Perspectiva y confianzas

Don Hugo: Se lo tengo que demostrar a usted, don Víctor, en cuanto que volvamos a Madrid. Admito la corrección de esta perspectiva en lo arquitectónico…

Don Víctor: Esa bóveda con casetones volatiliza visualmente el muro.

Don Hugo: … también se ha logrado en los donantes y en la Virgen y san Juan a los pies de la Cruz, pero en la Trinidad, ahí, el maestro Masaccio demuestra que todavía estaba un poco verde.

Don Víctor: Se equivoca usted, don Hugo.

Don Hugo: Créame, lo tengo todo estudiado. He tomado las principales medidas antropométricas y Masaccio no me la da, por mucho que Dios Padre tenga la mirada baja, igual que el Redentor. De la palomica no digo nada.

Don Víctor: Es que precisamente la Trinidad…

Don Hugo: Las Tres Personas aparecen representadas frontalmente, ¡vamos como los bizantinos!, sin tener en cuenta la posición inferior del espectador, en contraste con el resto de la obra.

Don Víctor: Justamente por eso. Acaba usted de explicarlo todo sin darse cuenta: lo que hizo con los otros personajes, mortales, bien pudo aplicarlo a la divinidad, peo ante ella se detuvo porque ¿cómo someterla al relativismo del punto de vista de un hombre?

Don Hugo: Entonces, ¿preservó la frontalidad de Dios para no tomarse demasiadas libertades?

Don Víctor: Los que le siguieron pronto perdieron ese respeto y así ha pasado lo que ha pasado…

Don Hugo: Pues es verdad, lleva usted mucha razón. Si es lo que alegaba don Hilario, el párroco, en sus sermones, que ya sólo nos falta decirle a Cristo: “¿Qué, Manolo, te vienes esta tarde a los toros con nosotros?”

Nuca

Don Hugo: Don Víctor, que nos hemos quedado  pasmados como en una pintura de «Susana y los Viejos».

Don Víctor: ¿Qué tendrá la nuca femenina que uno queda «medusizado», que diría un francés?

Don Hugo: Entre otras cosas, ese «delicioso vello de almendra» de que habla Gabriel Miró…

Don Víctor: … el mismito que pinta Velázquez…

Don Hugo: … el que reverenció Dalí y que nunca osó emular…

Don Víctor: …ese cabello tan fino que permanece siempre infantil… ese aire de fragilidad… ese movimiento lánguido…

Don Hugo: … el desamparo en que queda, lejos de la vista de su dueña…

Don Víctor: … como la sensación que se experimenta ante una mujer dormida…

Don Hugo: ¿Recuerda usted, don Víctor, en cuál de las versiones del «Tristán», éste besa la nuca de Iseo?

Don Víctor: Pues no, don Hugo… para mí que lo ha soñado usted.

Don Hugo: Pues si lo he soñado, es que es verdad.

Sui generis

Don Hugo: Esas cosas que se hacían antes… alquilaron entre unos cuantos burgueses desocupados el teatro Jovellanos nada menos y allí llevaron al pobre Nicanor a demostrar científicamente que Einstein se equivocaba. Aplicó la luz de un flexo sobre una báscula y, al comprobar que los platillos no se movían, exclamó triunfante: “La luz no pesa. Einstein ye un burru”. Grandes aclamaciones y risotadas.

Don Víctor: Qué galería de personajes singulares vascos nos ofrecen las novelas de Baroja, como aquel frenólogo, el doctor Recalde, que insistía en que la cabeza redonda de los Aguirre predeterminaba su carácter cainita: “violento, orgulloso, inquisitivo, soberbio, salvaje, religioso, fanático, reaccionario”.

Don Hugo: Español al fin. ¿Y qué opinaba de los dolicocéfalos?

Don Víctor: Imagíneselo, don Hugo… una delicia de personas, unas peritas en dulce.

Don Hugo: Pues y mi primo Remigio que sostenía que de discriminación femenina, ¡nada!, pues no en vano los servicios de señoras estaban siempre impolutos frente a la mugre de los urinarios masculinos. ¡Y se quedaba tan convencido!

Don Víctor: Pues mi tío Florentino, aunque feo a rabiar y sinsorgo a más no poder, era un auténtico Don Juan y un día la policía se lo llevó en calzoncillos a la prevención, en pleno invierno, recién huido de alcoba ajena como en el peor de los vodeviles.

Don Hugo: ¿Y cómo se las arreglaba para tanta conquista?

Don Víctor: Según su hermano Cayetano, tenía “un diamante en la punta”.

