Ricardo de la Vega y Shakespeare

Don Víctor:  Don Hugo, ¿cómo lleva usted esa charla sobre las raíces shakesperianas de “La Verbena de la Paloma”?

Don Hugo: ¡Increíble, don Víctor! Permítame usted que me guarde las revelaciones más importantes. De momento, tan sólo le mostraré un par de perlas, con la condición de que no desvele usted nada a nadie, ni siquiera a Julita.

Don Víctor: Cuente con mi discreción, pero, en todo caso, ya sabe usted que, como de costumbre, he avisado a la prensa cultural.

Don Hugo: Eso está muy bien, pero que aguarden también. Ahí va la primera noticia… pero antes recuérdeme usted aquello del tabernero…

Don Víctor: Sí, el marido de la señá Rita.

Don Hugo: ¡Ése!… cuando después de la trifulca desencadenada por los celos de Julián, deshace la aglomeración, imponiéndose al sereno y su pito…

Don Víctor (cantando:) Ustedes por aquí,

Don Hugo y don Víctor (cantando:) Vosotros por allá. / NI usté aquí toca el pito / Ni usté aquí toca na.

Don Hugo: Pues bien, escuche usted, don Víctor, cuanto dice don Adriano de Armado para dar fin a “Trabajos de amor perdidos”: “Las palabras de Mercurio resultan ásperas tras las canciones de Apolo: “Ustedes, por aquí, y nosotros, por allá”

Don Víctor: ¡Formidable!

Don Hugo: Y ya sólo una más: ¿qué se dice don Hilarión acerca del cariño de Susana y Casta?

Don Víctor (cantando:) Y es que las dos, / Y es que las dos / Se deshacen por verme contento …

Don Hugo y don Víctor (cantando:) …Esperando que llegue el momento / En que yo les diga / Cuál de las dos me gusta más.

Don Víctor: ¿Y qué puede aportar Shakespeare ante eso?

Don Hugo: “A ambas hermanas he jurado amor. Cada una celosa de la otra. ¿Cuál de las dos escogeré? ¿Ambas? ¿Una o ninguna?

Don Víctor: ¡Atiza! Déjeme que lo adivine. Se trata de “Los dos hidalgos de Verona” y quien habla es Proteo, enamorado recientemente de Silvia, pero comprometido previamente a Julia.

Don Hugo: Podría ser, quizás, pero se trata en realidad de Edmundo el Bastardo en “El rey Lear”.

Don Víctor: Le voy a pedir un favor demasiado grande, don Hugo, y le juro a usted por todos los santos que no lo revelaré ni al confesor en trance de muerte, pero dígame usted: ¿Cuál va a ser la conclusión de semejante diluvio de concordancias?

Don Hugo: ¡Doscientas treinta de momento!… pero la conclusión es (muy bajito y al oído): que la Verbena de la Paloma está toda ella en Shakespeare.

Enemigos

Don Víctor: Como creador que era nuestro querido Víctor Hugo, y tan prolífico, no podía por menos que condenar al militar destructor. Oiga usted, don Hugo, lo que dice de Omar, quien quemara la biblioteca de Alejandría: “La cimitarra es el sublime ideal. Es peor que estúpido. Es turco”.

Don Hugo: Entiendo que estúpido pues sirve para matar, y turco porque mata más.

Don Víctor: Usted, don Hugo, ¿a quién atribuye la fama de tontos que siempre adjudicamos a aquellos temibles extranjeros?

Don Hugo: Pues, en primer lugar, por necesidad psíquica de ridiculizar al enemigo temido, rebajando así su peligrosidad. Y también porque el turco, tal y como denunciara Baudelaire, consume una mezcla de hasch y alcohol, que lo embrutece.

Don Víctor: De ahí lo de las “curdas”, que los curdos para nosotros eran unos turcos más.

Don Hugo: También a los franceses, don Víctor, los tachamos de cornudos y afectados… ¡la verdad es que vaya par de enemigos de categoría!… de ésos que le ponen a uno en valor.

Don Víctor: En cambio, de los ingleses decía mi tía Rosa que “como amigos, son encantadores, pero, como enemigos, son de lo más desagradable”.

