Víctor: ¡Pero si sabe usted perfectamente que se ha vuelto animalista!

Don Hugo: Un animal es lo que se ha vuelto, si es que no lo era ya, de mucho antes. Me espetó que era ilegible, que no había entendido ni una palabra, que vaya vocabulario y que últimamente ya no lee nada salvo lo que se escribe en el siglo XXI, que todo lo demás está obsoleto… Pues se lo he traído a usted, don Víctor, que sé que le va a gustar.

Don Víctor: Hombre, ¡aquí está!… aquel triunfo de Domingo Ortega en Barcelona. «El toro, como bravo que era, se creció en el castigo»… ¿Cómo demonios querría Cuenca que se dijera esto?…

Don Hugo: «El toro mostró resiliencia».

Don Víctor: «En su segundo, el de Borox cargó la suerte como sólo él sabe hacerlo»… ¿Y esto?…

Don Hugo: «Domingo Ortega se posicionó».

Don Víctor: ¡Caramba…! prosigamos: «El segundo astado, un auténtico marrajo, creó muchos problemas a la cuadrilla».

Don Hugo: «La conducta del segundo toro fue disruptiva».

Don Víctor: ¿A que no puede usted con ésta: «Ante semejante alimaña, el diestro hubo de recurrir a su probada intuición, anticipando los gañafones de la descompuesta embestida del Saltillo que cada vez desarrollaba más sentido hasta doctorarse en Latín por Salamanca»?

Don Hugo: «Domingo Ortega tuvo un comportamiento proactivo».

Don Víctor: ¡Vaya puyazos tan en su sitio que está usted dando, don Hugo!

Don Hugo: ¡Otra, otra, don Víctor…! Se van a enterar Cuenca y su prosa del siglo XXI!

Don Víctor: «Flaqueaba ya el cornúpeta y, para que no se le rajara, el Cebollero de Borox le daba prudentes respiros entre tanda y tanda de naturales».

Don Hugo: «No dudó Domingo Ortega en empoderar al toro».

Don Víctor: Acabemos antes de que nos suene el primer aviso. La última ya: «Supo rematar la faena con una soberbia estocada».

Don Hugo: «Implementó»                         

Pisa

Don Hugo: Me llama mucho la atención que estas iglesias italianas renuncien a plantar un par de torres idénticas a ambos lados de la portada principal… como hacen en Francia.

Don Víctor: Sí, y que luego el siguiente obispo, que tiene que continuar pagando las obras, se conforme con una y la fachada quede coja… ¿Qué falta hacen dos campanarios?

Don Hugo: Sí, pero eso de poner uno solo, apartado el pobre, como si estuviera castigado, y sin tener donde apoyarse, que al final se tuerce y todo…

Don Víctor: ¿Y dónde adosa usted el campanario que no rompa la simetría y que no mate la noble armonía de la nave que es la iglesia, apaisada como un templo griego?

Don Hugo: Entonces, don Víctor, ¿cada cosa por su lado? Aquí el battistero, más allá el camposanto, del otro lado el campanile y la basílica por medio…

Don Víctor: Pues sí, efectivamente, don Hugo; intente usted contemplarlo todo desde arriba.  Vuele con la imaginación. .. y verá, tal y como Dios la ve, esa inmaculada pradera de Pisa…

Don Hugo: ¡Si parece un campo de fútbol de Primera División!

Don Víctor: Y esos edificios, refulgentes de mármol, cada uno distinto y más perfecto que el otro, que parecen descendidos del Cielo y posados sin peso sobre el césped… ¿no es esto la Ciudad de Dios?

Don Hugo: Por eso en Pisa ¡se introduce uno en el mismo Paraíso Celestial!.. Ahora lo comprendo todo, don Víctor. Tiene usted razón.

Der Traum

Don Víctor: … y le quería preguntar a usted, don Hugo, que tanto se interesa por estas cosas ,¿qué tendrá mi gato, que sueña tanto? No sabía yo que los animales soñaran…

Don Hugo: La cosa está meridianamente clara, don Víctor: toda existencia de mamífero entraña sufrimiento y el sueño, como bien sabe usted, ejerce siempre una función compensatoria: nos da lo que la vida nos hurta y realiza nuestros deseos frustrados. ¿O es que acaso un gato no tiene deseos?

Don Víctor: Ya me habló usted de eso en alguna ocasión, pero entonces ¿cómo es que hay gente que no sueña?

Don Hugo: ¡Imposible! Si no soñáramos, enloqueceríamos pues el sueño es una imprescindible válvula de escape de nuestros sentimientos y afectos más reprimidos por la vida en sociedad y por la cultura.

Don Víctor: Claro, eso es lo que le pasa al pobre Macbeth cuando ya es incapaz de dormir.

Don Hugo: En efecto, cuando, tras el regicidio que acaba de cometer, oye esa voz que le dice que no dormirá ya nunca más, el mismo Macbeth se lamenta de que el «innocent sleep», que es «balm of hurt minds», lo haya abandonado para siempre. ¡Desdichado Macbeth!… Al no dormir, no puede soñar y por tanto no puede reequilibrar la relación de fuerza entre consciente e inconsciente…

Don Víctor: ¡Seguro que en eso mismo estaba pensando Shakespeare…!

Don Hugo: Es más, don Víctor, si no soñáramos, nos retrotraeríamos al dinosaurio.

Don Víctor: Yo tenía un primo… ya le hablé hablado de él… José Antonio, que murió el año pasado… que me dijo una vez, cuando éramos críos: «¡Yo no sueño nunca!»