Objet trouvé

Don Hugo: ¿Recuerda usted, don Víctor, aquella discusión que tuvimos sobre el objet trouvé y el ready-made, cómo no llegamos a ponernos de acuerdo?…

Don Víctor: Pienso en ello todos los días y nunca lo traigo a colación por temor a un nuevo disgusto.

Don Hugo: Creo que ya lo tengo todo arreglado. Ayer me caí del caballo que me llevaba a Damasco, de la manera más inesperada.

Don Víctor: ¡Atiza, don Hugo!, ¿no se habrá hecho usted mucho daño, verdad?

Don Hugo: Estábamos comiendo en casa unos salmonetes Dolores y yo cuando en esto que me giro a coger el salero de la camarera…

Don Víctor: ¿Pero, don Víctor, no estaban en casa?, ¿qué camarera es ésa?

Don Hugo: ¡El carrito con ruedas, don Víctor!… y vi la siguiente estampa que me sobrecogió de manera inexplicable, removiendo arcanos en mi inconsciente y generando en mi espíritu una inquietante desazón: el sofá, gris claro; sobre el sofá, desplegado como un estandarte al viento, la manta roja tal como cayó después de mi siesta del carnero; y sobre ella la mancha peluda de Cándido, nuestro gato blanco.

Don Víctor: Me estoy imaginando el contraste cromático de la luminosa bola blanca contra el intenso púrpura, enmarcado todo ello en el rectángulo del sofá, como un altar…

Don Hugo: Sí, sí, don Víctor, acaso fuera aquello lo que me conmocionara tanto: la blanca víctima sobre la sangre que baña las gradas del monumento.

Don Víctor: Es toda una puesta en escena, don Hugo, y no un simple objeto, que eso sería en cambio un ready-made. El objet trouvé tiene mal puesto el nombre.

Don Hugo: Ahora cobra pleno sentido la cita de Lautréamont: «Beau comme la rencontre fortuite sur une table de dissection d´une machine à coudre et d´un parapluie»

La homosexualidad en el teatro

Don Hugo: Ahora que tenemos bien fresca «Noche de Reyes», a ver si somos capaces de reconstruir esa cadena de travestismos que empieza con que Viola naufraga y se disfraza de jovencito…

Don Víctor: Convertida en paje del Duque de Orsino, se enamora de él…

Don Hugo: El Duque, prendado de Olivia, envía a su paje a que la corteje en su nombre…

Don Víctor: … pero el paje, que recordemos no es otro que la propia Viola, despierta en Olivia una gran pasión…

Don Hugo: … En esto que llega Sebastián, el hermano gemelo de Viola, y se enamora también él de Olivia…

Don Víctor: ¡Vaya un berenjenal!… Afortunadamente, Viola revela su auténtica identidad y el Duque la prefiere y se empareja con ella…

Don Hugo: … y Sebastián hace lo propio con Olivia.

Don Víctor: ¿Y todo este barajar de parejas y el cambio de sexo, sólo para hacer reír?

Don Hugo: Ciertamente en superficie; se trata del recurso al quid pro quo, pero veo, don Víctor, que usted, que está ya muy toreado, vislumbra algo más profundo…

Don Víctor: Me fastidia que la explicación se reduzca a aquello de que si Shakespeare era homosexual… ¡Como todos los que destacan!

Don Hugo: Hombre, tenga usted en cuenta que en «As you like it», Rosalind también se disfraza de jovencito y se hace llamar significativamente Ganímedes… Hecha esta aclaración, me resulta indudable que la pulsión sodomítica…

Don Víctor: Pero, don Hugo, ¿todavía puede usarse esa palabra?

Don Hugo: … encuentra en el teatro, al igual que en el mundo onírico, una satisfacción libre de culpa y de condena, a través de subterfugios que hacen tolerable la apariencia de que una mujer ame a otra, o un hombre a un hombre…

Don Víctor: A la postre las aguas vuelven a su cauce…

Don Hugo: … habiéndose reequilibrado las energías psíquicas y resuelto los conflictos. Pero lleva usted razón: la cosa no para en la sexualidad del propio Shakespeare. Y se lo voy a demostrar.

Don Víctor:  A quién me va a citar usted esta vez: ¿a Freud o a Jung?

Don Hugo: Nada de eso, don Víctor. Números cantan. Justamente la semana pasada acabé una estadística esclarecedora: En Tirso, autor como usted bien sabe de «Don Gil de las calzas verdes», se da travestismo en veintiuna de sus obras; en el Cervantes dramaturgo, en dos. Podría también buscarle las cifras de Calderón y de Alarcón, pero no merece la pena…

Don Víctor: Muy bien, muy bien, pero me interesaría mucho la de Lope, que era tan mujeriego.