Dos mujeres

Don Hugo: Como siempre, quienes acuñan los conceptos son los griegos.

Don Víctor: ¡Y quienes mejor los ilustran con sus mitos, su teatro y su filosofía!

Don Hugo: Por un lado está Helena, la infiel, y, por otro, Penélope, la leal.

Don Víctor: Claramente, don Hugo, Helena había de ser por fuerza más bonita, pero la otra, amén de su virtud, hace gala de una gran inteligencia.

Don Hugo: ¿Para qué quería Helena la inteligencia y la virtud, siendo tan bella como era? Lo mismo dice Rodin a propósito de los cisnes.

Don Víctor: ¿Es el ser humano infiel por naturaleza, como parece demostrar la literatura?

Don Hugo: Naturalmente, don Víctor: ¡por Naturaleza!, pero es que, contra ella, está la cultura cuyo cometido consiste en alejarnos cada vez más de nuestra animalidad, por mucho que  nuestra civilización se sofistique tanto como para pretender que nos acerquemos de nuevo a nuestro orígenes naturales.

Don Víctor: No se me ocurre otra cosa, como explicación, que la propiedad con su corolario de transmisión generacional de bienes  como motor de esta virtud consagrada por la religión. ¡Vaya chasco!

Don Hugo: Se lo concedo, don Víctor. No obstante, qué duda cabe que la fidelidad conyugal supone una clara depuración moral, una superación racional del estado silvestre. Y no olvide usted que la cultura es necesariamente represiva del instinto.

Don Víctor: Sea como fuere, se impone que, ya que no podemos volver a ser buenos salvajes, seamos, al menos, unos medianos seres racionales.

Monos

Don Hugo: ¿Está usted viendo lo que yo, don Víctor? A pesar de las apariencias, vamos más uniformados que los chinos en la época de Mao.

Don Víctor: Veo que todos llevan vaqueros y lucen, de balde, propaganda en petos y espaldares.

Don Hugo: Y hay un único sexo, por más que haya ahora tantos géneros…

Don Víctor: Seguro que recuerda usted, don Hugo, cómo sin darnos cuenta, de niños, aprendimos a reconocer a aquéllos con quienes nos cruzábamos por las calles de Madrid, aunque no los hubiéramos visto antes: el hortera, la chacha de casa pobre, la de casa bien, el carbonero, el tabernero, la suripanta, el magistrado, el pasante de un bufete, el oficinista, la taquimecanógrafa…

Don Hugo: … hasta alcanzábamos a distinguir un agustino de un carmelita.

Don Víctor: Hoy en día, estamos todos igualados por abajo por obra y gracia del vaquero universal.

Don Hugo: Si hasta las alfombras rojas, donde se exhiben los últimos modelitos, parecen una fiesta de frescachonas camareras de road movie.

Don Víctor: En sí el vaquero era una prenda de gran dignidad, como ropa de trabajo del obrero rural.

Don Hugo: Claro, pero fíjese qué tempranamente se produjo un achabacanamiento semejante cuando empezó nuestra guerra civil. De un día para otro, todos se enfundaron el mono proletario, obedeciendo al instinto de mímesis social… ¡incluso las chicas!

Don Víctor: Y qué coqueta la mujer de Malraux cuando se presentó en España de aquella guisa, con un precioso mono de Chez Lanvin.

Entre Buonaroti y Giambologna

Don Víctor: Es de lo más interesante. Dice que la última elegancia radica en una fuerza guerrera y que se trata de una auténtica batalla.

Don Hugo: Tiene toda la razón, los primeros ballets de las cortes italianas del Renacimiento son más movimientos de orden cerrado, como los de la milicia, que lo que nosotros hemos conocido como ballet.

Don Víctor: Sí, primaba lo colectivo, lo estático, los cruces y alineaciones, y todo ello con los pies bien plantados en el suelo…

Don Hugo: … mientras que en el ballet clásico destaca el solista, el salto, el vuelo incluso, que prolongan las manos del porta, la ingravidez…

Don Víctor: … en definitiva, el movimiento como espiritualización. Por momentos, se nos hace visible el ánima trascendiendo al cuerpo.

