Bacalao

Don Hugo: ¿Dice usted que el segundo?

Don Víctor: Después del Japón, el segundo mayor consumidor de pescado del mundo.

Don Hugo: Bien se conoce que hemos llevado siempre muy a rajatabla eso de la vigilia.

Don Víctor: Los siglos que nos habrá tomado distinguir el bor bor del pil pil.

Don Hugo: ¿Bor bor con el bacalao? ¡Nunca, hombre, que se arrebata!.. Pero no queda ahí la cosa, ¡quia!… Piense usted en la esqueixada.

Don Víctor: ¡Y en los soldaditos de Pavía que hacen en casa!

Don Hugo: Sí, sí, don Víctor, pero cuando nos endilgaban, de chicos, la cucharada de aceite de bacalao para que creciéramos sanos…

Don Víctor: ¡No me lo recuerde usted, don Hugo!, entonces pensaba yo que más valía quedarse canijo.

Don Hugo: El otro día, esperando el metro en Goya, reparé en ese capricho titulado «Hasta la muerte».

Don Víctor: Ah sí, esa vieja, más seca que un bacalao, empolvándose para seducir a los jovenzuelos que se mofan por detrás.

Don Hugo: A lo que iba, don Víctor, que esos polvos serían de harina de bacalao

 Don Víctor: … los que gastaban en la época.

Don Hugo: Vamos, como para darle un beso…

Don Víctor: Lo que le pasó a aquel aduanero que, no sabiendo qué concepto aplicar a una momia egipcia de importación, la probó con el dedo y, como le supo a bacalao, le aplicó el arancel de aquella pesca.

Don Hugo: Qué gracioso ese chiste del final de «Las de Villadiego», cuando hablando del tiempo que hace en Escocia, dice aquel personaje que a los cinco minutos de salir uno a la calle, ya «va calao».

Don Víctor: «¿Bacalao? ¡Entonces no hay duda de que es de Escocia!»

Don Hugo: Pero, bueno, don Víctor, a mí no me la da usted. «Te conozco, bacalao, aunque vengas disfrazao». Usted no me ha traído a Revuelta a las diez y media de la mañana a ilustrarme con su proverbial erudición.

Don Víctor: Calle, don Hugo… ¡Camarero, dos cañas y dos pinchos de bacalao!

Don Hugo: ¡El mejor del Foro!                                                                                                 

El sueño de la razón produce monstruos

Don Víctor: Para mí que se lo tuvo que escuchar a Jovellanos en alguna tertulia, y se dijo: “¡Ya tengo frase para la portada de mis Caprichos!”

Don Hugo: ¿Y usted cree que de verdad entendió el sentido que tuviere?

Don Víctor: Caben dos interpretaciones al respecto, don Hugo. Una, que cuando la razón se nubla, emergen de la oscuridad monstruosas criaturas como los más bajos instintos, la irracionalidad, la locura, el crimen, la superstición y el horror.

Don Hugo: En definitiva, ¡el inconsciente!… que nos lleva a la segunda hipótesis. A ver qué le parece: la razón es la base de la civilización; ésta, indefectiblemente, al reprimir nuestros instintos animales, nos condena a la infelicidad. Sólo el arte, permitiendo la expresión, eso sí sublimada y apolínea, de ese inconsciente, nos restituye a un cierto equilibrio y nos brinda una relativa felicidad.

Don Víctor: Entonces, esos monstruos …  ¿son los que hacen posible el arte?

Don Hugo: En cualquier caso, el arte más genuino de Goya.

Don Víctor: Según la tesis número uno, Goya comulgaría con el pensamiento ilustrado y sus sombras y caprichos son denuncias de todo cuanto se trata de abolir; pero según la segunda, Goya, al dar entrada a lo grotesco para fecundar el arte, inaugura el Romanticismo.

Don Hugo: Entonces, don Víctor, Neoclasicismo y Romanticismo, en lugar de sucederse, ¡no fueron sino gemelos heterocigóticos!

La canción del pirata

Don Hugo: “Y si muero, ¿qué es la vida? / Por perdida ya la di / Cuando el yugo del esclavo / Como un bravo sacudí”.

