Don Hugo: Desde luego, ya es puntería que los tres fueran a enamorarse de mujeres casadas, amén de irreprochables esposas.
Don Víctor: Afortunadamente para nosotros, don Hugo, y para la fama de los propios autores.
Don Hugo: Eso por descontado, don Víctor. Su deseo imposible les genera una tensión psíquica tal que, exacerbando su fantasía, los compele a desahogarse en la creación literaria como sustitutiva de la satisfacción sexual. A su chasco erótico, le debemos la Divina Comedia, los sonetos y el Decamerón.
Don Víctor: Eso está claro, don Víctor, pero también que los tres bebieron de la tradición de la literatura cortés en que el caballero sólo puede morirse por los huesos de la dama desposada…
Don Hugo: … muchas veces incluso señora de su Señor, lo cual dificulta aún más la consecución amorosa y les pone a prueba la lealtad debida.
Don Víctor: Mucho me temo que aquellos caballeros tuvieran más de poetas que de enamorados….
Don Hugo: El arte se asienta en la frustración; y si ésta no se da, se fabrica… ¡Ay, Beatriz, Laura y Fiammetta, cuánto debemos todos a vuestra fortaleza y a vuestra virtud!
Don Víctor: Le diré como aquel examinando: «Ah, ¿pero Petrarca no era la novia de Dante?»
Don Hugo: ¿Sabe usted lo que le digo, don Víctor? Que la tormenta de ayer, si bien desagradable, fue absolutamente necesaria para aclarar conceptos.
Don Víctor: Desde luego yo aprendí muchísimo y no puedo estarle más agradecido, don Hugo.
Don Hugo: Entonces me habrá perdonado usted lo que le dije a propósito de Shakespeare y Dostoievski, ¿verdad?
Don Víctor: Conceptualmente, tenía usted toda la razón, aunque fuera tan doloroso para mí.
Don Hugo: De eso se trata, don Víctor: si pretendí establecer la superioridad de Dostoievski fue porque osa ir más allá que Shakespeare al convertir en personajes lo que en Hamlet se queda en mera conciencia…
Don Víctor: … mordiéndose la cola como una pescadilla.
Don Hugo: Exactamente. Dostoievski le desenrolla esa cola y la trocea en diversos personajes a cuál más atormentado e impelido a actuar…
Don Víctor: … desencadenando así dolores y desastres.
Don Hugo: ¡Qué atinado estuvo Hauser distinguiendo el dolor sentimental de los románticos del dolor intelectual de Dostoievski!
Don Víctor: En ambos casos ese desbordamiento cuantitativo da paso a una anomalía cualitativa.
Don Hugo: Está usted describiendo una verdadera patología, don Víctor… pero, dígame, ¿de qué naturaleza fue el dolor que sintió usted ayer en la terraza: intelectual o de índole afectiva?
Don Víctor: Afectiva, indudablemente. Me resultaba odiosa la idea de no poder perdonarle lo imperdonable, a usted.
Don Hugo: Muy al contrario, el mío fue puramente intelectual si es que ello pueda darse cabalmente, con permiso de Hauser. Es evidente que nuestra psique somatiza y, mediante síntomas, expresará y encarnará el sufrimiento intelectual.
Don Víctor: Ya le vi, por el rabillo del ojo, cómo se retorcía usted las manos.
Don Hugo: Ciertamente, don Víctor… si creo que tengo dislocado el meñique.
Don Hugo: Se ve que le quedan pocos combates. Cada vez le salen más caras las victorias y pronto dará con sus huesos en la arena.
Don Víctor: Sonado y maltrecho, acabará cualquier día enrolándose de sparring en un sórdido gimnasio.
Don Hugo: Tras tantas victorias incontestables, nuestro Marte intuye próximo su Rocroi, contemplando triste los muros agrietados de su patria.
Don Víctor: Pronto arrastrará su cuerpo cosido a cuchilladas por figones y tabernas, mendigando una moneda.
Don Hugo: Cansado de que nadie escuche sus quejas y llantos, Jeremías se reconcome, conocedor del porvenir impío de Israel.
Don Víctor: Lo veo como un padre del desierto avant-la lettre refugiándose hosco en una caverna.
Don Hugo: Creía ingenuamente poder descansar de tantos trabajos y ahora presiente que por fin van a terminar porque será irremisiblemente derrotado.
Don Víctor: Sí, si no es en el decimotercero, será en el decimocuarto.
Don Hugo: Son cuatro y son uno.
Don Víctor: Todos fueron grandes y ahora todos son tristes, derrotados.
Don Hugo: Ya lo dijo Chateaubriand, que el fondo del hombre es la tristeza, y es que además somos un animal trágico desde el momento en que nunca olvidamos que vamos a morir.