Don Hugo: Esa desmaterialización la trajeron las grandes bailarinas del Romanticismo… una de las cosas buenas que nos regalaron aquellos primeros melenudos, don Víctor.

Don Víctor: Claro, don Hugo, allí estaba el individualismo romántico rompiendo cohesiones y desbaratando solideces… ¿qué son, si no, las puntas?… Bien claro lo deja de nuevo Marie-Agnès Gillot, que por algo gusta tanto a nuestras señoras: “Sobre las puntas se ve desde más arriba y desde más arriba hay más belleza”.

Don Hugo: En el ballet contemporáneo, sin embargo, no hay puntas sino una regresión primitivista hacia la materia, una exasperada agonía, una absorción por parte de lo telúrico, un auténtico potro de tortura.

Don Víctor: ¡Como en los esclavos de Miguel Ángel!

Don Hugo: En cambio, el ballet clásico es Giambologna.

Don Víctor: No deja de sorprender cómo una disciplina artística, la escultura en este caso, llega a profetizar las metas de otra al cabo de unos siglos.

Don Hugo: Pienso en el tártaro Nuréyev, cómo, predispuesto por nacimiento a la bárbara danza guerrera, pero herido por el arco de Giambologna, acabó encarnando a su Mercurio.

Larra

Don Víctor: Han pasado ya dos siglos y qué actual sigue siendo Larra en bastantes cosas, a pesar de lo mucho que hayamos prosperado.

Don Hugo: Tiene usted razón, don Víctor, ahora ya no hay carlistas, pero están sus herederos, los nacionalistas.

Don Víctor: Ya no están los espadones, pero sí los patrioteros corruptos envolviendo sus desafueros en la bandera… ¡igualito que los nacionalistas!

Don Hugo: ¿No es cierto que, para nuestra vergüenza, aún tiene sentido aquel “aquí yace media España, murió de la otra media”?

Don Víctor: Los políticos, faltos de formación y de ética, siguen cortados por el mismo patrón y generando unos partidos de pretendientes adulones.

Don Hugo: La fealdad todavía en muchos establecimientos abiertos al público…

Don Víctor: … que rima con la rudeza en el trato y con el abuso de familiaridades injustificadas.

Don Hugo: Esos jovencitos que sólo viven pendientes de las modas y que aspiran a la ociosidad permanente.

Don Víctor: Lo que peor llevo, don Hugo, es el desdén hacia “este país”, innombrable, que justifica la incuria y la irresponsabilidad de aquéllos que consideran que España no está a su altura.

Don Hugo: Claro que sí, don Víctor, pero quizás haya algo aún peor: que la administración actual se vuelva aún más complicada e ineficaz si cabe con la digitalización y el fin de la atención presencial.

Don Víctor: Vamos, don Hugo, que si a Larra, en lugar de decirle “Vuelva usted mañana”, le mandan que se descargue el programa FACE, ¡se nos pega un tiro antes de tiempo!

Diseños

Don Víctor: Pero óigame, don Hugo, el ser humano lleva desde el Paleolítico creando cachivaches e inventando cosas… ¡algunas muy bellas!, pero ¿dónde está el diseño que se pueda comparar al cuerpo femenino?… Séame sincero, don Hugo, ¿a usted se le hubiera ocurrido un proyecto así?

Don Hugo: ¡Imposible, don Víctor!… Y cualquier alteración en la disposición de sus elementos y volúmenes resultaría a nuestros ojos ¡monstruoso!

Don Víctor: Sólo de pensar en los pechos, me dan escalofríos…

Don Hugo: ¿Quién puede igualarlos en número, forma y emplazamiento?

Don Víctor: ¡Calle, calle, don Hugo!… y contra toda lógica, no fue el Creador quien los concibiera y moldeara con la modesta arcilla…

Don Hugo: ¿Ah no?

Don Víctor: La Creación ya estaba acabada de manos del Dios alfarero. La mujer surge clonada del costado del hombre, pero ¿quién la concibió así?

Don Hugo: Para mí, don Víctor, que el Demonio andaba de por medio y, por ese motivo, fue a ella a quien tentó.