Don Hugo: Yo tenía un amiguito, Federico, hijo de un afamado médico, que se negó en rotundo a viajar con su padre desde Sevilla a Buenos Aires cruzando el charco en un transatlántico… ¿a qué no sabe por qué?

Don Víctor: Conflicto generacional, sin duda…¡ porque vaya oportunidad un viaje así en aquellos tiempos…!

Don Hugo: ¡Pues nada de eso, don Víctor! Sencillamente porque como la tata no viajaba con ellos, se quedaría sin su tortillita de patatas de cada noche… Si es que, claro, estos caracteres singulares se generaban desde la infancia. Se les toleraba la extravagancia como rasgo de personalidad; entonces a menudo se les acendraba en la adolescencia y ya ¡incluso magnificada para los restos!

Don Víctor: Ahora en que hay tanta libertad, nada de esto se permite. Ya no quedan ni florentinos, ni federicos, ni remigios. Para mí, que la culpa es de la televisión… tanta cadena como hay y al final nos hace a todos iguales.

Don Hugo: No sólo nos decimos más libres, sino que somos objetivamente mucho más opulentos y, sin embargo, parece que no podamos permitirnos ya tan divertidos bufones.

Los muslos del brutalismo

Don Víctor: Vísceras, tripas, tendones, huesos… me parece estar ante un enorme hombre clástico.

Don Hugo: Recuerdo el que teníamos en el laboratorio del Instituto para que montáramos y desmontáramos los principales músculos y órganos. Y siempre había algún gracioso que le colocaba un sobrero en la cabeza y un cigarrillo en la boca.

Don Víctor: Mi profesor de Ciencias, lo primero que hacía al entrar en clase, era colocar su gabardina sobre el esqueleto. Lo veíamos así simultáneamente vivo y muerto.

Don Hugo: El caso es que toda esta maquinaria en funcionamiento y sin cubrir con púdicas fachadas, le quita al edifico ese estatismo de mausoleo de la arquitectura monumental y nos lo acerca a un tratado de fisiología. Es una arquitectura de lo vivo y por tanto de lo mortal y efímero, una arquitectura que necesita constante mantenimiento pues se aja enseguida.

Don Víctor: No deja de ser una retórica más, como en todas las épocas.

Don Hugo: Es cierto, don Víctor. Para qué otra cosa se elevó la pionera Torre Eiffel, que no sirve para nada más que para proclamar el nuevo discurso arquitectónico.

Don Víctor: Brutalista avant la lettre.

Don Hugo: Si en realidad ocurre lo mismo con el vestido, sobre todo con el femenino.

Don Víctor: Hasta la Guerra del 14 se sucedieron las modas más estrafalarias con tal de llevar rigurosamente empaquetadas a las señoras, pero después todo ha sido un progresivo aligerar las fachadas, abrir transparencias, mostrar estructuras, volúmenes anatómicos y elementos de la ropa interior.

Don Hugo: La primera en darse cuenta fue George Sand. Si quería vivir, debía salir del sarcófago del decoro femenino y vestirse de hombre…

Don Víctor: Don Hugo, ¿cómo era aquel schotis de la tobillera?… Sí, hombre, el de la “Garçon”, del maestro Guerrero… ¡Ah, sí!…(cantando:) “Tobillera, tobillera

                                                                    Ya te has hecho rodillera…

Don Hugo y don Víctor (cantando:) … pero al paso que vas

                                                                    De fijo acabarás

                                                                    Siendo muslera

                                                                    Muslera ¡o algo más!”

Tu pupila azul

Don Hugo: Tiene razón Juan Ramón al afirmar que la poesía española moderna no puede explicarse sin Bécquer… ahora bien, ¿no le parece a usted, don Víctor, que a los poetas, con aquello de su vuelo y su inspiración por encima de los mortales, se les consienten demasiadas licencias?

Don Víctor: No se deje usted engañar por las apariencias, don Hugo, que no conozco mortal más mortal ni que ponga más en evidencia su propia mortalidad que un poeta.

Don Hugo: Se lo concedo, don Víctor… pero, ¿y aquello de “mientras clavas en mi pupila tu pupila azul”?… Con eso de que la poesía es connotativa, se le permite todo, incluso confundir pupila e iris. Lo que yo digo: Bécquer, diez en poesía y cero en oftalmología.

Don Víctor: Admito que si tuviera conjuntivitis, no se me ocurriría acudir a la consulta de don Gustavo Adolfo, pero tenga usted en cuenta la proximidad del iris a la pupila. Cómo, de alguna manera, forma un todo con ella, que es su centro. ¿No iba acaso vestida de azul la pupila de aquella muchacha?