Don Víctor: Qué duda cabe que se trata del manifiesto poético fundacional del bandolerismo. Hubo que esperar al Romanticismo para alumbrarlo por más que, previamente, hubiera habido siempre bandidos.

Don Hugo (cantando): “Y aunque me cueste la vida / Mi suerte ya echada está / Y si la tengo perdida / Al cabo qué más me daaaaaa. / La ley me echó a los caminos / Y en ellos la ley soy yo. / Así lo quiso el destino, / Por eso bandido soy”.

Don Víctor: Sí, claro, la culpa la tienen siempre los demás; en este caso, el destino…

Don Hugo (cantando): “Me gustan los peligros / Y juego con la muerte”.

Don Víctor: ¿No habla luego el corrido de la soledad de ese desesperado?

Don Hugo: Sí, (cantando:) “Llevando la amargura / De estar solo en el mundo”… Claro, don Víctor, qué enorme poder y qué libertad no les otorgarán la ausencia de preocupación por la propia vida. Todo está ya a nuestro alcance… Uno es un Don Juan: mato al comendador, burlo a su hija, a otra la fuerzo, gano al juego con trampas, ¡me río de Dios y del Diablo!, a aquél lo amedrento, al otro lo compro y a todos espanto.

Don Víctor: Don Hugo, ¿cómo era aquello tan atinado que me citó usted de Montaigne?

Don Hugo: “Quienquiera que traiga su propia aborrecida, será siempre dueño de la del prójimo”.

Don Víctor: En definitiva, todo se encierra en aquello de “Condenado estoy a muerte / ¡Yo me río!”

Gordos

Don Víctor: Fíjese, don Hugo… este Ferrera qué distinto es de Manolete o Luis Miguel, que eran tan delgaditos…

Don Hugo: Sí, basta ver el aspecto físico de los españoles en las fotos para darse cuenta de cómo hemos engordado. Fíjese lo que dice el ABC, que somos el segundo país con más gordos de Europa…

Don Víctor: Mire que nos reíamos hace pocos años de los americanos con sus polícías gordos, sus jueces gordos, sus enfermeros gordos…

Don Hugo: Sí, y también de los alemanes, que si sólo sabían comer salchichas y que cocinaban con manteca…

Don Víctor: Nosotros nos creíamos a salvo con nuestra dieta mediterránea, que era como aquello de hablar en prosa sin saberlo… ¡lo que habíamos comido toda la vida!

Don Hugo: Y seguimos complaciéndonos como tontos con esa maravillosa dieta y, sin embargo, nos hemos vuelto gordos sin darnos cuenta…

Don Víctor: Bueno, y aunque no nos sirva de consuelo, se puede saber quién es el país que nos gana.

Don Hugo: El Reino Unido, pero no se preocupe, don Víctor, que estamos a punto de alcanzarlos.

Don Víctor: Sí, don Hugo, aunque con esto del Brexit, nos volverán a sacar ventaja…

Don Hugo: ¡Qué dice, don Víctor!, ¿no ve usted que así pasamos a ser los primeros de la Unión Europea?

Don Víctor: ¡Qué visión de futuro la de Álvarez del Manzano cuando compró aquellas esculturas de Botero para instalarlas en el Paseo de la Castellana! Hemos acabado pareciéndonos a esos modelos.

Don Hugo: Como le ocurriera a Gertrude Stein con los Picassos.

Nunca, nunca volverá

Don Víctor y don Hugo (cantando): “Las penas, ¡ah!, muy lejos están, / Pero el encanto de aquel momento / En que os jurasteis amor eterno / Nunca, nunca volverá”

Don Víctor: Esto es casi como lo que dijo mi primo José Antonio cuando, al acabar el banquete nupcial y retirándose ya con su flamante esposa a la suite del María Cristina, se dio media vuelta y, casi llorando, nos espetó: “¡Qué bonito ha sido todo!… Nunca, nunca volverá un momento así…”

Don Hugo: ¡Atiza, si estoy por aplaudir! Por lo que sé de su primo, condensó en ese sentimiento toda su capacidad sensitiva.

