Campo y ciudad

Don Víctor: Antes, allá todo era cíclico y la existencia se acompasaba a las estaciones… Había una expectación ante la llegada de las grandes tareas agrícolas, el paso de los segadores y esquiladores que venían de fuera o la vuelta de aquéllos que habían partido a otras comarcas, la despedida de los rebaños, ¡las cosechas!, las fiestas del santo patrón…

Don Hugo: El campo estaba lleno de gente. Pocos ancianos y muchos chiquillos…

Don Víctor: Es lo que siento ahora cuando paso unos días en el campo: siempre tengo ganas de ir, pero pronto me embarga la tristeza y ando pendiente de cuándo vuelven ustedes a Madrid para pedirle a Julita que regresemos nosotros también.

Don Hugo: Le comprendo a usted perfectamente, don Víctor. Yo siento, al volver al Foro, una efervescencia que casi ni me deja respirar. En cambio, en el campo, es como si el ciclo natural se hubiera estancado o ya no quedara quien le hiciera caso.

Don Víctor: Ahora es como si el pueblo fuera una colonia de ancianos… como si la rueda de la aceña hubiera dejado de girar por falta de caudal y poco a poco fuera desdentándose y criando musgo…

Don Hugo: Casi no había reparado en esta sensación hasta que me la señaló usted. Por el contrario, siento que la ciudad nos comunica su vitalidad, como si la nuestra no menguara.

Don Víctor: Es que la ciudad siempre progresa, ella misma constituye su propio impulso y su propio movimiento. Se deshace y reconstruye continuamente. Cambia para no volver a ser nunca igual. Crece.

Don Hugo: Lástima, don Víctor, que se perdiera usted -¡por estar precisamente en el campo!- la conferencia del doctor Mata en el ateneo. Allí dejó bien claro el concepto de “cronotopo”.

Don Víctor: ¿Habló de Bajtín?

Don Hugo: No, de la ciudad: que si primero estuvo consagrada y encomendada a la tutela de una divinidad; que después a la del príncipe que la engrandece, haciendo de ella el escenario de su gloria; y, al final, destronado éste, la propia ciudad se erige ella misma en diosa ante la que no cabe sino someterse.

Don Víctor: Nada, don Hugo, que Perséfone se nos ha quedado en los Infiernos y ya no quiere asomarse más a los campos, ni siquiera en primavera.

Don Hugo: La tía se nos ha apoltronado en esa residencia de mayores que dirige el vejestorio de Hades… Pues digo yo, don Víctor, ¡que habrá que hacer algo!

Cristo, retrato de cuerpo entero

Don Víctor: Los más próximos fueron los artistas paleocristianos. Alguna tradición pudo llegarles de los verdaderos rasgos de Cristo.

Don Hugo: Quite, quite, don Víctor, que entonces regía el tabú de no reducir a Dios en una imagen. Cristo no pasa de ser un pastor de ovejas, un filósofo, un efebo imberbe… símbolos, pero no retratos.

Don Víctor: Sin embargo los bizantinos incorporan la majestad hierática de los emperadores, como corresponde a todo un dios y aciertan con la barbada faz siríaca y la melena, que por algo se habrán impuesto hasta nosotros.

Don Hugo: ¡Quia, eso son conjeturas orientalizantes! ¿No le parece infantil sentar a Dios en un trono, que es a lo que más puede aspirar un hombre?

Don Víctor: Pues el románico, no creo yo que…

Don Hugo: Es cierto que aquellos frescos, renunciando al bulto y a la profundidad, sacan a Cristo de nuestro espacio contingente. Evocan una realidad que no es la nuestra, pero en lugar de aportar nuevas dimensiones, reducen aquéllas que podemos percibir y nos alejan de la divinidad.

Don Víctor: Siguen la dirección inversa a la correcta… Entonces, ¡vayamos pues con el Renacimiento! Ése sí que recupera el espacio y la naturaleza, pero ya no contingentes, sino trascendiendo un orden superior. Creo que hemos llegado al momento clave… ¡el 1500!