Don Hugo: Sí, claro, es verdad… es algo así como, por ejemplo, lo del Príncipe Negro, que no era precisamente senegalés… Ahora que lo pienso, qué bien lo vio Modigliani, diluyendo el azul del iris por todo el globo ocular.

Don Víctor: ¡Ojos de ciego!… Y los ojos de los santos extáticos del Greco, que se licuan como si padecieran todos de cataratas… En cualquier caso, don Hugo, sólo conocemos el iris de aquella muchacha y ya sabemos que es la más adorable de las criaturas. Eso sí que son connotaciones.

Don Hugo: ¡Vaya, don Víctor, que al final Bécquer ha conseguido que también a nosotros no encandile la niña de sus ojos!

Stendhal o las cervicales

Don Hugo: “De tanto mirar las flores, me duele el colodrillo”.

Don Víctor: ¿Eso es de Ramón?

Don Hugo: No, aunque pueda parecerlo, sino del poeta japonés Söin.

Don Víctor: Qué introvertidos fueron siempre los japoneses hasta la revolución Meiji.

Don Hugo: Claro, y ahora, en cambio, les encantan los rascacielos y emplean sus siete días de vacaciones en recorrer el mundo.

Don Víctor: ¿Y no habrán empezado a dolerles también las cervicales como a nosotros?

Don Hugo: Qué manía tenemos los occidentales de enaltecer las cosas, colocándolas muy por encima de nuestros ojos… qué tortura dejarse absorber por las bóvedas del padre Pozzo…

Don Víctor: … ¡y esos grandes hombres que, de tan encumbrados, estiran su pedestal como si quisieran recibir al mismísimo Sol en sus manos!…

Don Hugo: Como es el caso del Condottiero Gattamelata en Padua…

Don Hugo: Calle, don Víctor, que sólo de pensarlo, me entra tortícolis…

Don Víctor: Imagínese cuánto mayores serán los tormentos de los artistas y operarios que acabaron tan arriba semejantes quimeras… Miguel Ángel tumbado con los brazos en alto y el rostro lacerado por el ácido que goteaban sus frescos.

Don Hugo: De sus dolorosos equilibrios y contorsiones para pintar, halló más de una postura para sus sibilas y profetas.

Don Víctor: A usted, don Hugo, ¿qué le parece más grave: el síndrome de Stendhal o el de cervicales?

Don Hugo: No sabría contestarle, pero el segundo me parece más frecuente. Y si no, que se lo pregunten al vagabundo que está tumbado a la puerta de la basílica, que cuando vienen los turistas, señala con el dedo hacia arriba y se retuerce de risa.

Lumbreras

Don Hugo: Don Víctor, ¿le ha dado algo? Parece usted ese personaje de Tolstoï que se tumba a contemplar la noche estrellada después de la batalla y siente el vértigo de su pequeñez.

Don Víctor: Estaba acordándome de aquello que dice San Pablo de las lumbreras…

Don Hugo: ¿en la segunda a los filipenses?… ¡Qué bonito! «Brilláis como lumbreras del mundo, mostrando una razón para vivir».

Don Víctor: ¿No le parece modernísimo lo que dice? Y además es que lleva más razón que un santo…

Don Hugo: Nunca mejor dicho.

Don Víctor: … hay personas que, por el mero hecho de existir, nos justifican a todos los demás, nos edifican, nos iluminan y nos alientan.

Don Hugo: Pues fíjese usted si tenemos la suerte de conocer a alguna de esas lumbreras… y ¡si encima es amiga nuestra!… Es lo que viene a decir Nietzsche, que él se pirraría por poder vivir con Montaigne.

Don Víctor: ¡Tal cual! Personas que nos dan la vida… que nos traen el Cielo a la tierra, a despecho del quitagustos de Sartre con aquello de que «el Infierno son los demás».

Don Hugo: Tratándose de Sartre, vayamos con pies de plomo. En realidad lo que quería decir con ello es que es el juicio ajeno el que nos conforma, encorsetando nuestra libertad.

Don Víctor: Pues acogiéndonos a ello, don Hugo, por qué no considerar también la luz que nos viene de los demás y ensancha precisamente nuestra libertad.

Don Hugo: Somos plantas medrando a la luz de aquellas lumbreras.

