Agua de coco

Don Víctor: ¿Cuántos años hará, don Hugo, que no vemos a un torero echar mano al botijo?
Don Hugo: Ni a los empleados del metro ni a los albañiles. Todo son esas botellitas de plástico que saben mal.
Don Víctor: Recuerdo cómo en «Fortunata y Jacinta» se establece una discusión sobre cuál de las aguas madrileñas surte mejor a los botijos, ya no sé si la de la Fuente del Berro o la de la Fuente Castellana, o si la del Santo…
Don Hugo: Creo recordar que sobre todas la del Lozoya.
Don Víctor: ¡Cómo parodian aquellas polémicas la de don Hilarión y don Sebastián con sus aguas purgantes y otras porquerías!
Don Hugo: Sea como sea, yo añoro aquella agua del Madrid de nuestra juventud…
Don Víctor: Lo único que sigue siendo igual es el agua de coco. El mismo placer que cuando éramos niños…
Don Hugo: No dice usted nada, don Víctor… ¡el agua de coco!
Don Víctor: Creo recordar que el militar y cronista de Indias Gonzalo Fernández de Oviedo la pone por las nubes, como la mejor que se pueda beber nunca.
Don Hugo: Claro, don Víctor, vaya propaganda que le hace. Si llega a decir que, una vez bebida, «ninguna cosa ni parte queda en el hombre que deje de sentir consolación y maravilloso contentamiento». No queda ahí la cosa, que añade: «cierto parece cosa de excelencia que todo lo que sobre la tierra se pueda gustar».
Don Víctor: Lo vio muy bien Ramón en una de sus greguerías, que «los cocos tienen dentro agua de oasis», que es como decir que es el agua del Paraíso…
Don Hugo: ¡La que bebían nuestros primeros padres!

¿Clásico o romántico?

Don Hugo: ¿Es usted clásico o romántico, don Víctor?
Don Víctor: Esta vez sí que me pone usted en un brete, don Hugo. A mí me gusta lo equilibrado, lo armonioso, en suma…
Don Hugo: Parece entonces que la cosa se define.
Don Víctor: Me gusta la nobleza en las creaciones del arte; me gusta lo bello que es a la vez lo verdadero; me gusta lo eterno, lo imperecedero.
Don Hugo: Más claro, agua. Es usted un clásico como la copa de un pino.
Don Víctor: Pero… y esta manera de vivirlo tan cargada de emoción, este anhelo y esta lacerante ansiedad ante la carencia de todo ello… imposible de colmar… ¿no es puro romanticismo?
Don Hugo: Parece, en efecto, romántica esa nostalgia de la clásica Edad de Oro…
Don Víctor: ¿Qué soy yo entonces, don Hugo?… Y, por cierto, ¿usted qué es?…
Don Hugo: Pues ni lo uno ni lo otro, don Víctor.
Don Víctor: Eso , don Hugo, no me lo creo porque no es usted un filisteo.
Don Hugo: Es que yo soy… ¡paleolítico!
Don Víctor: ¿Por qué lo dice? ¿Porque siempre es usted a quien llaman en la familia a la hora de matar bichos?
Don Hugo: Eso además, pero sobre todo porque puedo pasarme mucho tiempo sin comer y me revienta picar entre horas. En cambio, cuando me pongo, me muestro ansioso y como más de lo que debo. No aguanto ni la inactividad ni quedarme en casa, sino que me pasaría la vida merodeando al aire libre. Todo ello, indudablemente, secuela del cansancio de la caverna, tras miles de años de glaciación.
Don Víctor: Claro, tanto tiempo encerrado en casa debe de ser aburridísimo.
Don Hugo: Pues de ahí me viene también esta manía de estar siempre pintando monas. Que si no me diera vergüenza, andaría dibujando monigotes en las paredes.
Don Víctor: Caramba, don Hugo, lo suyo sí que es antiguo… ¡Si es de mucho más rancio abolengo que no lo mío!