Don Hugo: ¿Qué quiere que le diga, don Víctor? Acaso aquellos artistas se acercaran más que nunca, pero ¿no resulta todo demasiado fácil, claro como para que lo entienda un niño? ¿De verdad está todo ahí?…

Don Víctor: Me niego a dar por buena la imagen del Barroco, mucho más humana que divina. Hacen de Cristo uno de nuestros héroes, al alcance de los poetas épicos, los novelistas y los trágicos. La verdad, don Hugo, no sé adónde quiere usted ir a parar… Como no se me haya hecho usted protestante, que es la confesión de la impotencia del Arte…

Don Hugo: Adonde debemos dirigir nuestra mirada es a los artistas que buscaron el misterio de Dios, todo aquello que para nosotros es una paradoja, lo desconcertante en Cristo, lo que no encontramos en todos los reduccionismos anteriores…

Don Víctor: Claro, ¿cómo va a entender nuestra carne que el rey venga a servirnos; que Dios se haga hombre y, para más inri, pobre; que la muerte nos dé la vida?…

Don Hugo: … que la derrota sea  la victoria, que los últimos serán los primeros

Don Víctor: … y lo que dice San Pablo: que cuando es débil, es fuerte… Creo que le adivino y le doy la razón, don Hugo: Pontormo y sus amigos manieristas son quienes mejor expresan lo inexplicable, lo ilógico, lo demencial, lo inadmisible de Cristo.   

Silencio

Don Hugo: Calla usted, don Víctor; por tanto me da la razón.

Don Víctor:

Don Hugo: Bueno, pues entonces, sentado eso, ya podemos seguir hablando.

Don Víctor: Seguiremos hablando, don Hugo, pero sobre la base de que no ha quedado sentado nada.

Don Hugo: ¿Cómo,  es que acaso su silencio no otorgaba…?

Don Víctor: Si su afirmación hubiera sido malintencionada, ¿de qué valdría cuanto yo le contestara con mis mejores silogismos y mis más contundentes ejemplos?

Don Hugo: Pero hombre, don Víctor, ¡cómo puede usted pensar mal de mí?

Don Víctor: Sé que su provocación era una broma, pero quería poner de manifiesto que, contra la mala fe, la palabra no puede nada y que el refrán de marras sólo favorece a malévolos y arteros.

Don Hugo: “Protervos”, que diría nuestro amigo Lopetegui…

Don Víctor: Fíjese usted, don Hugo, cómo se muestra de lacónico Cristo tanto ante el Sanedrín como ante Pilatos… ¿Para qué contestar si estaba condenado de antemano?

Don Hugo: Vamos, que al Salvador sólo le faltó abrir los brazos y exclamar como Lola Flores: “¡Que me fusilen!”

Escarnio

Don Hugo: De niño siempre pensé en hacerme misionero como mi tío José Carlos.

Don Víctor: Pero si me contó Dolores que de pequeño era usted un trasto y que siempre estaba castigado en el colegio…

Don Hugo: A los propios curas les asombraba esa contradicción: yo era el más entusiasta en los ejercicios espirituales y el que respondía de manera más certera y sentida a cuantas preguntas de doctrina se me propusieran…

Don Víctor: ¡Quién le iba a ganar, don Hugo, con esa cabeza que usted tiene!

Don Hugo: No, no, que les conmovía mi fe vehemente y sin fisuras.

Don Víctor: Y entonces, ¿por qué era tan revoltoso?

Don Hugo: Yo mismo no me daba mucha cuenta entonces, pero con el paso del tiempo me he recordado muchas veces divertido y halagado al encontrarme expuesto ante mis compañeros, arrodillado con los brazos en cruz y las orejas de burro ceñidas a mis sienes.

Don Víctor: ¿Masoquismo?

Don Hugo: ¡En absoluto, don Víctor! Tenga usted en cuenta que a mí hacer comedias me chiflaba. En el colegio yo siempre me ofrecía para todos los papeles, como el personaje de Bottom en “El sueño de una noche de verano”. Estando castigado, acaparaba la atención de mis compañeros. Ya fuera en lo bueno o en lo malo, el caso era figurar. Y más de un palmetazo me llevé cuando desde mi rincón todavía les hacía reír con visajes y mohines.

Don Víctor: ¿Exhibicionismo, entonces?

Don Hugo: En mi introspección llegué a encontrar una razón más profunda. ¿Qué era el castigo corporal de estar de hinojos con los brazos cargados, qué era la humillación de verse sometido al escarnio público, qué eran las orejas de burro sino la corona de espinas?… Todo sumaba una translación de la Pasión de Cristo a mis circunstancias cotidianas.

