RAMÓN GÓMEZ DEL DUCHAMP

Don Hugo: ¿Y de qué año me dice usted que es esta pieza, don Víctor?
Don Víctor: De 1913, sólo un año antes de que Ramón escribiera “El Rastro”.
Don Hugo: Ya veo. Como texto, se anticipa al primer Manifiesto Surrealista de Breton ¡en diez años!
Don Víctor: No es lo mismo encontrar algo y descubrir lo inesperado, que interpretarlo, teorizar sobre ello, desentrañar el porqué de las sensaciones que suscita en…
Don Hugo: … ¡nuestro inconsciente!
Don Víctor: Pero, ¿cómo interpreta exactamente Ramón ese paisaje de objetos naufragados que se agolpa en los tenderetes del Rastro?
Don Hugo: Escuche, porque no tiene desperdicio: “Absueltos del deber…
Don Víctor: Como nosotros, don Hugo: ¡jubilados!
Don Hugo: … del concepto servicial y mezquino que les imprime el hombre…
Don Víctor: ¡Libres por fin!
Don Hugo: … aquí resultan todos desusados y selváticos…
Don Víctor: ¡El Edén recuperado!
Don Hugo: … igualmente misteriosos y claros que el hombre y Dios…
Don Víctor: ¡El impulso creativo hermanándonos!
Don Hugo: … reconfortados a la postre por lo que en ellos es materia prima, idónea con todo…
Don Víctor: La fraternidad universal: ya no hay clases. Todo materia prima inocente, yerta ya, abandonado todo artificio.
Don Hugo: … y todos resultan absueltos de la deformación de tránsito por que pasaron”.
Don Víctor: Se superó la alienación.
Don Hugo: Y como Ramón es español, se acaban las lacerías de la vida terrenal y ¡se accede a la felicidad de la Gloria Eterna!
Don Víctor: ¡Cómo acertó a ver Ramón en lo desafecto del objeto desahuciado el símbolo del destino humano!
Don Hugo: Sí, Ramón percibió cómo la yuxtaposición descontextualizada de objetos dispares elicita una conmoción psíquica.
Don Víctor: Como buen discípulo de Lautréamont y, además, anticipando ya el automatismo psíquico.

Más allá de la ciencia

Don Víctor: Siempre me he preguntado, don Hugo, qué hubiera sido de Leonardo si no se llega a apartar del Verrocchio…
Don Hugo: Pues habría sido otro Verrocchio muy bueno, don Víctor; creo que mejor que su maestro.
Don Víctor: Eso digo… que no habría sido Leonardo con su sueño de poner en pie una perspectiva esférica que corrigiera las aberraciones de la periferia; con la fantasía del sfumato que no deja de introducir la incertidumbre en la nitidez renacentista de los objetos bien acabados tal como son junto con las distancias medidas; con la melancolía que tiñe expresiones y almas…
Don Hugo: ¡Qué manera de introducir el veneno romántico con su subjetivismo!
Don Víctor: Completó con ello la objetividad renacentista al retratar nuestra propia subjetividad.
Don Hugo: Por ello tantos artistas posteriores se atrevieron a emprender sus propios itinerarios, remisos a sujetarse a un excesivo academicismo que ahogara sus intuiciones e impulsos creativos.
Don Víctor: En definitiva, que se emancipaban desdeñando un exceso de ciencia.
Don Hugo: “Quien disputa alegando autoridad, no hace gala de ingenio, sino más bien de memoria”, y estoy citando al propio Leonardo.
Don Víctor: Todo esto me trae ahora a la mente aquella lúcida comparación que hacía Matilde Muñoz…
Don Hugo: ¡Qué periodista más inteligente! ¡Cuánto me gustó siempre!
Don Víctor: … entre Mussorgski y el maestro Serrano, que no quisieron que el exceso de teorías, armonía y composición, les aplastara la inspiración.
Don Hugo: ¡Qué utopía se antoja aunar ambas cosas!