Lágrimas y estrellas

Don Víctor: Las lágrimas de San Lorenzo… ¡qué noche tan especial!… El otro día, don Hugo, me preguntaba usted por qué lloro. A veces leyendo a Tasso doy en llorar pensando en cómo la vida le pagó con el encierro cuando él liberó para todos nosotros la misma Jerusalén.
Don Hugo: Mejor suerte le cupo en cambio a su coetáneo y compatriota Ariosto. Si hasta Casanova llegó a convencer al propio Voltaire de la superioridad del poeta emiliano sobre el mismísimo Homero.
Don Víctor: Lloré también una vez en que me quedé solo en San Carlino alle Quattro Fontane cavilando sobre el decepcionado Borromini cuyo genio se vio postergado hasta el punto de caer en la desesperación y el suicidio.
Don Hugo: Ya podía haberle echado una manita el afortunado Bernini que se lo llevaba todo.
Don Víctor: Ciertos versos de Nerval hacen que se me salten las lágrimas…
Don Hugo: ¿El soneto «El Desdichado» quizás?
Don Víctor: ¿Lo tiene usted, don Hugo? Últimamente no encuentro ese volumen; para mí que Julita me lo tiene escondido.
Don Hugo: Es verdad, el pobre Nerval también se suicidó, ahorcándose. No puedo menos de pensar en la gloria en vida que rodeó mientras tanto a Víctor Hugo.
Don Víctor: Si por llorar, a veces, hasta el recogimiento contemplativo de algunos cuadros de Juan Gris, me humedecen los ojos. ¿Ha encontrado usted, don Hugo, alguna vez belleza y meditación en el cubismo fuera de una pintura de Gris?
Don Hugo: Lleva usted más razón que un santo, don Víctor. Imposible encontrarlas, por ejemplo, en las del glorioso Picasso que lo relegó a la sombra.
Don Víctor: ¿Se puede usted creer que acabara muriendo en la miseria este pobre Gris?
Don Hugo: Usted lo ha dicho, don Víctor. ¡Gris se hizo llamar y no José Victoriano González-Pérez, como era su auténtico nombre! Para mí, está bien claro; por asociación de ideas y de palabras, «gris» evoca ocultación, depresión y la penumbra del fracaso. No es cierto que unos hombres nazcan con estrella y otros estrellados, sino que su muerte es el resultado de una elección vital que lleva a exponerse a unos determinados estímulos, y no a otros, y a darles unas respuestas determinadas.
Don Víctor: Entonces… ¿estos destinos no son injustos?… Entonces… ¿no tengo que llorar?
Don Hugo: Llore usted, don Víctor, y yo le admiro por ello. Su sensibilidad le lleva a penetrar hasta donde pocos llegan. Yo no lloro nunca.

San Felipe el Real

Don Víctor: ¡No paso de aquí! ¡No paso de aquí!
Don Hugo: ¡Calle y venga conmigo, que parece usted el Roberto de «Bohemios»!
Don Víctor: ¿Adónde me lleva usted, don Hugo? Aborrezco el juego y aún más el ambiente del juego.
Don Hugo: La curiosidad científica, don Víctor… ¡la experimentación! Aquí no venimos a jugar sino a conocer.
Don Víctor: Me trae usted al Infierno. Y no precisamente como Virgilio a Dante… ¡Además no tengo suelto!
Don Hugo: No se apure, que invito yo y lleva usted razón en lo del Infierno. Figúrese: este santo claustro es un lugar de recogimiento a salvo del bullicio de la Villa que nos rodea a pocos metros para que desde aquí se eleven las mentes y las almas al Cielo.
Don Víctor: ¿Pero qué me dice usted? ¿Aquí, en medio del repiqueteo de la bola sobre la ruleta, la charanga electrónica de las máquinas tragaperras y el tintineo de las monedas en cascada?… ¿Oración, elevación?…
Don Hugo: ¡Silencio! ¡Un respeto! Nos hallamos en el claustro del convento de San Felipe el Real… aquí lo tiene todavía en pie, en medio de las casas de Cordero, superviviente al incendio de 1718, al saqueo de la francesada y a la desamortización de Mendizábal… aunque ultrajado, eso sí, por estos execrables juegos de azar.
Don Víctor: Ahora veo adónde íbamos a parar, don Hugo. El contraste es admirable y da vértigo. Lástima que tenga que desengañarle: estos sólidos pilares y estas nobles arcadas ya no son los del convento. Todo fue derruido. Estas maquinitas no desmienten, sino que incluso homenajean, muy coherentemente, el origen de esta opulenta arquitectura decimonónica: Cordero levantó sus viviendas de alquiler con el fruto del gordo de la lotería.
Don Hugo: Entonces, don Víctor… ¿tampoco me tiene que gustar?