Don Hugo: De sus cuatrocientas sesenta comedias, en ciento trece se da también el travestismo.

Don Víctor: ¡Me ha matao!

Orígenes

Don Hugo: Fue enterarme de que era sevillana y ya la miré con otros ojos. ¡Qué injustos somos sin reparar en ello, don Víctor! De pronto era más graciosa, más penetrante en sus observaciones, con más acervo cultural… ¡hasta más guapa!

Don Víctor: ¡Y era la misma que era, aquélla a quien llevaba usted tratando varias semanas! ¡Ay, don Hugo, esto de los prejucios según el origen de cada uno…!

Don Hugo: ¡Qué pícaro no ha de alardear de sus oprobiosos orígenes: su madre es indefectiblemente prostituta y su padre, desconocido, en el mejor de los casos!

Don Víctor: Hay en él una necesidad de humillarse para así, desde su inalcanzable bajeza, inmunizarse frente a la malevolencia de los demás…

Don Hugo: No puede deshonrarse más y eso le vuelve invulnerable.

Don Víctor: Así, ahora toda vileza le es lícita.

Don Hugo: Y qué pícaramente Cervantes humilla a su don Quijote haciéndole bueno, noble, enamorado y español.

Don Víctor: ¡Pero, don Hugo, si ésas son las cuatro mejores cualidades que caben en un héroe!

Don Hugo: Sí, sí, español, pero de la menos rancia de sus regiones, de la Nueva Castilla, que hasta hacía un par de generaciones, hablando deprisa, había sido tierra de moros.

Don Víctor: Es verdad, y enamorado… como quien dice por poderes o de oídas de una alta dama caballera en un pollino.

Don Hugo: Creo que me va comprendiendo usted, don Víctor… ¿Noble? Sí, pero del más bajo estrato, que antes le constriñe por todo lo que le prohíbe, que le aprovecha por cuanto no posee.

Don Víctor: ¿Y quién más bueno que él sino que todas sus proezas vengan a parar en golpes, molimientos, descalabros y todos los ridículos imaginables?

Don Hugo: Lo que le digo, don Víctor… ¡pícaro Cervantes y pícara nuestra condición humana!… que no ve en su Redentor sino un galileo, y no un judío; un carpintero, y no un sacerdote; encima amigo de las rameras, y no de las altas damas de una asociación benéfica… y, claro, al final nos lo condenan por delincuente.

Apellidos

Don Hugo: Ya se habrá enterado usted, don Víctor, de que se nos ha muerto el bueno de Dupré….

Don Víctor: Sí, ya me lo comunicó Lopetegui… y bien que lo he sentido, no sólo por lo buena persona que era, sino porque me ha faltado darle una explicación e incluso pedirle disculpas.

Don Hugo: ¿Usted, don Víctor?… ¡Si siempre se llevaron de maravilla!, lo cual era fácil con Dupré por lo educadísimo y atento que era.

Don Víctor: Es una cosa a propósito de los apellidos españoles.

Don Hugo: ¿Qué nadería va a ser ésa?… Dupré pronunciaba mal y siempre se le resistieron las jotas y nuestro acento llano, pero no se apure, que nunca dejó de agradecer sinceramente que le corrigiéramos.

Don Víctor: No es eso, don Hugo, es que me propasé cuando me habló de la influencia mora no sólo en nuestra literatura, sino en nuestras costumbres y nuestra idiosincrasia, especialmente en lo tocante a la posición social de la mujer…

Don Hugo: Claro, nuestros cafés llenos de hombres, la ausencia de mujeres profesionales o con estudios, y todas esas cosas… ¡pero eran otros tiempos!

Don Víctor: Yo le salí con aquello de que la mujer española no pierde su apellido al casarse y que todos nos llamamos con el apellido de nuestro padre y de nuestra madre…

Don Hugo: …pero, don Víctor, si eso es la pura verdad y no pueden decir lo mismo en otros países…

Don Víctor: Él quedó apabullado ante aquella evidencia y se avergonzó tanto que llegó a pedirme disculpas y a insinuar que, como reacción al enemigo islámico, habíamos defendido con ello más que nadie la dignidad de la mujer; y que retiraba todo lo dicho.

Don Hugo: ¡Qué interesante!… Fíjese usted que no he conseguido encontrar todavía nada sobre esto de nuestros apellidos en Américo Castro, pero para mí que ha de tener que ver con la necesidad de demostrar nuestra pureza de sangre, que no en vano la condición de judío se transmite por vía materna.