Conjuros de hoy

Don Hugo: Para mí, don Víctor, la cosa está bien clara. El teatro contemporáneo es un ejercicio de exposición conductista ante el estímulo aversivo: en lugar de evitarlo, me planto ante él y aguanto como un jabato el aumento de mi ansiedad, hasta que ésta ceda y pueda ya neutralizar ese temor.
Don Víctor: Pues en mi caso, don Hugo, le confieso que mi ansiedad no cesa de crecer y eso que llevamos vistas recientemente ocho obras de vanguardia.
Don Hugo: Un poco de paciencia que ya le irá remitiendo esa angustia.
Don Víctor: Pero, don Hugo, ¿hasta cuántas habremos de sufrir?… porque tengo la impresión de que no llegamos a ver ninguna luz. ¡Si es que ni siquiera vislumbro el mínimo lenitivo!… Todo es crudo, desesperanzador, cruel.
Don Hugo: La verdad es que también a mí me va pareciendo que la abolición de la práctica aristotélica, con su catarsis, nos mete de lleno en un infierno insondable y sin retorno.
Don Víctor: Yo le conjuro a usted, don Hugo, por todo lo que usted ama, que desoigamos este imperativo fáustico de seguir adelante, en espera de tiempos mejores.
Don Hugo: A propósito de conjuros, el texto contemporáneo evoca, convoca e invita a todas las fuerzas negativas a instalarse permanentemente en nuestras vidas para formular la sentencia firme de que no hay esperanza ultraterrena ni de que tampoco cabe la utopía.
Don Víctor: ¡Ni trascendencia y ni siquiera inmanencia!
Don Hugo: Hemos desterrado a Dios para poder condenarnos nosotros mismos al Infierno.
Don Víctor: ¡Atiza, ni el propio Satanás llegó nunca a tanta soberbia!

Algo más que mercachifles

Don Hugo: No sería ésa su intención, pero a la postre bien que fueron calando sus buenos modales…
Don Víctor: Pues sí, don Hugo, sólo querían mercar, pero para eso hace falta crear nuevas necesidades. A cambio de metales, dieron a conocer el lujo cifrado en bienes de prestigio: perfumes, vasos pintados, yelmos cincelados y otras armas.
Don Hugo: Claro, don Víctor, los bárbaros que circundan aquellas colonias van impregnándose, fascinados, de su estilo, sus creencias y mitos, sus ceremonias, su trato, su cultura en suma.
Don Víctor: Sin olvidar sus puertos con sus muelles, como éste de Ampurias, sus embarcaciones, sus fortificaciones, su urbanismo, sus costumbres…
Don Hugo: Aunque sólo fuera en parte, se verían abocados a formar en cierta manera a sus clientes y proveedores para establecer unos mínimos criterios comunes de medidas, calidades, formas y precios.
Don Víctor: Los holandeses serían luego, en esta perspectiva, los nuevos griegos. Nunca aspiraron a crear un nuevo mundo a la romana o a la española, sino sólo a traficar.
Don Hugo: Sí, con la diferencia, respecto a los griegos, de que la distancia, no sólo geográfica, sino tecnológica y cultural, es ya para entonces insalvable, salvo que se emprenda una titánica labor civilizatoria.
Don Víctor: En caso contrario, el indígena queda condenado a la marginalidad y es fácil presa de plagas sociales como el alcoholismo.
Don Hugo: ¡Pobres aborígenes australianos, pobres maoríes, pobres papúas y pobres indios del Far West!

Duelos y quebrantos

Don Hugo: ¿Cómo son las cosas, don Víctor! La semana pasada, estábamos usted y yo en la residencia del embajador de Francia, intentando identificar a Velázquez entre aquellos cortesanos reunidos en la Isla de los Faisanes….
Don Víctor: ¡Es verdad, don Hugo!… y hoy, ¡la otra cara de la moneda!, en estas salas de la armería del Palacio Real. Aquí se enseñan los dientes y allí todo eran zalemas, protestas de amistad y palabras de buen comedimiento.
Don Hugo: Sí, don Víctor, en los salones de palacio se despliega la diplomacia, pero afuera aguardan varias compañías de mercenarios.
Don Víctor: El taimado cardenal frente al tonitronante condotiero.
Don Hugo: Viendo esos admirables estoques italianos, me he acordado de cómo definió Larra la esgrima: “el arte de tener siempre razón”.
Don Víctor: Pues qué son las batallas, según Víctor Hugo… ¡matanzas autorizadas!
Don Hugo: Doble moral, don Víctor, desengáñese usted… Si un soldado mata a alguien en una reyerta de taberna, será reo de muerte, pero como los diplomáticos se cansen de que sus negociaciones queden en tablas y sin acuerdo, el Príncipe decretará, en consecuencia, la declaración de guerra…
Don Víctor: ¡Un duelo entre príncipes!
Don Hugo: … y quizás entonces aquel mismo soldado mate a mil y ¡sea condecorado!
Don Hugo: ¡Eso cuando no le otorguen la bengala de general!