Don Víctor: ¡Atiza, don Hugo, aquello era la culminación de sus ejercicios espirituales!

Totò y los pequeño-burgueses

Don Víctor: De no ser porque mi padre me lo prohibiera, yo hubiera querido ser periodista.

Don Hugo: ¿Deportivo?

Don Víctor: Me imaginaba a mí mismo entrevistando a Totò.

Don Hugo: ¡Ah, Totò, qué maravilla! Aquel nuevo Polichinela, el sub-proletario napolitano a la busca permanente de la supervivencia.

Don Víctor: Y, sin embargo, cuánta razón lleva Pasolini al definir al actor como típico pequeño-burgués frente al personaje típicamente lumpen meridional.

Don Hugo: Eso, don Víctor, se debe a que los artistas, al igual que profesores, abogados, funcionarios del Estado, etc., al estar al servicio de instituciones de la superestructura y no quedar ligados directamente a la producción, no constituyen una auténtica clase social.

Don Víctor: ¡Cómo! Entonces… ¿qué son?

Don Hugo: Para Marta Harnecker, está bien claro: “Sólo los grupos que, al participar en forma directa en el proceso de producción, llegan a constituirse en polos antagónicos (explotadores y explotados) se constituyen en clases sociales”.

Don Víctor: Tan pelmaza como su profeta Louis Althusser.

Don Hugo: Tiene usted razón, don Víctor. Fíjese que me ha resultado muy interesante lo que dice esta pensadora alemana del Este…

Don Víctor: ¿La señora Angela Merkel?

Don Hugo: Déjese usted de chuflas. Me refería a Christa Wolf…

Don Víctor: Ah, don Hugo, disculpe usted… ¡la Wolf!… Eso son palabras mayores.

Don Hugo: …reflexionando sobre la poetisa romántica Karoline Günderrode…

Don Víctor: Ah, sí…. “Pero aquí he de quedarme sentadita / Como una niña obediente. / Sólo a escondidas puedo soltarme el pelo / Y dejarlo ondear al viento”.

Don Hugo: ¡Bellísimo!…La  Wolf atribuye el suicidio de la joven Günderrode a la moral pequeño-burguesa, que reprime toda rebeldía y originalidad…

Don Víctor: Eso está muy bien, pero ella misma es bien consciente de que en su república democrática, sin clases sociales, en su paraíso fraternal de iguales, no caben ni el dolor, ni la inutilidad ni el individualismo.

Don Hugo: Niegan las realidades emocionales del ser humano, que son absolutamente ahistóricas y supra-sociales.  Pero la corriente subterránea del inconsciente seguirá fluyendo siempre, empapando el devenir de la especie humana hasta el Valle de Josafat…. Y dígame, don Víctor, ¿qué quería preguntarle usted al pequeño-burgués Totò?

Don Víctor: Ya no me acuerdo, pero ahora le preguntaría cómo se las arreglaron, él con toda su inmensa familia, para que a la vuelta de sus fingidas vacaciones, no les delatara la palidez de sus rostros.

Don Hugo: Sí, aquella película… como no tenían dinero para veranear, se despedían de todos los vecinos y se marchaban con las maletas, pero por la noche volvían secretamente a casa y se encerraban en ella todo el mes.

Don Víctor: Todo con tal de aparentar.

Don Hugo: ¡Ni que fuera un hidalgo!

Don Víctor: ¡Otro desclasado!

Ardinghello

Don Víctor: ¿Y después de tantas veces de venir a Ibiza desde aquel primer viaje que hicimos juntos los dos matrimonios…

Don Hugo: ¡Hace ya medio siglo, don Víctor!

Don Víctor: … realmente ha llegado a encontrar lo que estaba usted buscando: aquella utopía de Heinse?

Don Hugo: ¡Ay, don Víctor, he encontrado tantas cosas que me encantan!… incluso de aquel sueño pudimos percibir bastante en los primeros años.

Don Víctor: Desde luego, don Hugo, el encanto de la vida payesa, con sus costumbres tradicionales y su candidez primitiva…

Don Hugo: Nada como esas casas en el campo con los suelos de tierra pisada…

Don Víctor: … o esos cercados con el hato de ovejas acarradas bajo la higuera.

Don Hugo: Y de alguna manera fue como si viéramos pasar a Ardinghello y sus amigos reencarnados en aquellos hippies rubios, ávidos de amor libre, poligamia, hedonismo e impregnados de un espíritu rebelde y libertario.