Don Víctor: Por eso, viendo este grupo del viejo fauno Rodin, donde parece representarse a sí mismo, con su rijo y todo, embelesado en las formas que él mismo está sacando de la tierra, uno presiente la intervención diabólica en cuanto de tentador atesoran las formas femeninas.

Don Hugo: Recuerde usted que Rodin no esculpía sino que modelaba en arcilla, emulando a Dios, y que, cuando tuvo como vecina a la Duncan en el hotel Biron, le pidió recorrer su cuerpo con las manos como modelándola por entero.

Don Víctor: Sí, y también ¡cuánto no llegaría a obsesionarse con aquellas bailarinas camboyanas de movimientos serpentinos, tanto que llegó a dibujarlas cientos de veces, que las acompañó de gira por las capitales departamentales de Francia y que en Marsella a punto estuvo de embarcarse tras ellas rumbo a aquella colonia!

Cuestión de límites

Don Hugo: Pero, don Víctor, ¿de verdad que va usted a decirle a Isidro Cuenca que se venga con nosotros a la corrida de Aranjuez?

Don Víctor: Hombre, don Hugo, si es que le encanta ¡y se apunta siempre tan contento!

Don Hugo: Sí, pero ¿no podríamos por una vez tener la fiesta en paz? Ya sabe usted que con sólo dos copitas se pone chocarrero, vulgar y hasta grosero.

Don Víctor: Sí, y seguro que no se priva de esas dos copitas ni de otras dos o tres más… ¡pero lo pasa tan bien en nuestra compañía!… Es cuestión de paciencia. Siempre tengo la impresión de que sin nosotros podría acabar muy mal.

Don Hugo: ¡Con la de faenas que le ha hecho a usted!… si, en más de una ocasión, chismoso como es, le ha hecho quedar mal con la propia Julita…

Don Víctor: Calle, ¡no me hable!… pero, don Hugo, recuerde lo que hizo usted tan innecesaria como temerariamente aquella vez en que nos dimos de bruces con una manifestación antitaurina en la calle Mayor.

Don Hugo: Hombre, claro. ¿Cómo puede uno permanecer indiferente ante aquella tropelía? Quise convencerles de que estaban equivocados y no me negará usted que las razones que les grité eran verdades como puños.

Don Víctor: No se lo niego, pero era manifiesto que no estaban para argumentos y que no nos molieron a palos porque yo les grité que era minusválido. Le reconozco, eso sí, que admiro, como siempre, su valentía.

Don Hugo: No, si yo valoro mucho esa capacidad suya de aguante, siempre que sea por una buena causa… ahora bien, ¿cómo saber a ciencia cierta dónde ponemos el límite al acto arrojado o al sufrimiento cabal y sostenido?, ¿cuándo deja de merecer la pena?

Don Víctor: Pues ahí está el intríngulis: ¿hasta dónde aguantar a Cuenca después de treinta y cinco años?

Don Hugo: ¿Hasta dónde parar los pies a toda costa a la necedad y al abuso, allí donde salten?

Don Víctor: ¿Quién como Hernán Cortés no aunó el acto heroico, poniendo su vida al tablero, con la paciencia y la reflexión, amaestrando en ello a su gente?

Don Hugo: Ya lo dijo él mismo: “el sufrimiento, ese segundo valor”.

Don Víctor: Hombre, don Hugo, si es que lo cortés no quita lo valiente.

Adivinanza

Don Hugo: Dos cosas, don Víctor: tiene usted que adivinar quién lo escribe y también a quién se refiere.

Don Víctor: Espero, don Hugo, que esta vez no se trate de una prueba superior a mis fuerzas.

Don Hugo: “… añadía las alas de la música y entonces escuchaba trinos, collares de notas más puras que perlas perfectas, sostenidos, filatos… que excedían la capacidad humana, todo cuanto el alma y el espíritu puedan concebir de más tierno, de más adorablemente coqueto, de más amoroso, más ardiente, más inefable”.

Don Víctor: ¡Qué ladino es usted, don Víctor! Por la prosa diría que no puede ser de nuestro siglo.

Don Hugo: Entiendo que se refiere usted al XX.

Don Víctor: Claro, ¿Qué contemporáneo nuestro ha escrito así de bien?