Mundo,Demonio y saltamontes

Don Víctor: Le quiero decir una cosa, don Hugo. Por más que llevo años leyendo «Alfa y Omega» todas las semanas, todavía sigo sin aclararme sobre qué era aquello tan misterioso de «mundo, demonio y carne».
Don Hugo: ¡Los enemigos del alma!… Le confieso a usted, don Víctor, que lo de la carne me trajo a mal traer hasta que leí a Freud. ¡Nada del filete de ternera -que, por cierto, apenas lo catábamos- ni la chuleta de cerdo!… ¡La líbido!…
Don Víctor: Ya salió aquello…
Don Hugo: En la represión de la carne, del instinto, del Eros, se asienta la civilización… de ahí nuestra obligación de no darnos todos los gustos y de ser sensatamente infelices.
Don Víctor: ¡Ah, claro! Nos mandan a pelear contra los centauros como en las metopas griegas. No debemos ser unos animales…
Don Hugo: … sino más bien unos lapitas.
Don Víctor: Y sin embargo Giacomo Casanova propuso toda una teoría del orden en el desorden brutal de los instintos. Hasta esa frontera fue capaz de llegar la Ilustración.
Don Hugo: Y Freud, heredero de esa misma Ilustración, lo sistematizó todo científicamente… pero a usted, ¿qué le parecía aquello otro del «mundo»?
Don Víctor: Yo, de pequeñín, hacía girar el globo terráqueo y me preguntaba qué monstruo habría escondido en su interior, bajo océanos y continentes… si no sería eso el propio Infierno.
Don Hugo: Quite, quite, el Demonio es otra cosa. Satanás es, en primer lugar, la soberbia y por tanto trae siempre consigo la humillación del prójimo; es la crueldad bajo todas sus formas. ¡El Anticristo, el enemigo del amor!… ¿No me diga usted, don Víctor, que no ve mil ejemplos de ello en los telediarios?
Don Víctor: Claro, claro, si hasta nos advierten de que determinadas imágenes van a herir nuestra sensibilidad… pero entonces sigo a oscuras con aquello del mundo como enemigo…
Don Hugo: Está claro: el mundo es la mundanidad… ¡la vanidad!… del poder, de las riquezas, de la fama…
Don Víctor: Me siento hostigado por todas partes con tanto enemigo como tenemos. ¡Quién tuviera los redaños de Cristo sobre el alero del Templo o sobre lo alto de aquel monte, o, mejor aún, en el desierto!… ¡eso es, al desierto, don Hugo, que se nos viene todo el mundo encima!
Don Hugo: ¿Pero adónde quiere usted ir, hombre de Dios? ¿No ve usted que los saltamontes también son carne?