Don Víctor: Ya no puedo respirar más, don Hugo. Vamos a llamar al sereno Tiresias para que nos saque del Hades.
Don Hugo: Pues me pilla usted sin nada suelto para darle, don Víctor.
Don Víctor: Déjese usted de bromas, que me estoy ahogando.
Don Víctor: ¡Y pensar que se cantaban hasta los poemas del mismo Góngora!
Don Hugo: Desengáñese, don Víctor, que poetas y músicos cultos se han retirado al Aventino…
Don Víctor: Quizás al Parnaso, que son unos tíos muy estirados.
Don Hugo: … a saber dónde… el caso es que se han divorciado del pueblo y ahora no hay quien los entienda.
Don Víctor: Sin embargo, don Hugo, todos necesitamos reconocernos e identificarnos con las alegrías, las tristezas, los amores, los desengaños, las nostalgias, las esperanzas…que tradicionalmente nos brindó el poeta.
Don Hugo: Y para aprender sus versos y recordarlos, para transmitirlos y perpetuarlos, se ayudó de la música.
Don Víctor: Por ello, el otro día, tuve incluso que indisponerme algo con Isidro Cuenca, ante su desprecio manifiesto por chansonniers, troveros y cantautores…
Don Hugo: Qué duda cabe que vienen a llenar un vacío, a contarnos historias que nos gusta escuchar, sin hermetismos ni narcisismos exacerbados, sin soberbias ni oscuridades, ni metapoesía.
Don Víctor: ¡Si ya hasta me gusta Joan Manuel Serrat!
Don Hugo: ¡Toma, y a mí el Fari!
Don Víctor y don Hugo (cantando:) Yo sabía que no me defraudaba
Don Víctor: Pero, don Hugo, ¿qué es esto de que hoy no quiera usted hablar de nada cultural?, ¿qué mosca le ha picado?
Don Hugo: Nada, no me hable usted, don Víctor… si le parece, hoy, nos quedamos callados.
Don Víctor: Es que precisamente quería contarle que leí ayer en Le Figaro un artículo de Bernard-Henri Lévy y…
Don Hugo: ¡Que le he dicho que no me hable, hombre!
Don Víctor: De acuerdo, don Hugo, como usted desee. Paseemos sin hablar.
Don Hugo: Escuche, don Víctor: me he encontrado en la sección de cultura del ABC un artículo firmado por Pérez Reverte donde exalta la figura de un graffitero compañero suyo de correrías, que dedicó su existencia a ensuciar los trenes y los vagones del metro, no sólo de Madrid, sino del mundo entero, afrontando intrépidamente los riesgos que tal hazaña entraña.
Don Víctor: Comprendo… ¡la nueva épica de lo cutre y lo incívico que tanto degrada el paisaje urbano y cuyo remedio tanto dinero nos cuesta a todos!
Don Hugo: ¡Todo sea por el Arte! ¿No le gustan tanto los graffitis del Veronese en Villa Barbaro, o aquel de Simone Martini en Montefalco, o los de Luca Signorelli en Orvieto?… ¡Pues eso, ahora aguántese usted, que es lo que nos toca hoy en día!
Don Víctor: A mí, don Hugo, lo que realmente me revuelve es que todo un señor académico de la Lengua, amén de creador y vendedor de los mayores best-sellers de la literatura española, bien entrado en años, muy baqueteado como corresponsal de guerra, y al cabo tan estudioso y tan leído, se preste, a estas alturas, a participar de tamañas gamberradas propias de adolescentes fascistoides…
Don Hugo: … caracterizadas por la ostentación de la falta de respeto… Indudablemente, hay al menos dos móviles en el chocante postureo de don Arturo. Por un lado, el inconsciente…
Don Víctor: ¡Atiza, ya salió aquello!…
Don Hugo: … el inconsciente rechazo a la molesta realidad de la edad machucha, que le lleva a adoptar unas impostadas conductas miméticas del joven airado.
Don Víctor: ¡Un disfraz!
Don Hugo: Por otro lado, cabe considerar el móvil bien consciente y calculado del mercader que se construye un personaje bronco y pendenciero para que, en estos tiempos tan zafios que vivimos, llegue a vender sus libros como rosquillas.
Don Víctor: Entonces, ¿Cómo Dalí?
Don Hugo: Las obras de arte del graffitero David no llegan a ser tan buenas como las del ampurdanés, y, por otra parte, la astucia comercial de este último se envolvía de una sorna genial, cuando Pérez Reverte, por el contrario, parece desconocer el sentido del humor. Si allí hay parodia, aquí sólo violencia.
