Un solo cuerno

Don Víctor: Para mí, que Jacques Brel, al componer su irónica canción “Les Flamandes”, tiene en mente el célebre poema de Voltaire en que tacha a Bruselas de sede de la ignorancia, la pesadez, la estúpida indiferencia y la fe sumisa.

Don Hugo: Sí, don Víctor, aquellas mujeres son, según el cantante, conformistas, obedientes, beatas y frígidas.

Don Víctor: Sin embargo, don Hugo, no las retrató así Feyder en “La kermesse heroica”. Allí son alegres, sensuales y bien que disfrutan con los españoles mientras tienen escondidos a sus cobardes maridos.

Don Hugo: Fíjese que Goebbels prohibió esta película, como dando la razón por anticipado a Brel cuando acusa a los nacionalistas flamencos de ser “nazis durante las guerras y católicos entre ellas”.

Don Víctor: Las señoras de “La kermesse heroica” son las mismas que aparecen en la pintura de Jordaens y en la de Teniers y los primitivos, con toda esa vitalidad y hedonismo de los pueblos ricos que comen y beben hasta hartarse.

Don Hugo: Por mucho que le pese a Baudelaire que tilda a esos pintores de “groseros y sin ideas”… Si hasta moteja a Rubens describiéndolo como “gañán disfrazado con satén”.

Don Víctor: A Baudelaire le molesta profundamente la falta de idealismo en la representación de un pueblo que “mea y vomita”. Nada hay de la elevación propia del arte cortesano y religioso. Pero, ¿no se da precisamente en esa elección una rebeldía vitalmente moderna?, ¿no está el arte posterior mucho más cerca de esta gozosa expresión de la realidad?

Don Hugo: Yo creo que Baudelaire, que tanto y tan bien reflexionó sobre el Arte, se deja llevar en este caso por el sentimiento de superioridad del francés.

Don Víctor: A la altura en esto de mi primo José Antonio, quien me dijo un día: “Definición de belga: francés con un solo cuerno”.

Elitismo tonto

Don Hugo: No se va a creer usted lo que me respondió el otro día Planes-Bellmunt cuando hablábamos de Valle -Inclán. Le conté aquello de que mi hermana Herminia supo por boca de la propia hija del escritor, que fue compañera suya de colegio…

Don Víctor: Ah, sí, que para él los versos más bellos de la poesía española, eran aquéllos de “La luna en el mar riela…

Don Hugo y don Víctor: En la lona gime el viento / Y alza en blando movimiento / Olas de plata y azul”.

Don Hugo: … pues va y me dice que “algo malo había de tener Valle-Inclán”.

Don Víctor: ¡Qué manía tienen algunos de dárselas de exquisitos, elitistas, minoritarios e interesantes, despreciando aquello que pueda gustar a todo el mundo, por bueno que sea!

Don Hugo: Lo que en Planes-Bellmunt no deja de ser uno de sus muchos rasgos de esnobismo vanidoso, en un crítico profesional es pecado mortal. Se lo digo, don Víctor, porque hace pocas semanas oí en Radio Clásica que el aria de “La donna è mobile” es muy mala.

Don Víctor: ¿Y cómo lo argumentaba?

Don Hugo: De ninguna manera. Simplemente la descalificó. Y al cabo de una semana, un estudioso de Proust, dijo de pasada otro tanto a propósito del “Don Juan” de Zorrilla.

Don Víctor: A mi juicio, don Hugo, y de cualquiera que razone, la canzonetta del Duca no puede ser más adecuada musical y dramáticamente: ligera, despreocupada, inconsciente, frívola, como es el personaje. Permite además un contraste conmovedor cuando vuelve a oírse entre bambalinas mientras en escena Rigoletto cree tener en el saco el cadáver del burlador de su hija.

Don Hugo: Lo que todo el público sabía ya… ¡Qué ejemplo supremo de ironía trágica!

Don Víctor: Sí, la maledizione!

Don Hugo: En cuanto al “Don Juan” de Zorrilla, si bien no profundice como el de Molière, es la única pieza romántica española que ha perdurado, y, además, arrebata con sus ripios tan bellos, o más, que los de Góngora; presenta sentimientos en los que el pueblo se reconoce y lo educa en el arrepentimiento, el perdón y un amor que aúna lo humano y lo divino.

Ciudades paralelas

Don Víctor: Se lo aseguro a usted, don Hugo: cada vez que cruzo los propileos, me conmueve cómo la arquitectura ideal de los griegos era capaz de edificar a sus ciudadanos.