Don Víctor: Y con qué discreción se cruzaban con ellos las diminutas payesas, imperturbables en la comunión risueña con su lugar y su forma de vida.

Don Hugo: ¡Ay, las payesas!

Don Víctor: Que hayamos tenido que asistir a su desaparición…

Don Hugo: Don Víctor, ¡que se nos va el mundo!

Portuguesos

Don Víctor: Para el inglés…

Don Hugo: el irlandés.

Don Víctor: Y para el francés…

Don Hugo: el belga.

Don Víctor: Y para el griego…

Don Hugo: el turco.

Don Víctor: Y para nosotros…

Don Hugo: ¡el portugués!

Don Víctor: También todo esto se ha perdido en una indefinición globalizante que ha limado la ironía.

Don Hugo: Sí, don Víctor, ya no hay sitio para los chistes de nacionalidades.

Don Víctor: ¿Recuerda usted ése del epitafio que enumera en condicional todo cuanto habría hecho el difunto… o mais grande navegante, o mais grande medico, o mais grande artista… de no ser porque naciera muerto?

Don Hugo: O ese otro  en que en una convención militar europea tras la Segunda Guerra Mundial, donde cada uno luce sus medallas, aparece un general de Portugal (país neutral), tan condecorado que no se le ve ni el color de la guerrera. Ante la perplejidad de sus colegas, héroes de asedios, desembarcos, batallas, naufragios y ofensivas-relámpago, el buen luso explica con orgullo: “Boa conducta”.

Don Víctor: El caso es que esa fama de grandilocuentes y beocios algo se acomoda con su torpe gobierno y las oportunidades perdidas: Colón y Magallanes

Don Hugo: ¡Vaya ojo de cazatalentos!

Don Víctor: ¿Recuerda usted, don Hugo, aquel paseo que dimos usted y yo en barca por el río Cher?

Don Hugo: Sí, claro, la alquilamos en el embarcadero que queda poco antes del castillo de Chenonceau.

Don Víctor: Íbamos tan enfrascados en nuestra plática que, remando mecánicamente y habiendo alcanzado ya una cierta velocidad, arremetimos de frente contra uno de los espolones que sustentan al castillo. ¡Qué estruendo! Cómo crujió la barca que, sin embargo, salió indemne del golpe y, pasando por debajo del puente, prosiguió su navegación hasta el siguiente embarcadero. Había un buen francés pescando desde el antepecho de una de las ventanas. El hombre no daba crédito. Se asomó entonces -qué deprisa tuvo que correr- a una de las ventanas de la fachada opuesta para ver de nuevo a esos fenómenos río abajo.

Don Hugo: Ah sí, y entonces usted se puso de pie y, volviéndose hacia él, le gritó: “Nous sommes portugais!”

El viejo y el joven

Don Hugo: Y entonces, don Víctor, en ese vídeo Ghiaurov le decía que de poner dos tenores en Fausto, uno para hacer el viejo y otro para el rejuvenecido… ¡que de eso nada!, ¡que para eso estaba él, que encarnaba muy bien ambas edades!

Don Víctor: ¡Exactamente! Lo que ocurre es que como Kraus se toma tan a pecho sus personajes, entre que enmohece su timbre para interpretar al anciano desencantado y que la partitura le tiene media hora monologando una gimiente letanía que contrasta con el brillo y la facundia de un exultante e histriónico Mefistófeles…

Don Hugo: Claro, claro, que el primer acto de la obra, inoportunamente, no le permite al protagonista sacudirse su apagamiento.

Don Víctor: Es verdad, don Hugo, y eso, en un espectáculo tan largo como la ópera, cuando los demás personajes ya se han lucido, tiene que ser muy duro.

Don Hugo: Pero… ¿y el contraste al operarse el prodigio y surgir el joven Fausto reclamando placeres?

Don Víctor: ¿No le parece a usted que cincelar un personaje hasta tal extremo puede desequilibrar el conjunto de la obra?

Don Hugo: Es lo que dice Delacroix con la pintura: que aquéllos que detallan en exceso la concreción de una figura, arruinan la unidad del cuadro. Y sin embargo en el teatro…

Don Víctor: ¡Y Kraus siempre nos recordaba que la ópera es teatro!