Depardieu

Don Víctor: Una cosa se ha dejado en el tintero…

Don Hugo: ¿Depardieu? ¡Imposible! Si lo ha hecho todo: desde el tribuno Dantón al cazurro de Obélix…

Don Víctor: Sí, es verdad… viticultor en el Anjou y prospector de petróleo en Cuba…

Don Hugo: Jean Valjean en «Los Miserables» o  Maheu en «Germinal»  y Georges Fauré en esa americanada de «Matrimonio de conveniencia»…

Don Víctor: … campeón de pulsos en un restaurante checo y a continuación cocinero tras echar al chef con cajas destempladas…

Don Hugo: … ¡Pero si últimamente, tras haberse hecho belga, se nos ha nacionalizado ruso y todo! ¿Qué dice usted que le queda por hacer a este hombre? Si hasta obviando ese físico de ogro, ha sido el más fino de los Cyranos…

Don Víctor: Pues a eso iba, don Hugo… ¡al físico precisamente!

Don Hugo: Físicamente, desde luego, es un animal: pura extroversión y ausencia de toda arrière-pensée. Todo queda a la vista.

Don Víctor: ¡Y tanto! ¡Y que no es poco, que vaya volúmenes siempre animados de energía volcánica!… ¡No hay quien lo pare!

Don Hugo: Y cómo hincha esos ollares antes de embestir, que parece que fuera a inhalar medio mundo.

Don Víctor: Sí, tanto aire como manjares cuando abre esa bocaza… ¡manjares y caldos!

Don Hugo: Estómago portentoso… Ah, ¡ya caigo, don Víctor! Depardieu no ha rodado aún el papel que le corresponde por derecho propio…

Don Víctor: ¡El Gargantúa!

Árboles

Don Hugo: Fue ver la foto de doña Vandana Shiva, con su lunar rojo en el entrecejo, abrazada a un árbol milenario para así evitar su tala y decirme: “Tengo que traer a don Víctor a que vea esta haya”.

Don Víctor: Es algo sobrenatural, don Hugo. Si querría uno arrodillarse ante ella…

Don Hugo: Pues sí, porque abrazarla… ¡sería casi un sacrilegio!

Don Víctor: ¿No era Plinio quien contaba que había un romano que amaba tanto a una haya que pasaba las horas abrazado a su tronco?

Don Hugo: Es muy posible, aunque no sabría decirle si fue el Viejo o el Joven.

Don Víctor: ¡Es que este árbol haría sollozar al joven Werther!

Don Hugo: Toma, sobre todo si la mujer del pastor se empeña en talarlo para que las hojas caídas no le ensucien el patio.

Don Víctor: Pues no vea usted, don Hugo, el disgusto que se llevan mis nietas pequeñas cada vez que al perrillo Idéfix le da un soponcio porque han arrancado uno de esos robles mastodónticos del Bosque de los Carnutos.

Don Hugo: El mismo disgusto que tuvimos cuando allí abajo, en el pueblo, la alcaldesa reformó la calle principal llevándose por delante los entrañables pan y quesillos de más de cien años. La calle quedó chata, roma, sin relieve alguno y aplastada en verano por un sol inmisericorde.

Don Víctor: Es que un árbol, que ya estaba en pie mucho antes de que naciéramos, está hecho para acompañarnos toda la vida como si fuera una divinidad familiar. ¡Qué bien lo dice Sobaku en su concisión japonesa:

“Cada año y año

 quedan menos cerezos

 en mi aldehuela”

Se acabó la guerra

Don Víctor: ¡Qué rasgo tan caballeresco el de Carlos V comportándose como el primer soldado de sus ejércitos lo mismo en Túnez que en Mühlberg! Fue en ello el último rey medieval.

Don Hugo: Hombre, don Víctor, aunque no tan gallardo, también Napoleón III condujo personalmente a sus huestes hasta la derrota de Sedán.

Don Víctor: Es verdad, lo había olvidado… En este caso, más que de último medieval, podríamos hablar de «último romántico»… ¿no había empezado como carbonario, amigo de la Joven Italia?

Don Hugo: Pues ya me habría gustado a mí asistir, aunque fuera de cochero, a la primera entrevista entre el emperador derrotado y el canciller Bismarck, allí al pie del coche descubierto…

Don Víctor: Yo opino, don Hugo, que toda constitución debería prever, para el caso de una guerra, la obligación del jefe de gobierno de asistir al campo de batalla y compartir el riesgo con los combatientes.

Don Hugo: ¡Bonita ingenuidad!… ¡Se acabaron las guerras para siempre!

Don Víctor: Imagine usted que en lugar de mandar morir a una masa anónima, hubiera que poner las caras y los nombres de sus propios hijos entre los que van al frente… ¡Y además arriesgar la vida propia!

Don Hugo: Hombre, don Víctor, creo que sí, que se lo pensaría mejor… ¿Es suya la idea o la ha tomado usted de algún ensayista o politólogo?…

Don Víctor: Me lo dijo cuando yo era pequeño mi portero Braulio, que era analfabeto.