Don Víctor: Fíjese usted, don Hugo, qué fascinante es el recorrido sinuoso de las curvas en la silueta femenina: el reducido talle da paso al armonioso explayarse de las caderas que se recogen luego en las delicadas rodillas.
Don Hugo: Sí, don Víctor, y si ascendemos por encima de la cintura, reina la espléndida convexidad del pecho. La mirada no llega más arriba.
Don Víctor: Aparentemente el cuerpo no necesita apoyo ni es tampoco el mero soporte de una cabeza. Es un absoluto moviéndose en la ingravidez.
Don Hugo: ¡Qué bien supo intuirlo Poliziano!… «La primera vez en que el hombre quedó fulminado por la idea de la pintura, fue para glorificar la belleza femenina».
Don Hugo: El único disgusto que he tenido nunca con él.
Don Víctor: Pero, ¿qué me dice, don Hugo? Si su hijo Luisito es un trozo de pan…
Don Hugo: Sí, don Víctor, pero tuve la mala pata de decir que no hay profesión más turbia que la de abogado cuando acababa de perder tan injustamente aquel pleito que usted ya conoce…
Don Víctor: ¡Con la faena que le hicieron!… ¡cómo no iba a reaccionar así?
Don Hugo: Pero es que no sabía yo que Luis, por aquel entonces, bebía los vientos por una muchacha que era abogada.
Don Víctor: ¡De eso hace ya mucho, don Hugo! Por ota parte, es que hay algunas profesiones que desde siempre han tenido sus detractores: médicos matasanos, jueces venales, banqueros usureros, mercaderes marrulleros, frailes glotones, covachuelistas prevaricadores, alguaciles concusionarios, alcabaleros ladrones, monjas lúbricas, actrices disipadas, artistas de vida airada, catedráticos arbitrarios, militares fanfarrones, sastres y zapateros abusones…
Don Hugo: Tiene usted razón, don Víctor, pero si se fija, son todas profesiones intermedias entre los poderosos y el bajo pueblo, que las mira con rencor y envidia.
Don Víctor: Y sin embargo, los Ilustrados las reputaron como profesiones útiles, al tiempo que denunciaban el parasitismo de la nobleza y el clero.
Don Hugo: Pero luego vinieron los socialistas para dar la razón al bajo pueblo en todas su quejas contra la burguesía, en aras de un justo reparto de las riquezas y las oportunidades.
Don Víctor: Entonces, ¿quién lleva razón? ¿Los Ilustrados, los socialistas o Fray Luis de León que, antes que todos ellos, atribuía las culpas a la ciudad, donde florece el comercio, y, por tanto, el engaño, frente al campo, que es de Dios y donde no cabe el dolo?
Don Hugo: Hombre, don Víctor, es que Fray Luis está defendiendo la visión feudal del asunto… pero bien que despreciaban a los campesinos sus propios señores…
Don Víctor: ¡Y que no incubaban los rústicos una terrible enemiga contra aquellos nobles, que estallaba en cuanto se podía en jacqueries, hermandades y banderías!
Don Hugo: Si es que nunca se ha dejado títere con cabeza. Todos tenemos motivos de queja y no hay profesión u oficio que se salven.
Don Víctor: Y a pesar de todo, qué construcción tan admirable no deja de ser la sociedad humana, por mucho que nos hostiguemos e injuriemos unos a otros.
Don Hugo: Cada uno pone sólo una cosa y, a cambio, le regalan todas las demás… ahora bien, más de uno no pone absolutamente nada.
Don Víctor: Pues eso, don Hugo. Lo que yo decía…. ¡Admirable!
Don Hugo: Cada vez que paso por la Sala Ochavada, no dejo de acudir a contemplar esa mano prodigiosa y ese guante que cuelga melancólicamente entre los dedos.
Don Víctor: Todo un dandy el Infante don Carlos con ese gesto negligente, tan lleno de elegancia.
Don Hugo: Queda claro que lo está exhibiendo, pero el gesto me resulta ambiguo y no logro decidirme entre que sea un símbolo de debilidad, acaso de decadencia y abandono, o, por el contrario, un auténtico fetiche con todo lo que el guante sugiere…
Don Víctor: Pero, don Hugo, ¿qué es el guante sino el simulacro de la propia mano, el cuerpo inanimado de ésta, que sólo cobra vida cuando su dueño lo calza?… y símbolo también de la penetración…
Don Hugo: El guante señala, ordena, rechaza, niega, escribe, se santigua, se cierra en torno al cetro, empuña el arma y desafía.
Don Víctor: Todo eso que usted dice se refiere al guante derecho, pero el otro también cuenta. Con la mano izquierda se imita lo que hace la derecha, se acaricia uno en eso que usted llama «gestos de autoprotección», se atusa uno el mostacho… la izquierda sujeta al servicio de la derecha. Por otra parte, la mano izquierda es «la main gauche» de los franceses, la custodia de lo lascivo, de lo que permanece oculto…
Don Hugo: … del inconsciente… Es la mano del Diablo.