Don Víctor: Eso es lo que no se me ocurrió entonces, aturdido por mi triunfo dialéctico sobre semejante eminencia… Lo he pensado muchas veces después y he desperdiciado, tal vez por pereza o por vergüenza, otros encuentros que tuvimos luego.

Don Hugo: Como que yo pienso que esto que tenemos los españoles de hablar tan alto es también por demostrar que no nos traemos secreteos ni confidencias de judaizantes y que cualquiera puede oír lo que hablamos.

Don Víctor: Es que creo que también a Dupré lo apabulló el volumen de mi voz con que quise dar vehemencia a mis argumentos.

Don Hugo: ¿Y esta obsesión tan nuestra por comer el cerdo de todas las maneras imaginables, en todas las ocasiones e incluso entre horas -que no se da en ningún otro lugar del planeta-, no responde a lo mismo, a que no hay en nosotros ni rastro de moro ni de judío?

Don Víctor: ¡Cuánto nos alababa siempre nuestro jamón el pobre Dupré!

Don Hugo: ¡Anímese, don Víctor, que no hay mal que por bien no venga!… Tenemos la más deliciosa charcutería del mundo y hemos depurado la mejor raza porcina de la Historia!

Guías de antaño

Don Hugo: Sí, cómo rebatirle que ahora en general estos guías tienen mejor preparación que los paleticos de antaño, pero le confieso que me aburren más.
Don Víctor: Es verdad… Recuerdo el que nos tocó en el Monasterio de las Huelgas, que nos aclaraba que aquellas huelgas “no eran como las de ahora: ¡que no quieren trabajar!”
Don Hugo: Sí, ya le recuerdo… ¡el de las columnas “salmónicas”!
Don Víctor: ¿Y qué me dice usted de aquel otro que nos mostraba los tesoros de la catedral de Burgo de Osma, señalándolos con el diario “Marca” enrollado?
Don Hugo: ¡Sí, hombre, el fichaje de Cruyff por el Barcelona superpuesto a aquella talla gótica de la Virgen con el Niño Jesús en brazos!
Don Víctor: ¡Puro Dalí!, ¡Qué realce!
Don Hugo: ¿Y cuando el de San Juan de Baños, impaciente por almorzar, dio una palmada y nos espetó: “¡Vamos!”?
Don Víctor: Yo me quedo con el de Pastrana, más picarón que los lugareños de “Las de Villadiego”, cuando, señalándonos sus respectivos sepulcros, decía aquello de que la Duquesa de Éboli fue tan poderosa señora que, incluso muerta, “tenía al marido debajo”.
Don Hugo: Qué duda cabe de que éste de Roma sabe más que todos aquéllos, pero estando usted aquí, don Víctor, ¿qué necesidad tenemos nosotros de seguir este rebaño?
Don Víctor: Querrá decir estando usted, que se lo sabe mucho mejor… pero, contestando a su pregunta, la razón es por las fechas.
Don Hugo: ¿Pascua?… pero es que hay algún precepto que nos obligue a sujetarnos a la grey turística?
Don Víctor: Hombre, don Hugo, alguna penitencia habrá que hacer…

Poetisa

Don Hugo (cantando): «Señora, señora, parece mentira, parece mentira»… Hacía tiempo que no la escuchaba y he decidido que me gusta más que cualquier opereta vienesa. Prefiero la música de Vives a la de Lehár y los chascarrillos de Perrín y Palacios a las soserías de Willner, Bodanzky y Stein.

Don Víctor: ¡Cómo eran antes las cosas, don Hugo! La Generala era la esposa del general y lo mismo rezaba para la médica, la sacristana, la alcaldesa…

Don Hugo: Por algo se han resistido tanto las francesas a apearse de «juez», «médico», «ingeniero», «profesor», «arquitecto»… aunque ya empieza a cambiar la cosa, como en España. Fíjese usted que se llegaba a decir «la abogado», siendo como es la Virgen «abogada nuestra».

Don Víctor: Sin embargo, desde tiempos remotos, hubo algunas profesiones desempeñadas también por las mujeres con plena aceptación y reconocimiento. Por eso me llama la atención que ya no podamos decir «la poetisa Safo», sino «la poeta»…. ¿Acaso alguna vez fue la poetisa la mujer del poeta y la actriz, la mujer del actor?…

Don Hugo: Yo creo, don Víctor, que aquí se están extralimitando.