Don Hugo: … si cada personaje estuviera bien acerado…

Don Víctor: ¡Eso es!, ¡hasta hacer daño!

Don Hugo: … y el director es inteligente, la función no puede sino beneficiarse.

Don Víctor: Es el conjunto el que cuenta y sólo puede ser sublime si cada uno de sus componentes lo es y entonces se obra una verdadera transfiguración.

Don Hugo: Si hubiera tenido ocasión, aquella vez en que pudimos hablarle, le hubiera dicho: “Siga haciéndolo así, maestro: al viejo como viejo y al galán como galán”.

Don Víctor: Y además es que, ¡gracias a Dios!, no habría sabido hacerlo de ninguna otra manera.

El toro de Creta

Don Víctor: Conque a sus otros méritos, usted le atribuye ser el primer torero…

Don Hugo: ¿Quién lo va a discutir, don Víctor?… eso dijeron los poetas.

Don Víctor: Sí, pero también que pudo superar otros trabajos gracias a la ayuda inestimable de Atenea. Oiga, que había que ahuyentar a las aves del lago Estínfalo…

Don Hugo: … ahí que estaba Atenea para proporcionarle los címbalos apropiados.

Don Víctor: Que se trata de capturar a Cerbero…

Don Hugo: … enseguida viene la diosa, asesorada por el dios caminero Hermes, para indicarle la ruta de los Infiernos.

Don Víctor: No hizo sino lo que debía cuando consagró las manzanas de las Hespérides a la de los ojos garzos.

Don Hugo: ¡Ya podía estarle agradecido!… como otros héroes. Fíjese en Belerofonte.

Don Víctor: A ver, ¿cómo domamos a Pegaso?

Don Hugo: ¡Marchando unas bridas mágicas de oro!

Don Víctor: ¿Y Perseo?, ¿cómo obligar a las Grayas a que le revelen el camino de las Ninfas y cómo poder cortarle la cabeza a Medusa?

Don Hugo: Un consejo a tiempo: que les sustraiga su único ojo y luego los instrumentos adecuados para la decapitación:  la espada y el escudo espejado.

Don Víctor: Atenea tiene fama de severa y poco sentimental, pero qué duda cabe de que no seríamos sino animales de no ser por la implacable Razón que representa.

Don Hugo: Es la historia que celebran los frisos de los templos griegos: los hechos de los hombres contra los Gigantes, contra los Centauros, contra las Amazonas… en definitiva, la lucha de la civilización por edificarse frente al Caos de la naturaleza que nos devora.

Don Víctor: ¡Lástima, don Hugo, que no nos hayan llegado versos de algún poeta que acaso relatara cómo Atenea prestó a Heracles una muleta mágica con que templar las embestidas del toro de Creta!

Palmanova

Don Hugo: Contempladas de lejos y desde arriba, las utopías no pueden ser más bellas. Todas me gustan porque todas son perfectas.

Don Víctor: Cada uno sabe lo que tiene que hacer, todos son iguales, todos están de acuerdo, nadie expresa dudas ni discrepancias, cada día es igual al anterior y al siguiente y el conjunto se basta a sí mismo.

Don Hugo: ¡Como en el ejército! ¿No ve que esta ciudad ideal es una mezcla de castillo y campamento romano?

Don Víctor: Ahí está la pega, don Hugo… Cuando aterricemos en la plaza, recorramos sus calles y nos metamos en sus casas, luego nos preguntaremos: ¿y si quiero hacer otra cosa que la que me toca?, ¿y si se me antoja modificar la organización?, ¿y si prefiero salir por la puerta más allá de las fortificaciones que nos clausuran?, ¿y si…?

Don Hugo: La utopía nos cosifica, convirtiéndonos en piezas de su engranaje, predetermina nuestro comportamiento, ahoga toda iniciativa, en última instancia anula la libertad, que “es el bien más preciado” y condición de nuestra felicidad.

Don Víctor: Ahora bien, ¿cómo no tender a la utopía?, ¿qué sería de nosotros sin la esperanza de un mundo perfecto?… y, sin embargo, siendo inalcanzable para nosotros la perfección del Paraíso terrenal, lo ideal está en ese siempre insatisfactorio y conflictivo equilibrio inestable entre la libertad y el orden.

Don Hugo: En definitiva, don Víctor, que la utopía es la antítesis de la libertad.