Don Víctor: Debieron de inspirarle los dioses… pero ¿qué tienen esos momentos climáticos que en sí mismos llevan ya la nostalgia de la pérdida?

Don Hugo: Me viene a la memoria ese psicólogo holandés…

Don Víctor: ¿Quién, don Hugo, el psicólogo capicúa?

Don Hugo: No, Staats, ese conductista radical, no… otro, otro… cuyo nombre se me escapa ahora… Bueno, afirma que eso del “llorar de alegría” es una falsedad. Sólo podemos llorar por tristeza; lo que ocurre es que en ciertos momentos de felicidad, inevitablemente evocamos el pasado acerbo o las penas por venir, y eso es lo que genera nuestras lágrimas, en un claro ejemplo de relación estímulo – respuesta.

Don Víctor: A lo mejor mi primo estaría de acuerdo… En todo caso, se trata de esos momentos de eternidad, como por ejemplo -¿recuerda usted?- lo que nos dijo Fava de que la risa nos hace eternos, si bien, paradójicamente, se trate de una eternidad efímera, que hay que renovar periódicamente.

Don Hugo: Otro tanto ocurre con el triunfo de un torero. Durante la lidia, nos extrae a los mortales de las coordenadas espacio-temporales y nos traslada a un mundo mítico. Durante su triunfo, se convierte en familiar de los dioses.

Don Víctor: Es el regalo que nos hace todo buen arte, ya sea pintura, ya sea escultura, ya sea música, ya sea poesía.

Don Hugo: Ahora bien, reconózcame usted, don Víctor, que una vez más haya que citar a Freud…  Como todo es reductible a la líbido, todo comportamiento artístico no puede ser más que sublimación del orgasmo y por ello, tras de él, pero incluso quizás ya dentro de él, en germen, se agazapa, acechante, la melancolía. Post coitum homo tristis est.

Don Víctor: Pero, aunque Freud lo recoja, ¿no se trata de un aforismo de Galeno?

Don Hugo: Ni de Galeno ni de Aristóteles, como afirman algunos, sino, como mucho, de Constantino el Africano. Don Víctor: ¡Ah!                                                                                                                     

Don Hugo: Pero a mí la morcilla que siempre me ha encantado es aquélla de Miguel Ligero como don Hilarión. Dice el personaje, viendo bailar a la Casta y a la Susana: “¡Ay, quién tuviera veinte abriles… y lo pasao, pasao!” Añade luego Ligero, o sea el actor: “Bueno, pa pasaos, ¡yo!”

Don Víctor: Y cuánto han estorbado viejos como él en medio de las comedias, que son trasunto de la vida.

Don Hugo: En el fondo, don Víctor, estos viejos barboni, estos don Bartolo, son unos infelices, a los que indefectiblemente burlarán los jóvenes, con la ayuda de un Escapín, que no deja de ser un diablillo primaveral cuya misión es la regeneración de la vida.

Don Víctor: Sí, pero esos pobrecicos infelices no hacen más que contagiar su infelicidad a aquéllos a los que envidian: los jóvenes.

Don Hugo: Se me viene a la memoria lo que afirma Freud respecto al enfermo de sífilis, que, inconscientemente, busca infectar  a los demás.

Don Víctor: Sí, sí, don Hugo, lo malo de todo esto es que la comedia, en su recreación idealizada, conjura el peligro, mientras que, por desgracia, en la realidad a menudo se impone la prepotencia del viejo adinerado.

Don Hugo: ¡Como en tantos caprichos de Goya!

Don Víctor: La juventud pertenece a la juventud; por eso, don Hugo, en lo tocante a nosotros, nada de veleidades y ante la menor señal de alarma…

Don Hugo: ¡A quitarse de en medio!

¿Sincrónicos o diacrónicos?

Don Hugo: ¿A que no recuerda  usted, don Víctor, qué remoquete daban a Vicente Pastor?

Don Víctor: ¡Cómo no lo voy a saber!… ¡El romano!

Don Hugo: Es que era un torero tan sobrio, tan seco y tan eficaz, que sugería la figura lacónica de un Escipión.