Don Víctor: ¡Cuánto daría ahora mismo por trasladarme a la Laconia del siglo VII antes de Cristo y pedirle a Megalóstrata, aquella poetisa espartana a la que se reconoció el privilegio de hablar en público, su opinión sobre esta cuestión!

Don Hugo: Y si Megalóstrata no se pronunciara, siempre podríamos dirigirnos a Clitágora, que gozaba de idéntico derecho y que a mí me da que sería algo más locuaz…

Don Víctor: Sí, quizás no fuera tan lacónica…

La catedral de Mejorada del Campo

Don Víctor: Desde luego el padre Justo nos ha colocado en una muy difícil tesitura… Le confieso, don Hugo, que de entrada me repele.

Don Hugo: Lo comprendo bien, pero si le he traído es porque a mí me atrae inevitablemente…

Don Víctor: Admito que su ubicación en alto y su tamaño impresionen de entrada, pero ¿no le parece a usted que tiene ese aspecto endeble y viejo -antes de haberse terminado- de los grandes decorados de Hollywood?

Don Hugo: Se le concedo todo, don Víctor, pero qué arquitecto ha existido nunca ni existirá que pueda dar la imagen cabal de la verdadera Jersusalén celestial. ¿No nos pone a todos este monumento en nuestro verdadero lugar, en relación a Dios?

Don Víctor: Me ha desmontado el primer argumento, pero hay más cosas en este pastiche… ¿Qué hacemos volviendo a las galerías románicas, a los campaniles que contemplan como niños arrobados los rascacielos de la metrópolis, las desalentadoras escalinatas salidas de madre que contrarían el dogma de la accesibilidad, la acumulación desordenada de volúmenes, el quiebro caprichoso de los contornos…?

Don Hugo: Pare, pare, don Víctor… ¡Alto el fuego!… ¿Qué son todos esos excesos sino la expresión plástica ingenua y popular de esa incontenible necesidad de la plegaria incesante, de la agradecida y torrencial entrega al Creador?

Don Víctor: Es que a mis argumentos artísticos opone usted la fe del carbonero y ¿quién es nadie para meterse con la fe del otro ni para escandalizar a los pequeñuelos?… pero reconózcame que esto no deja de ser una monumental mamarrachada.

Don Hugo: ¡De ninguna manera, don Víctor! El padre Justo encarna como ninguno aquello de que por fin es piedra angular la que desecharon los arquitectos… y aquí todo cuanto se levanta hasta recortarse en el cielo fueron antes escombros. Estamos ante un monumental ejemplo de arte sostenible, perfectamente homologable a eso que a usted le gusta tanto, que es el arte povera… ¿Que es ingenuo, que no muestra un conocimiento académico ni técnico, que es espontáneo e imperfecto?… Ahí lo tiene usted. ¡Art Brut! Y bien que disfrutamos en Lausana con todo aquello que había reunido Dubuffet…

Don Víctor: Todo eso está muy bien, don Hugo, pero ¿no será mejor que lo veamos desde aquí, no vaya a ser que nos pille algún desprendimiento?

Don Hugo: Eso me preocupa a mí también, que el Ayuntamiento acabe clausurando, abandonando y finalmente derribando este gigantesco ex-voto, por el peligro que pueda entrañar para la seguridad del visitante.

Don Víctor: Esto se evitaría con sólo la firma de Gaudí como instigador.

Don Hugo: «inspirador», don Víctor… no tenga usted tan mal perder…

Todos hombres

Don Víctor: Vamos a refugiarnos a la sombra de aquella estatua, don Hugo, a ver si me recupero un poco de estre bochorno.

Don Hugo: El mejor sitio para decirle una cosa que o la suelto o me va a estallar dentro: que  desde el primer momento todos los indios fueron españoles y súbditos de la Corona.

Don Víctor: ¡Ah, claro, si es que se trata de la estatua del Inca Garcilaso de la Vega!

Don Hugo: ¿Sabe usted, don Víctor, que antepuso «Inca» a su nombre una vez que fuera a España y entonces tomara conciencia de su doble origen?

Don Víctor: No sé dónde leí que el nuevo nombre es el rótulo del hombre nuevo.

Don Hugo: Recuerdo perfectamente que escribió: «Mestizo me lo llamo yo y a boca llena, y me honro con él».

Don Víctor: Acabo de leer que en la Manila española del siglo XVII un importante noble legó toda su fortuna a su hijo mayor, que era mulato; y que esto era lo habitual, lo mismo en las más lejanas posesiones del Imperio Español que en la propia Corte…

Don Hugo: … con toda la naturalidad del mundo…

Don Víctor: ¿Quién, sino un español, podría escribir como Gonzalo Fernández de Oviedo al Emperador que » los hombres, que en una parte son negros, en otras provincias son blanquísimos, y los unos y los otros son hombres»?

