Volare

Don Víctor: No sé, don Hugo, si podré permanecer más tiempo aquí con usted, porque envuelto en este movimiento incesante de miríadas de criaturas ingrávidas precipitándose en estos cielos, temo que pueda marearme.

Don Hugo: Aguante usted, don Víctor, que yo le tengo. Hágase a la idea de que somos como dos de esos ángeles armados de punta en blanco que se afirman marcialmente en esas sutiles nubecillas que pintara Signorelli.

Don Víctor: Me siento volando sobre ellas… La arquitectura se esfuma a nuestro alrededor… Ya no hay bóvedas, ni muros… todo es cielo y vértigo.

Don Hugo: Es verdad. Cómo pudo atreverse… Infinitos puntos de fuga… todos los escorzos imaginables… figuras que se abisman y otras que se nos vienen encima… ¡una auténtica tormenta cósmica!

Don Víctor: ¿No le parece a usted que esos personajes aterrorizados que flotan sobre algunos cielos goyescos tuvieron que nacer aquí, en Orvieto?

Don Hugo: Desde luego no se le aparecerían en la Sixtina donde el medroso Buonarrotti bien que se guarece entre sus lunetos, cornisas fingidas, arcos fajones pintados, nichos y peanas de trampantojo.

Don Víctor: Trucos de escolar para compartimentar aquella inmensidad en mil pequeños cuadros.

Don Hugo: Claro, como escultor que era, recrea pedestales donde asentar sus macizas criaturas… Aquí el único digno de ser cantado por Modugno es Luca Signorelli.  (cantando:) «Poi d´improvviso venivo dal vento rapito…

Don Hugo y don Víctor (cantando): … e incominciavo a volare nello spazio infinito!»

Cuernos

Don Víctor: ¿Y usted sabe, don Hugo, por qué San Mateo se quedó con el toro, y no San Marcos?

Don Hugo: Pues para mí, don Víctor, que fue para despistar… para ahuyentar la leyenda esa que baldona a todo un evangelista con los cuernos.

Don Víctor: De poco valió, porque el caritativo pueblo cristiano erre que erre: «La primer noche de novios / registrando por el cuarto / me encontré por un rincón / la bandera de San Marcos».

Don Hugo: Como que a los recién casados los llamaban «abanderados de San Marcos» y se decía que ya habían ingresado en la cofradía de ese santo.

Don Víctor: En las ferias de San Marcos siempre se lidiaron toros.

Don Hugo: ¡Claro!… si en Aguascalientes no hubiera mediado un milagro de ese santo, nos matan a José Tomás…

Don Víctor: Nuestro pobre evangelista no ha parado de trabajar por culpa de los cuernos… El Padre Feijoo constata cómo en algunos pueblos de Andalucía y Extremadura, por la fiesta del patrón San Marcos, el toro más bravo, apartado por los mayorales, asiste mansamente a misa la víspera de la corrida y se deja acariciar de los fieles.

Don Hugo: Anda, como en la copla aquella: «Estudiante, torero bueno, no mates a Civilón».

Don Víctor: No era el caso porque al día siguiente el toro bravo volvía por sus fueros. En cambio me acuerdo de lo que me contó un pastor anglicano en mi viaje de novios con Julita…

Don Hugo: Sí, claro, ¡en Cornualles!… Vaya un par de extravagantes que eran ustedes.

Don Víctor: … por la fiesta de San Marcos, arrastraban ante el sepulcro del evangelista a los toros más feroces atados con maromas; era pisar la piedra y poder soltarlos de sus prisiones pues quedaban mansos como corderitos.

Don Hugo: Para mí que este desvío de los cuernos hacia Marcos responde a la estrategia de preservar la honra de San José, padre putativo.

Don Víctor: «Di una assoluta inefficacia»,  tal y como dice nuestro amigo el profesor Gaggero.

Don Hugo: Vano intento. El pobre siempre fue escarnecido: en villancicos…

Don Víctor: «… y al pobre de San José le han roído los calzones…»

Don Hugo: … en la propia Iglesia Católica…

Don Víctor: … como aquel artículo de «Alfa y Omega» donde un cura ensalzaba a «San José, el consentidor»…

Don Hugo: … en el arte que siempre lo avejentó y lo relegó a un segundo plano…

Don Víctor: … El Bosco lo aparta lejos del pesebre para que se cuide de secar los pañales…

Don Hugo: Y qué mal lo lleva el pobre viejico… qué gesto tan avinagrado se le ha quedado de por vida, incluso en Rafael.