Don Víctor: Aquí, en el cuadro, se trata del guante derecho.
Don Hugo: Por fin me queda claro, don Víctor: el Infante ostenta su poder.
Don Víctor: Bueno, don Hugo, pero aunque se haya resuelto el enigma, cuando vengamos al Prado, no dejaremos de visitar la Sala Ochavada, ¿verdad?
Don Víctor: Pues es el traje más elegante que tengo, don Hugo… ¿Ni siquiera la raya diplomática?
Don Hugo: Nada de rayas ni de manchas que alteren la uniformidad de la prenda. Bien claro lo dice Moisés: «Veste, quae ex duobus texta est, non indueris».
Don Víctor: ¡Menos mal, don Hugo, que usted tampoco es que haga mucho caso de tales cosas!
Don Hugo: Claro, don Víctor, pero si vamos a entrevistarnos con un banquero judío para venderle las excelencias de nuestra fundación, podría haber tenido usted más cuidado… que nunca se sabe…
Don Víctor: Yo, la verdad, es que no tenía ni idea de todo esto.
Don Hugo: Pero, hombre de Dios, ¿cómo puede ignorar usted quiénes se han vestido a rayas desde la noche de los tiempos?
Don Víctor: Lleva usted razón. Hemos endosado las rayas a los presidiarios, los bufones, los juglares, las prostitutas, Arlequín… o a los criados con sus libreas.
Don Hugo: Volviendo al Levítico, el leproso ha de llevar el vestido rasgado.
Don Víctor: Sí, pero todo eso era en el Antiguo Régimen… Los presos de ahora visten ropa vaquera o de color butano. Y desde la Revolución Francesa la raya se lleva a gala. No hay más que ver los pantalones de los sans-culottes y los maillots de los marineros.
Don Hugo: Y tras la Revolución Industrial, se impone la velocidad, la agitación, la energía… y el Arte se viste también de rayas.
Don Víctor: ¡Y de rayos!… Dinamismo, juventud…
Don Hugo: Si parece diseñada por el propio Marinetti: ¡la camiseta del Rayo Vallecano!
Don Víctor: Acaso por esto de las rayas, a Julita nunca le han gustado los uniformes del fútbol en general, salvo el del Real Madrid.
Don Hugo: Julita ha dado en el clavo: los del Madrid van de blanco, que es el color de la pureza y el de los ángeles…
Don Víctor: Claro, mientras que las rayas son cosas del Demonio.
Don Hugo: Calle, don Víctor, que ya nos hacen pasar. Procure que no se le noten mucho esas rayas.
Don Víctor: Es que, en ocasiones, algunos elogios van cargados de veneno, don Hugo.
Don Hugo: Sí, como aquella vez en que le gritaron a Ponce: «¡Qué buen torero si hubiera toro!»
Don Víctor: Como que no sabíamos todos que Ponce escoge siempre a sus juampedros.
Don Hugo: ¿Y eso de «Qué buen vasallo si hubiera buen señor»?
Don Víctor: Eso es distinto porque sí se alaba al vasallo que no tiene culpa del rey a quien se denuesta.
Don Hugo: Quien sí que es un auténtico especialista en halagos emponzoñados es el amigo Planes-Bellmunt. ¿Recuerda usted, don Víctor, cuando le dijo a su colega, el doctor Perales, que «qué buen médico haría si midiera catorce centímetros más»?
Don Víctor: También a Cuenca le dijo un día que «ya sabes que se te aprecia a pesar de tus gilipolleces».
Don Hugo: Sí, y a Lopetegui le espetó que era «como el tonto de Coria, pero con carrera universitaria».
Don Víctor: Lo peor fue cuando llevamos al gallinero del Real al pobre Dupré, que estaba en las últimas…
Don Hugo: La palmó el pobrecillo en menos de una semana… El caso es que Planes-Bellmunt, viéndole ascender penosamente hacia aquellas cumbres, más muerto que vivo, le soltó aquello de «Dupré, ¡eso sí que es afición!»
Don Víctor: Por lo menos llegó a tiempo de ver a Kraus… Y cuando me presentó a mí a su mujer, Christiana, lo hizo en los siguientes términos: «Éste es Víctor, un tío sin complejos. Mira que debiera tener todos los del mundo… ¡pues no tiene ninguno!»
Don Hugo: A mí, cuando le enseñé aquella vista de Florencia que acababa de terminar, me puso las manos en los hombros y me dijo, con afectada emoción: «Hugo, eres la eterna promesa de la pintura».