Don Hugo: Es verdad, ni Reverter, ni Lauri Volpi…

Don Víctor: Lo que ocurre es que la descripción le cuadra muy bien a Fleta. Me debato por ello entre el siglo XIX y el XX… Debe usted darme una pista, como suele…

Don Hugo: No faltaría más, don Víctor, pero esa pista la tiene usted ante sus ojos desde que ha entrado por esa puerta.

Don Víctor: ¡Atiza!… pues con la de achiperres que tiene usted por aquí, ¡ya me contará!…

Don Hugo: No tiene por qué mirar más allá de un metro a la redonda.

Don Víctor: ¡No diga más! Su chaleco rojo me remite al estreno de Hernani… por tanto, el autor de la cita es don Teófilo Gautier… entonces el cantante, si es que es varón, podría ser Mario; y si es una dama, la Malibrán.

Don Hugo: Era una trampa, don Víctor. Lo adivinó usted desde el principio… en realidad, se refiere a una bella fantasma opiácea que canta para nuestro buen romántico en el relato “La pipa de opio”.

Don Víctor: Vamos, que le da el opio “con tal gracia, que no lo puede resistir”

Don Hugo: ¿Qué otra cosa es el canto sino un encantamiento también, y a la etimología me refiero: “Carmen”? La voz humana cantada es un instrumento mágico que transforma la realidad. Es también puro hechizo ante el que todos somos Ulises.

Don Víctor: Pero estoy ya intrigado… ¿cómo acaba el cuento?

Don Hugo: La aparición… pongamos que María Malibrán

Don Víctor: La que usted prefiera… bien, la aparición solicita un beso del autor para poder existir aún seis meses más y no diluirse en el éter de las almas fungibles.

Don Víctor: Veo que Gautier fue mucho más afortunado que Bécquer en cuestión de fantasmas.

El camello que llora

Don Víctor: Y al final no hemos visto el tesoro de los Quimbaya…

Don Hugo: Quite, quite, eso está siempre lleno de niños…

Don Víctor: Ya, pero alguna vez tendremos que echarle un vistazo antes de que Iceta se lo devuelva a la República Colombiana.

Don Hugo: ¿Qué es eso comparado con el misterio de los chamanes?

Don Víctor: Hombre, don Hugo, la vitrina ante la que me ha tenido usted todo el rato me ha parecido un poco pobre.

Don Hugo: Es que una cosa es lo visualmente aparatoso y áulico, y otra el puente psíquico hacia lo preternatural que encierran tan modestos instrumentos.

Don Víctor: Ya entiendo, don Hugo, se refiere usted a algo así como la distancia que va desde un hueso perforado al encantamiento obrado por la música que de él brota.

Don Hugo: La música, por un lado, hace sensibles las fuerzas telúricas que gobiernan el mundo, resucitando a los muertos y, por otro, convoca a las divinidades invocando su protección.

Don Víctor: Claro, de ahí el poder terapéutico de la música que conjura la maldición y nos devuelve la plenitud y la salud.

Don Hugo: ¿Recuerda usted, don Víctor, aquella película mongola que tanto emocionó a las señoras?

Don Víctor: Sí, claro, “La historia del camello que llora”: aquel camellito rechazado por su madre que le niega la teta.

Don Hugo: Sólo la música que tañe el chamán en su antiquísimo instrumento actúa a la manera del algebrista recolocando el hueso fracturado.

Don Víctor: Se ha recompuesto la armonía dislocada y la madre acepta ahora al retoño.

Don Hugo: ¡Es la armonía cósmica lo que trae la música, la que nos cura, la que nos devuelve el Edén!

Don Víctor: Sí, ésa que conociera Colón cuando halló aquellas playas vírgenes y la que persiguiera Gauguin en el Pacífico, hurtándonos en sus paisajes toda construcción colonial.

Don Hugo: Gauguin actúa también como un chamán que, aunque no pueda sanarnos del todo, nos aplica un lenitivo que alivie nuestro exilio.

Don Víctor: ¡Me acaba usted de revelar por qué nos gusta tanto Gauguin a doña Tita Cervera y a mí!