Don Víctor: Aun quisieron los franceses, a fuer de cornudos, atribuir ese patronazgo a uno de esos santos paleticos… Saint Loup, creo que se llama.

Don Hugo: Con tanto disimulo, lo único que se hace es multiplicar la nómina de los santos cornudos.

Absurdos

Don Víctor: ¿Sabe usted, don Hugo, dónde comimos Julita y yo en Florencia esta vez?

Don Hugo: Conociéndoles, no puede ser más que en el «Cocolazione» o en el «Bordino».

Don Víctor: Sí, claro, ahí también, pero me refería ahora a una pizzería nueva que se llama «La Dantesca».

Don Hugo: ¡Caramba, don Víctor, qué miedo! ¿No les pinchaban los camareros con los tenedores?

Don Víctor: Pues precisamente, don Hugo, en lugar de Infierno, el establecimiento se subtitulaba «Il Paradiso delle pizze».

Don Hugo: Ello prueba el mal uso que damos en España al adjetivo «dantesco», que propiamente es positivo, al referirse a Dante, con su ambición literaria, su grandiosidad, su platonismo, su ilimitada capacidad poética e imaginativa…

Don Víctor: ¿Y qué le parece cuando un cronista deportivo nos cuenta que una vez más el Atleti «ha obtenido una victoria pírrica»?

Don Hugo: Sí, por la mínima mínima y en el último segundo, lo que nada tiene que ver con las pérdidas que asumió el pobre Pirro, tan mal traído.

Don Víctor: ¿Y el uso exagerado de «apocalíptico»?

Don Hugo: Que convierte el Apocalipsis en el pan nuestro de cada día.

Don Víctor: ¿Y llamar «kafkiano» al menor desorden o irregularidad con que nos topamos?…

Don Hugo: Que dejaría perplejo al propio Kafka…

Don Víctor: ¡Surrealista!…

Gula

Don Hugo: Viendo a este paquidermo, don Hugo, me viene a la mente lo que dijo un día a Dolores un albañil que vino a hacer una reforma a casa. Que él se comía una sandía entera. Ante el asombro de Dolores, le explicó que «primero, me como una mitad, echo un regüeldo, y me como la otra mitad».

Don Víctor: Pues yo, don Hugo, recuerdo que en el pueblo de mi abuela había un lugareño que afirmaba que él se comía un cordero entero «a juerza ´e pan».

Don Hugo: El más Obélix de todos era aquel vasco que decía tener tanta hambre que se comería una vaca… «¡Ala, una vaca!…¿Y entonces, corderos, cuántos?», le preguntan. «¿Corderos? ¡Seis!»… «¿Y pollos?»… «¡Cuarenta!»… «¿Y pajaritos?»… «¿Pajaritos?… ¡Todos!»

Caballos

Don Víctor: Mire lo que le traigo, don Hugo: el cowboy de madera que me regaló mi madrina cuando tenía cinco años.

Don Hugo: Se lo debería traspasar usted a su nieto Carlitos.

Don Víctor: Sí, para que lo eche a un lado y siga todo el día con sus pantallitas…

Don Hugo: Pues hace mal Carlitos porque el caballo ennoblece.

Don Víctor: Lleva usted razón, don Hugo, empezando por estos vaqueros del Oeste; son gente ruda, pero llamada a crear un nuevo relato épico en un mundo de frontera.

Don Hugo: Como los gauchos en la Pampa, don Hugo. «Martín Fierro» es el «Mío Cid» argentino.

Don Víctor: ¿Y qué me dice usted del charro mexicano?

Don Hugo y don Víctor (cantando): «Yo soooy charro mexicano

                                                                   Noble, valiente y leal

                                                                   De su pueblo siempre hermano…»

Don Víctor: No es raro este fenómeno americano. El caballo hizo dioses a los españoles que llegaron a quelllas orillas.

Don Hugo: Mientras en España se apeaba a los nobles de sus caballos y se encumbraba al torrero a pie, allá, en el Nuevo Mundo, era el pueblo el que cabalgaba y el que dilataba el territorio.

Don Víctor: Nuestra revolución popular fue taurina, «desde abajo», como dijera Ortega y no desde la filosofía ilustrada, como en Francia.

Don Hugo: ¡Qué bien lo vio Bizet que hizo enamorarse a Carmen de un matador a pie y no de un picador, como proponía Mérimée!