Solo

Don Víctor: ¿Ésta es la farmacia que fue de su familia?
Don Hugo: Sí, la misma, la de mi pobre tío Cecilio.
Don Víctor: ¿Pobre? ¿Por qué? ¿Tuvo alguna desgracia?
Don Hugo: Era de carácter apocado, sin mucha iniciativa y siempre sus hermanos mayores velaron por él y encauzaron su vida.
Don Víctor: Menos mal; peor podría haber sido.
Don Hugo: Es que lo fue porque acabó la guerra y los hermanos se exiliaron, dejándole indefenso. Si hasta llegó a vender la farmacia para montar una droguería, ¡fíjese usted!
Don Víctor: Hombre, don Hugo, a pesar de lo que pueda sugerir su nombre, es un negocio honrado.
Don Hugo: Sí, don Víctor, pero es que acabó siendo el títere de su empleado, don Pascual. Si hasta las dependientas le tenían miedo a don Pascual y no al dueño.
Don Víctor: Eso es ya más grave.
Don Hugo: Tanto es así que don Pascual, arrogándose una autoridad que no le correspondía, supervisaba el trabajo de cada cual; se llegaba también adonde mi tío elaboraba aún específicos y, dándole unas palmaditas en el hombro, le decía, aprobador: «Veo que se le puede dejar solo, don Cecilio».
Don Víctor: Y bien solo que le habían dejado sus hermanos.

Wagner

Don Hugo: No encuentro en él por ninguna parte el morbo romántico…
Don Víctor: Es verdad, asoma más bien el panfletario social.
Don Hugo: A pesar de ello, nadie más alejado del realismo.
Don Víctor: Baste con pensar en los temas: leyendas, héroes mitológicos…
Don Hugo: ¿Y cómo considerar simbolistas sus construcciones mastodónticas?
Don Víctor: ¿Qué opina de su línea de canto tan ampulosa?
Don Hugo: A mí me recuerda a Bellini.
Don Víctor: ¿Y esa orquestación tan sofisticada preñada de leitmotivs?
Don Hugo: Cada uno con su significado.
Don Víctor: ¿Y esa búsqueda de una inocencia…?
Don Hugo: … que uno no acaba de creerse… que huele a pastiche…
Don Víctor: Pues bien, don Hugo, a lo mejor a usted le parece, como a mí, que con quien tiene que ver Wagner es con los pintores pre-rafaelitas.
Don Hugo: ¡Arrea! Eso, don Víctor, es lo último que esperaba yo oír…
Don Víctor: Aquel canto spianato sería a la música lo que la línea pulcra es a la pintura pre-rafaelita… el riquísimo lecho orquestal es como el prolijo fondo de los cuadros, llenos de objetos preciosos cargados de connotaciones…
Don Hugo: Pues es verdad… Y la pretendida naïveté, que nace vieja, es la misma en ambos casos…

Nombres

Don Hugo: ¿Nunca se ha parado usted a considerar, don Víctor, hasta qué punto nos condicionan nuestros nombres?
Don Víctor: En algunos casos son una cruz con la que se carga toda la vida…
Don Hugo: Pues sí, pienso, por ejemplo, en mi tío Zósimo, que era tan presumido y tan guasón que, cuando se presentaba, decía: «Zósimo Zorzal, Gonzalo para las chicas».
Don Víctor: Y otros, en cambio, son resultones, estimulantes y una buena propaganda para quien lo ostente…
Don Hugo: Como es su caso: Víctor… o el de su hermano: Ángel.
Don Víctor: ¡Y mire usted que hay también nombres raros!…
Don Hugo: El más raro de todos, para mí que es «Tutto».
Don Víctor: ¿Tutto?
Don Hugo: Sí, ¿se acuerda usted de aquel recital que dio Pavarotti y de que usted no quiso venir conmigo?…
Don Víctor: Claro que lo recuerdo, don Hugo… quizá debiera haber ido…
Don Hugo: Bueno, pues al final, después de las propinas y sobre los últimos aplausos, resonó un voz estentórea: «¡Bravo Tutto!»