La máscara caída

Don Hugo: Si se tratara de una comedia dieciochesca, reprocharíamos al autor que sobra esta reiteración para dejar en evidencia la cobarde inconsistencia de nuestro tartufo desenmascarado.
Don Víctor: Claro, don Hugo: subrayar con su incomparecencia a los funerales solemnes de Valencia la deshonrosa espantada de Paiporta.
Don Hugo: ¡Pero menos mal que Él “está bien”!
Don Víctor: ¡Qué diablos va a estar bien! Tampoco estuvo bien Luis XVI en la noche de Varennes cuando lo sorprendieron ¡disfrazado de burgués!, escapando de su reino como un ladrón.
Don Hugo: No sea usted tan severo, don Víctor. Es cierto que un rey debería mantenerse en su dignidad sagrada en todo momento, pero no dejaba de ser un marido y un padre de familia, impelido a salvar la vida de los suyos.
Don Víctor: No en vano había sabido contener a las turbas que asaltaban Versalles, incluso probándoles que su corazón mantenía un pulso sereno ante la amenazante algarabía, pero, a mi juicio, fue siempre más propia y elegante la actitud de Carlos I de Inglaterra, el rey caballero.
Don Hugo: Magnífica su hierática actitud frente a la espada del verdugo, delante de la fachada del Banketing House, digna de una gran pintura veneciana.
Don Víctor: Muy bien, don Hugo, pero déjese ahora de Historia y vayamos a cuentas. ¿No le parece que Felipe VI enlaza con el respeto sagrado que siempre ha tenido en España la persona del Rey, incluso cuando vuelan a su alrededor los insultos y las pellas de barro?
Don Hugo: ¡Cuánto se repite la Historia!… ¡La nariz de Cleopatra!
Don Víctor: Pero, don Hugo, ¿a qué viene eso ahora?
Don Hugo: No… se me ocurría que, si no hubiera sido por la nariz borbónica de Luis XVI, que figuraba en todas las monedas, nadie le habría reconocido.

La edad crítica

Don Víctor: Me inquieta tanto esa mirada aprensiva, ese gesto desazonado… no sé… ¿qué edad le parece a usted, don Hugo, que tendría Rembrandt cuando acabó ese autorretrato?
Don Hugo: Frisando los treinta, creo yo.
Don Víctor: ¿Será verdad entonces cuanto afirma Goethe de que después de esa edad “todo inocente o entusiasta se convierte en un bribón”?
Don Hugo: Esto me recuerda otra aseveración del bardo de Francfurt que cuadra muy bien al capricho de encajarse un casco: que en la guerra, si se es vencido, hay que acomodarse con la tropa.
Don Víctor: ¡Qué ánimo tan derrotado! ¡Qué fragilidad, cómo huyen los ideales! ¡Qué expresión medrosa, cuánto recelo! No confía ya en nada.
Don Hugo: Se ha hecho viejo, así, de pronto…. Pero, don Víctor, repare usted en el yelmo… para mí no hay duda. Se trata del precedente de aquel tan bien cincelado, ostentado esta vez por un viejo soldado, que Rembrandt pintará más tarde.
Don Víctor: Sí, y que Velázquez transfigura en su melancólico Marte.
Don Hugo: Ése sí que ha perdido toda esperanza y vive del recuerdo.
Don Víctor: Sólo un loco español como don Quijote o como Pizarro mantienen ese espíritu más allá de los cincuenta.
Don Hugo: Siempre jóvenes a la sombra de su cimera, con el estoque en la mano, y a despecho de la edad.

Entre calaveras

Don Víctor: Merece la pena darse una vuelta a deshora por estas callejas del Madrid de los Austrias.
Don Hugo: Fíjese, don Víctor: qué mala espina me da aquel individuo que acecha en el portal.
Don Víctor: A esta distancia, se me antoja un embozado que esconde la daga bajo la capa.
Don Hugo: Alufra hacia dentro de la casa como el Tenorio en una de sus calaveradas.
Don Víctor: ¡Calavera!… Bien lo pudiera llamar así por más que Larra escriba que ese término no se halla en nuestros clásicos.
Don Hugo: Hombre, ya llamaron “calavera” a un muerto o al que podía darse por tal en alguna peligrosa circunstancia, pero Larra se refería, claro está, a la persona de vida airada, disoluta, cuyo comportamiento tan poco juicioso constituye un peligro para los demás y una amenaza constante para sí mismo.
Don Víctor: Ciertamente que se refería a eso, pero ¿cómo era aquello de Quevedo? ¡Ah, sí! “Sin sonar a dientes / Viejecilla ronca…
Don Hugo: Calavereaba /Las bellezas chonzas”.
Don Víctor: Creo, no obstante, don Hugo, que hay una cierta diferencia entre el calavera quevedesco y el de Larra: el primero, de baja extracción, se ve abocado irremediablemente a morir pronto y mal, mientras que el segundo parece disfrutar de una cierta posición social que le permite ejercer de gamberro y disiparse hasta que le llegue el momento de sentar cabeza.
Don Hugo: Sí, claro, pero… ¿adónde ha ido a parar el embozado ese? ¿A que se ha colado en la casa?
Don Víctor: ¡Sereno, sereno!