Puesta de sol en el Retiro

Don Víctor: ¿Qué habría dicho Delvaux ante este monumento, él que tantas veces en sus pinturas parecía evocar los ocasos de Claude Lorrain, con esas ágoras sonámbulas tan suyas remojando sus basamentos en el mar?

Don Hugo: Seguro que habría reconocido la influencia del francés, pero aquí a escala real, con un colosalismo que se parece a esas propiedades inglesas donde el paisaje se acomoda a las fantasías de Poussin.

Don Víctor: ¿Tendrían en cuenta quienes idearon todo este conjunto la vinculación del Lorena con este palacio y jardines del Buen Retiro?

Don Hugo: ¿Cómo, pero es que estuvo acá?

Don Víctor: Ni él ni Delvaux, pero Felipe IV bien que le encargó por lo menos cuatro lienzos de gran formato para la decoración del palacio y de alguna de las ermitas.

Don Hugo: ¡Atiza!… Me parece más que probable esa relación que apunta usted, don Víctor, y le confieso que siempre me repateó este pastelón…

Don Víctor: ¡Espero, don Hugo, que nunca tanto como el de Vittorio Emanuele en Roma!

Don Hugo: … pero ahora que se está poniendo el sol… ¡incluso está empezando a gustarme!

Máquinas

Don Víctor: Funciones como la de este «Manojo de rosas» le reconcilian a uno con los directores de escena.

Don Hugo: ¡Maravillosa función!… Qué típico de aquella época que el galán sea aviador, ¿verdad, don Víctor?

Don Víctor: Todos los chicos, entonces, queríamos ser aviadores…

Don Hugo: Cómo nos fascinó el vuelo del Plus Ultra y aquellos otros, heroicos, que cruzaban los océano y saltaban de continente a continente.

Don Víctor: De niño me impresionó muchísimo cuando mis padres me llevaron a la playa de la Concha en San Sebastián para que admirara las acrobacias de un aviador italiano. El pobre acabó estrellándose contra el mar y, aunque sobrevivió, publicaron que había perdido todos sus dientes.

Don Hugo: El vuelo es, según Freud, una expresión del orgasmo… Mire, precisamente, el otro día, lo cotejaba con esta frase de Valle Inclán: «Ocupan la carlinga alegres oficiales, locos del vértigo del aire, como los héroes de la tragedia antigua del vértigo erótico».

Don Víctor: ¡Acaban de iluminarme Freud y usted mismo, don Hugo, sobre la fascinación que ejercían en Mussolini los aviones: «I motori mi danno una sensazione nuova e grandiosa di forza».

Don Hugo: Máquinas, motores atronadores, velocidad que todo lo avasalla… en definitiva, el fascismo: el atropello institucionalizado.

Don Víctor (cantando): ¿Y usted quién es?

Don Hugo (cantando): Mussolini…

El Barceló

Don Hugo: Yo, de chico, veía esto y me parecía el no va más de la arquitectura, que en adelante las ciudades se harían todas así.

Don Víctor: ¿Se puede usted creer, don Hugo, que mi padre tuvo que prohibirme que escribiera al periódico reclamando el derribo del delicuescente merenguito que sigue ocupando la Sociedad General de Autores?

Don Hugo: Hizo bien su padre, don Víctor. Aquello, por cursi que sea, es un exponente de un estilo y de una sensibilidad… pero, claro, en aquel entonces era lógico que pensáramos así.

Don Víctor: Usted también se equivocaba creyendo que la arquitectura seguiría este nuevo clasicismo lleno de fuerza, de empuje, de tensión, de rigurosísima pureza de líneas, con algo de máquina poderosa… ¡Optimista e implacable!

Don Hugo: Es verdad, después del esculiarismo imperial, incluso a Madrid llegaron los ecos de esa arquitectura anti-arquitectónica que se desmaterializa en transparencias y reflejos… de pintura cubista.

Don Víctor: ¡Vaya plaga! A las cajas de plexiglas de Van der Rohe les suceden hoy amanerados alabeos y torsiones caprichosas que apenas atenúan la monocorde falta de ideas.

Don Hugo: ¿Qué fue de la antigua monumentalidad ante esos edificios cuya leve estructura se exhibe con un apariencia menos consistente que el mobiliario de oficina que contiene?

Don Víctor: Es el desvanecimiento anémico de la arquitectura… Y la proa del Barceló no es sino la de un acorazado encallado.

Coitus inerruptus

Don Hugo: ¿Y qué fue de aquel talante que tanto proclamara Zapatero?