Salir de casa

Don Hugo: Don Víctor, hay algunas cosas que me tienen desazonado hace tiempo y que seguro que usted me podrá aclarar… porque o me lo aclara usted o ya no queda nadie que me lo aclare…
Don Víctor: Si me viene usted con algo freudiano, me temo que…
Don Hugo: Quite, quite… ¿Cómo es posible que, por una parte, Hernán Cortés diga que «los españoles somos mayormente incomportables e importunos»…
Don Víctor: En una palabra, indisciplinados.
Don Hugo: … y, por otra parte, Avellaneda, el del Quijote apócrifo, reconozca la pronta obediencia de los españoles en la milicia?… y digo yo que tanto el uno como el otro algo sabrían de lo que hablaban…
Don Víctor: La contradicción, don Hugo, es aparente: si bien el español puede ser indisciplinado, la estructura de los Tercios y la cadena de mando establecidas por el Gran Capitán, convierten a los ejércitos españoles en máquinas de vencer que imprimen un carácter tanto a la fuerza como a cada uno de sus componentes.
Don Hugo: Ya está, don Víctor. ¡Que Dios le conserve a usted su clarividencia!… La siguiente… eso sí, menos ansiógena que la anterior. Dice Guicciardini que los españoles somos pobres, bárbaros, sombríos, soberbios, avaros, astutos y poco dados a las letras. Y sin embargo Castiglione nos alaba como grandes cortesanos y pone a Isabel la Católica como ejemplo de cortesía, liberalidad, honestidad y virtud.
Don Víctor: Sobre este punto lo único que me atrevo a decir es que Castiglione fue un digno precursor de Pilar Primo de Rivera.
Don Hugo: No me salga usted por peteneras, don Víctor; la verdad es que España, vista desde Italia, ha de parecer un país tosco y zafio… pero aún querría plantearle lo que me parece un misterio: ¿cómo es que el pintor Stornina quien, según nos dice Vasari, en Florencia era «duro e rozzo»…
Don Víctor: Vamos, que parecía español…
Don Hugo: … vino a trabajar a España…
Don Víctor: ¡El viaje al revés!
Don Hugo: … y aquí, como por arte de magia, se convirtió en «gentile e cortese»? Y cuando volvió a Florencia, resultó que todos se disputaban la amistad del que antes fuera un bellaco indeseable.
Don Víctor: ¿Cómo creerlo malvado cuando uno contempla este retablo que nos dejó en Valencia?… Para mí, don Hugo, que el fondo bueno que al principio sólo afloraba en su arte -como tantas veces ocurre- acabó anegando su personalidad entera, una vez que cambió de aires.
Don Hugo: ¡Acabáramos! En definitiva, que no es que le civilizara España; es que por fin salió de casa.

El barbero de Panticosa

Don Hugo: Ya estamos en Panticosa, don Víctor. Ve usted cómo, total, diez kilómetros tampoco es para tanto.
Don Víctor: ¡Por fin, don Hugo!… ¿Seguirá todavía la barbería de la que hablaba mi padre?
Don Hugo: ¿Tiene fama la barbería de Panticosa? Pues, si quiere usted, nos hacemos la barba ahora mismo y de paso descansamos un rato.
Don Víctor: No, es que contaban del barbero que se tenía por muy higiénico.
Don Hugo: ¡Cosas de aquellos tiempos: la obsesión por la higiene de principios de siglo!
Don Víctor: Pues decía este hombre que ni en su establecimiento ni en su instrumental había microbios: sumergía navajas, tijeras, peines y maquinillas en agua hirviendo y así los ahogaba a todos…
Don Hugo: … y de paso los escaldaba…
Don Víctor: … pero lo mejor es que por si acaso alguno le salía resistente, luego apretaba bien la navaja por los dos lados contra la correa y lo aplastaba bien «aplastadico».
Don Hugo: Qué bien pensado. Así se ahorraba el autoclave de las barberías de la capital.