Alterar lo sublime

Don Hugo: Yo cada vez le hago menos peticiones, más modestas y más cercanas. Otra cosa me parece tentar al Diablo.
Don Víctor: Hombre, don Hugo, no sea tan cicatero, a ver si va a pecar usted de orgullo y de autosuficiencia.
Don Hugo: Pero, don Víctor, ¡si yo me considero tan menesteroso como el que más! Es que no quiero agobiarle porque igual me equivoco en lo que deseo.
Don Víctor: ¡Quite, quite, don Hugo! Ya sé que no le va a pedir usted acertar el Euromillón ni que el Atleti gane la Champions… ¡hombre, reconozca que es usted razonablemente juicioso!
Don Hugo: Yo antes le solicitaba muchas cosas, sobre todo para los demás, pero ahora me da miedo…
Don Víctor: Claro, toma usted los avisos de Kraus al pie de la letra (cantando:) Parfois, j´ai peur de blasphémer!
Don Hugo: Desengáñese usted, don Víctor. No se trata de un pensamiento de Goethe, sino de nuestro entrañable Víctor Hugo, origen mágico e inconsciente de nuestra amistad.
Don Víctor: No creía yo que Víctor Hugo pudiera inducir semejante temor de Dios, él que lamentaba que su querida España perdiera tanta vitalidad entregando legiones de jóvenes a la vida contemplativa del claustro, por aquella causa.
Don Hugo: Siéntese , don Víctor, y escuche esta frase: “Si el alma alemana tuviera tanta densidad como extensión, es decir tanta voluntad como facultades, podría, en un momento dado, engrandecer y salvar al género humano. Pero tal como es, es sublime”.
Don Víctor: ¿Víctor Hugo?
Don Hugo: ¡Víctor Hugo!… Años más tarde Alemania culminó su unificación, dejando de momento fuera a Austria. Adquirió una única voluntad que alentaba a todos los Länder.
Don Víctor: ¡Calle, calle! Ya sé todo lo que ha venido después y quién sabe si no nos espera todavía algo más de esta bella tierra de viejas montañas, caudalosos ríos, umbrosos bosques, airosos castillos y románticos trovadores.
Don Hugo: ¡Ay, Bismarck, contigo Alemania dejó de ser sublime! ¿Por qué prestaste oídos a Satanás dejándote halagar por los poetas románticos franceses?

Modernización fulminante

Don Víctor: Pero, don Hugo, ¡parece que la haya tomado usted con los turcos!

Don Hugo: Es que fíjese usted si no será sorprendente que en un país tan grande, de la noche a la mañana, se pase de escribir en caracteres arábigos a hacerlo en caracteres latinos, a una orden del señor Kemal.

Don Víctor: Pues es verdad,¡ con el tiempo que nos está llevando aquí adecuar el ancho de vía al europeo, que parece cosa bastante más fácil!

Don Hugo: Calle, calle, don Víctor, que cómo hemos quedado con esos trenes que no caben por los túneles.

Don Víctor: ¿Y qué me dice usted de nuestra parsimonia para ajustar nuestra hora oficial al huso que nos corresponde?

Don Hugo: También me maravilla cómo los suecos pasan de un día para otro, de conducir por la izquierda…

Don Víctor: Sí, cuánto no disfrutaríamos circulando por la izquierda en aquel viaje del 62, con las señoras.

Don Hugo: …a hacerlo por la derecha. Se ve que entonces todavía no había rotondas.

Don Víctor: Admirable lo de los turcos, cómo no, pero reconozca que ante otras reformas remolonearon lo suyo: acuérdese de las campesinas de la Anatolia, cómo, so pretexto de guarecerse del inclemente Sol y de los fríos mesetarios, volvieron a ocultar su cabello bajo un pañolín y a hurtar su figura dentro de un abrigo talar.

Don Hugo: Amigo Mustafá: hecha la ley, hecha la trampa.