Don Víctor: Nunca llegó a decirnos si se trataba de «buen» o de «mal» talante. Siempre quedaba yo expectante a ver si lo aclaraba.

Don Hugo: Me sacan de quicio las personas que no acaban las frases y que todo lo fían al buen entendimiento y a la responsabilidad del oyente

Don Víctor: Eso, y así, por si acaso no sueltan prenda.

Don Hugo: Claro, y por eso nos contagiamos luego todos de esa liviandad y andamos diciendo sin decir… como que Fulano estaba pletórico…

Don Víctor: ¿De qué?

Don Hugo: Esa es la cuestión, que nadie sabe de qué… si de sangre o de rencor… Sin ir más lejos, el otro día me llegó una propaganda muy interesante de Pyma, «empresa consolidadora»…

Don Víctor: ¡Atiza!

Don Hugo: ¿Y qué me dice usted de esos supuestos asesores que se han hecho imprescindibles a nuestros políticos?… ¿pero en qué les asesoran?… ¡Que declaren su especialidad!

Don Víctor: En definitiva, don Hugo, la comunicación verbal viene siendo últimamente como un coitus in

Don Hugo: Calle, calle, don Víctor, y deje que le interrumpa a usted…. Que pueda yo pensar que iba usted a decir: «in…olvidable».

Los compañeros de Ulises

Don Hugo: ¡Don Víctor, don Víctor, déme usted albricias, que ya tengo la pieza que nos faltaba! Aquí tiene la calavera que nos ha prestado nuestro buen amigo, el doctor Planes-Bellmunt.

Don Víctor: Vamos a juntarla con las otras tres: la frasca del siglo XVII que compré en Portobello Road, la réplica del stamnos con el episodio de Ulises y las sirenas… ¡Tenga cuidado, don Hugo, que es regalo de boda!… y la daga toledana del siglo XVI, que es lo más valioso de la colección.

Don Hugo: ¿Me podrá adelantar ya algo de lo que nos piensa contar?

Don Víctor: Empecemos por el ánfora griega. ¡Déjela allí encima del piano con mucho cuidado, por favor! ¿Quién como Ulises, tan prudente como astuto, mostró alguna vez tamaña sangre fría? Estoy convencido de que Hipócrates y Galeno pensarían en él antes que en cualquier otro para el temperamento flemático.

Don Hugo: Muy cierto; ahora bien, he de decirle que el temperamento es algo innato e inmodificable. Entonces, ¿cómo es que Ulises siempre dio pruebas de iniciativa y arrojo? Pues, porque su carácter, que es fruto de la educación y sujeto a la voluntad soberana, reencauzó su personalidad hacia la acción, como era necesario.

Don Víctor: Eso está muy bien. Pasemos ahora a la daga. La daga es…

Don Hugo: ¡Bruto!

Don Víctor: ¡Anacrónica! Había pensado en Otelo.

Don Hugo: ¡Temperamento colérico! No en vano esa vesania arruinó su vida colmada de poder, gloria y amor.

Don Víctor: Si hubiera sido como Ulises, que no se encalabrinaba por nada, ni el mismísimo Yago, con todas sus mañas, le perdiera.

Don Hugo: Lo siguiente resulta evidente. Seguimos con Shakespeare, supongo…

Don Víctor: Inteligencia paralizada por la duda, inacción, tribulación y muerte: Hamlet, el melancólico.

Don Hugo: El personaje más complejo de la literatura universal: más que un Edipo, es un «Electro» pues ha de vengar al padre en la madre; es destructivo para todos, ¡pobre Ofelia!, y para sí mismo. Es la encarnación del pesimismo: ¿y si la vida futura fuera peor aún que ésta?

Don Víctor: Se las sabe usted todas, don Hugo. Estoy viendo que mi conferencia es innecesaria.

Don Hugo: A estas alturas debo adivinar que esa frasca es símbolo del temperamento sanguíneo y cuadra mejor que ningún otro sitio en una tela de Jordaens. ¡Qué opulencia sobre los manteles, qué ricos caldos, qué caras rubicundas tan congestionadas por el vino y el fuego del hogar! ¡Qué carcajadas, qué carantoñas torpes, qué algazara!

Don Víctor: Está usted a punto de desbancar a mi candidato. Yo había pensado en Sir John Falstaff. ¿Se acuerda usted, don Hugo, de cómo empieza la ópera de Verdi?

Don Hugo y don Víctor: Un´altra bottiglia di Xerès!