Don Víctor: Fue un mote más expresivo que si le hubieran apodado “El español”, que encierra todas esas cualidades.

Don Hugo: Bueno, bueno, lo español da para mucho más. Si no, pregúntele usted a cualquier turista por qué viene a España… pues por qué ha de ser… ¡por la fiesta!

Don Víctor: Tiene usted razón, don Hugo. Esa duplicidad la expresó a las mil maravillas la película “La kermesse heroica”, de Jacques Feyder, meritoria por muchos motivos y sobre todo por lo mal que cayó entre los belgas… Irrumpe un español en tromba como un jinete del Apocalipsis, aterroriza a los prebostes y ya están los Tercios en paso de parada con chirimías y atabales: la España de Felipe IV imponiendo su soberbia con mano de hierro…

Don Hugo: ¡El propio Olivares que viene acompañado de un inquisidor dominico!

Don Víctor: Y, sin embargo, en las secuencias siguientes, ¡qué contentas están las flamencas, qué buen humor, qué cortesía, qué inacabable banquete, qué animadas danzas, qué donaires los del buen dominico…! Y toda esa alegría obrada por la presencia española.

Don Hugo: Hay mucho de todo esto en los sueños, tal y como demostrara el doctor Freud, cuando en ellos se presentan sincrónicamente los contrarios psíquicos.

Don Víctor: Sí, sí, don Hugo, mucha sincronía onírica y todo lo que usted quiera, pero los romanos también organizaron sus tiberios, aunque diacrónicamente: primero, fueron las severas mores maiorum, cuando la República, y sólo más tarde, bajo la tiranía de los Césares, cuando ya no cabía iniciativa ni discusión posibles, se dieron a la francachela para matar el rato.

Don Hugo: Ah, claro, don Víctor, por fin he entendido el crimen de Brutus, que tanto amaba a César: evitar que un día en el Coliseo apareciera un Manuel Benítez “El Cordobés” cualquiera, con sus saltos de la rana.

Sangre

Don Víctor: Don Hugo, don Hugo, ¡por el amor de Dios!,  ¿ha oído usted lo que yo o es que sufro alucinaciones auditivas como Juana de Arco?…

Don Hugo: ¡Santa Juana de Arco, querrá usted decir, don Víctor!

Don Víctor: ¿Se trata de una morcilla de este nuevo párroco o más bien de una nueva modificación en el rito?… ¿Hemos pasado entonces del “la sangre que fue derramada por vosotros y por todos los hombres” a “la sangre que fue derramada por vosotros y por muchos”?

Don Hugo: Ha oído usted bien. Si el otro día lo justificaba un artículo del “Alfa y Omega”…

Don Víctor: Ah, pues explíqueme usted esas justificaciones, a ver si es que ahora somos calvinistas y, más allá de esos “muchos”, quedan otros predestinados a condenarse.

Don Hugo: No, si no había quien entendiera aquel galimatías. Lo leí tres veces y quedé tan perplejo tras la tercera lectura como tras la primera. Soy incapaz de reconstruirle un solo argumento. ¡Mañana mismo se lo traigo, a ver si usted…!

Don Víctor: ¡Ni se le ocurra, que no quiero caer en depresión! Quémelo usted como habría que hacer con los escritos de Lutero, Calvino, Jansen y Melanchton!

Don Hugo: Acaso quieran avisarnos de que no contemos con un aprobado general, que por mucho que Cristo  derramara su sangre, no todos nos vayamos a salvar…

Don Víctor: Pues si es así, nos toman por unos zoquetes y al que se le haya ocurrido la fórmula, es más zoquete todavía porque nos da a entender que la sangre de Cristo, el vino con que comulgamos, ¡ese Vega Sicilia!, no es para todas las bocas.

Don Hugo: ¡Ya lo he entendido, don Víctor!, que si a alguno no le gusta el vino, pues que no tiene obligación… pero, vamos, para mí… ¡que hay sangre para todos!