Damnatio memoriae

Don Hugo: ¡Y que los rusos de Alexander Nevski no tienen popes!

Don Víctor: ¡En pleno siglo XIII!

Don Hugo: Pues no, ya ve usted, don Víctor; sólo los malvados teutones tenían curas y frailes. Eisenstein lo demostró en su película. ¡Si le gustaría a Enver Hoxha que decretó al ateísmo, religión oficial de Albania!

Don Víctor: Eso no es nada, don Hugo. He acudido a las fuentes con esto del Centenario y he comprobado que no hay ni rastro de la presencia de Juan Sebastián Elcano en la expedición de Magallanes.

Don Hugo: Claro, el premier Antonio Costa busca que por una vez se hable de su país apropiándose de la primera vuelta al mundo.

Don Víctor: ¡Le estoy hablando de las fuentes! Pigafetta, en su crónica, no lo nombra ni una sola vez.

Don Hugo: ¿Se acuerda usted, don Víctor, de cómo tuve que darle la razón en Sicilia con aquello de  la guía Michelín, que yo la tenía en un pedestal?

Don Víctor: Es verdad, los españoles no habían pasado por aquella isla ni fortificaron Palermo, ni abrieron la Vía Maqueda, organizando la ciudad a la romana, ni los personajes de los balcones de I Quattro Canti son los reyes españoles….

Don Hugo: ¡Ni defendieron la isla de los turcos!

Don Víctor: Todos esos ocultamientos, ¿a qué obedecen?… porque están evidenciando la propia endeblez y la necesidad de suplantar a otros. Es pura impostura.

Don Hugo: No puede decirse mejor, don Víctor: esta usurpación expresa el asesinato del padre y, con su desaparición, la condena de su memoria.

Don Víctor: Entonces, Palermo edificó el casco histórico más extenso de Europa espontáneamente; muerto Magallanes, los marineros dieron la vuelta al mundo abandonándose al capricho de las corrientes marinas y de los vientos; los rusos vencieron a los teutones sin ni siquiera creer en Dios, a pesar de que Alexander Nevski fuera canonizado por la Iglesia Ortodoxa…

Don Hugo: Y yo sigo preguntándome a qué padre querrían matar los autores de ese diccionario inglés de ópera donde, entre cientos de grandes cantantes, no figura Alfredo Kraus.

Don Víctor: A mí me va a dar un soponcio…

Cuatro cosas bien dichas

Don Víctor: Cuidado, don Hugo, que nos va a atropellar un coche…

Don Hugo: Aprovechemos ahora, don Víctor. Vamos junto a la fuente de Neptuno, que es hora de proclamar desde allí cuatro cosas.

Don Víctor: ¡Espero que no sea nada malo!

Don Hugo: Ya hemos llegado. ¡Allá que voy! Uno: Tenemos la mejor sanidad del mundo. Dos: Tenemos la generación de jóvenes mejor preparada de nuestra Historia. Tres: La Alemania de entreguerras era el país más culto del mundo. Cuatro: Nadie es insustituible.

Don Víctor: ¡Cómo lo celebro por España, por Alemania y por la Humanidad en general!

Don Hugo: Entonces, don Víctor, ¿no me lo rebate usted?

Don Víctor: Es maravilla que, como dijo Felipe González, «nadie es insustituible». Prueba de ello han sido los excelentes Presidentes del Gobierno que han venido después, cada uno mejor incluso que el anterior.

Don Hugo: Veo que me ha cogido usted el aire…

Don Víctor: Tal grado de cultura llegó a alcanzar Alemania que entregó todo el poder a Hitler e hizo posible el bonito espectáculo de la Segunda Guerra Mundial.

Don Hugo: Por eso el más grande filósofo del momento, Heidegger, se adhirió al Partido Nacional-Socialista.

Don Víctor: A tal grado de preparación ha llegado nuestra juventud, especialmente en Informática e Inglés, que por fin podemos prescindir en España de la cultura y del desarrollo económico…

Don Hugo: … por mucho que les duela a los del Informe Pisa. «Ladran, luego cabalgamos».

Don Víctor: Nuestra sanidad ha conseguido que seamos el país del mundo con mayor número de muertos por habitante en la crisis pandémica…

Don Hugo: … lo que ha convertido a miles de profesionales de la sanidad en héroes nacionales.