Más cornadas de la Historia

Don Hugo: ¡Cuántos hidalgos sin fortuna no pulularían entonces por España!…

Don Víctor: … pero que, abrazado el oficio de las armas, a base de arrojo y lucidez, de descomunales proezas, de sufrimientos sin cuento y trabajos de titanes, tanto en Europa como en América, o dando la vuelta al mundo, se hurtaron a su oscuro destino y dieron en prohombres respetados, admirados y beneficiados.

Don Hugo: A esos capitanes españoles, los europeos sojuzgados o derrotados los acusaron siempre de arrogantes.

Don Víctor: Si no recuerdo mal, es en el “Guzmán de Alfarache”, donde, al entrar un gentilhombre “de muy buen talle”  sobre una esbelta montura por la posta de Siena, los italianos lo toman al punto por español. ¡Y aciertan! Si es que no puede ser de otro país…

Don Hugo: Claro, don Víctor, por ese motivo la Commedia dell´Arte crea el personaje del Capitano, un matamoros fanfarrón y en el fondo cobarde. Un clarísimo ejemplo de racionalización apotropaica: caricaturizando aquello que tememos, lo reducimos a algo familiar, inofensivo y ridículo.

Don Víctor: Don Hugo, en su opinión, caído el Imperio y todos sus estados, ¿nos ha quedado algo de aquellos capitanes desmesurados?

Don Hugo: Pues fíjese usted, don Víctor… a ver qué le parece… ¡Cuántos pobres de solemnidad, con una ambición pareja a la de aquellos capitanes, no abrazaron, en los últimos siglos, el oficio de Pepe Hillo!

Don Víctor: Hombre, don Hugo, llevan estoque, pero no conquistan reinos…

Don Hugo: … pero algunos llegaron a ser héroes e incluso a codearse con la aristocracia y los intelectuales…

Don Víctor: Es verdad…lo que hicieron aquellos españoles, no lo hizo ningún europeo… y ¿qué europeo se pone hoy en día ante un toro?

Villanueva

Don Víctor: Me ha parecido muy bien, don Hugo, todo eso de allí abajo, incluida la torre de luces en forma de rotonda… claro que sí.

Don Hugo: En efecto, don Víctor, Moneo enfatiza de esa manera el principal eje de comunicación vertical de la estación, al tiempo que rinde homenaje al gran Villanueva que, desde esta colina de Atocha, lo contempla ya todo por encima del Bien y del Mal.

Don Víctor: ¡Como un Zeus! Y esta altura, con su edificio, se antoja digna evocación del Olimpo.

Don Hugo: Siempre que miro esta rotonda, me viene a la mente la catedral de Saint Paul en Londres…

Don Víctor: Pero, don Hugo, ¿qué me dice usted? ¡Si está en las antípodas!… con su gigantismo y su encopetado cupulón.

Don Hugo: Pues eso, que, por contraste, me sugiere lo contrario: mesura, nobleza, proporción, gentileza…

Don Víctor: Aún más que el templete de Bramante… ¡con permiso de usted, evidentemente!

Don Hugo: No repitamos la discusión de aquella tarde inolvidable en el Trastévere, que entonces ya le concedí, creo yo, demasiado, don Víctor…

Don Víctor: Entonces admití que su pequeño tamaño lo redime de tantas superposiciones de pórtico, balaustrada, tambor, cúpula y linterna.

Don Hugo: Claro, claro, libertades imprescindibles para el genio que mira lejos e intuye y empieza a dar forma ya al mal llamado “manierismo”, la expresión del Renacimiento que aprendió el resto de Europa.

Don Víctor: ¿Y qué le parece que no ponga frontones triangulares? ¿Lo echa usted de menos aquí, en el Observatorio?

Don Hugo: Ni aquí ni en el Prado; además no sé muy bien por qué todos los demás se obstinan en plantificarlo sobre las portadas.

Don Víctor: Pues, ¿por qué ha de ser?… Por el miedo a contradecir al Palladio.

Don Hugo: ¿Sabe usted lo que le digo, don Víctor? Que el Palladio hubiera preferido a Villanueva, tan variado, tan ameno y tan a escala humana, antes que a todos sus aburridos adoradores.