Don Hugo: Sí, y su pendant educativo fue el teatro, que los acostumbró a escuchar los alegatos de los héroes, a emocionarse con los lamentos de las víctimas, a estremecerse con las sentencias de los dioses.

Don Víctor: Y en el gimnasio aprendían la praxis de la superación, de la perseverancia, del esfuerzo.

Don Hugo: ¿Y a usted, don Víctor, le parece que pudieron intuir la influencia que en la posteridad iban a dejar estos ideales?

Don Víctor: Estoy completamente convencido de ello. Pueblo viajero y comerciante, tenía un conocimiento de primera mano de todo el mundo antiguo y de ese cotejo no podían extraer más que la conciencia de sus virtudes.

Don Hugo: Por mucho que hubiera grandes estados territoriales que acumulaban y ostentaban riquezas ingentes y un poder militar abrumador.

Don Víctor: Incluso entre el mosaico de las ciudades-Estado griegas, Atenas fue modelo de amor a la belleza sencilla, de culto sereno al espíritu, de concepción estrictamente utilitaria de la riqueza material, de uso previo del diálogo, así como de la reflexión de pros y contras ante cualquier empresa, de audacia sin temeridad, de generosidad hidalga, de capacidad de adaptación.

Don Hugo: Fíjese usted, don Víctor, que se me antoja que el caso de Florencia es un digno parangón. Cuando Poliziano y Marsilio Ficino dialogaban sobre estas cosas, no podían sino establecer paralelismos irrenunciables entre ambas ciudades y su momento estelar; los pequeños Estados italianos, entre los que deslumbraba Florencia, eran como la Grecia de las polis. España o el Turco bien podían hacer las veces de descomunales Persias.

Don Víctor: Usted y yo, don Hugo, junto con todos los que nos han enseñado, no existiríamos sin aquella nuova Atene.

Don Hugo: Me he preguntado muchas veces cuál es el alma de estas dos repúblicas capaces de elevar a sus ciudadanos en lo moral y en lo cívico… Creo que la clave está, en parte, en aquello que les dijo Pericles a los atenienses en sus arengas: “Nuestros ciudadanos sienten el mismo interés por sus asuntos propios y por la política… somos el único país que considera al que no participa en la vida en común, un ocioso o un inútil… y decidimos o discutimos con sumo cuidado los asuntos de Estado”.

Don Víctor: ¡Qué envidia de políticos y qué envidia de ciudadanos!

La vuelta al mundo

Don Víctor: Anoche estábamos Julita y yo viendo “La femme d´à côté”, de Truffaut, y nos hizo mucha gracia que el marido de Fanny Ardant la animara a ponerse aquel vestido tan atrevido “donde quieras, cuando quieras y con quien quieras”.

Don Hugo: ¡Qué pícaro Truffaut con tal de enseñarnos las maravillosas piernas de Fanny!

Don Víctor: Calle, calle, don Hugo, que lo que nos hizo reír fue lo que dijo para remate: que él “no era un marido español”.

Don Hugo: Tiene gracia porque precisamente ayer, releyendo unos capítulos del “Gil Blas de Santillana” de Lesage, me llamó la atención que allí se dijera a propósito de un médico casado de Madrid que “aunque español y ya viejo, no era celoso en absoluto”… Una vez más un claro ejemplo de proyección: Niego en mí los defectos que atribuyo al vecino.

Don Víctor: Sí, de hecho, nosotros hablamos de un marido “moro”.

Don Hugo: También, frente al tabú y el muy profundamente anclado temor a la homosexualidad, los pueblos achacan esta reprobada conducta al vecino.

Don Víctor: Es cierto, nosotros a los italianos.

Don Hugo: Me viene a la memoria aquel episodio de “El diablo cojuelo” en que el estudiante don Cleofás lanza con tal fuerza al italiano que, junto con otros extranjeros, le está incomodando, que da con él en una letrina “por que muriese hacia donde pecan”.

Don Víctor: Pues los franceses se lo endilgan a los griegos. Ya sabe usted eso de “Va te faire voir par les Grecs”.

Don Hugo: Sí, don Víctor, se ve con el ojo y, supuestamente, los griegos ven a los franceses con el ojete.

Don Víctor: Seguro que los griegos se lo encasquetan a los turcos.

Don Hugo: Sí, y éstos, quizás, a los persas y, así, como Elcano, acabamos por dar la vuelta al mundo.

Homogeneización

Don Hugo:   Y esta otra cita, don Víctor, ¿a qué etapa de la evolución tecnológica corresponde: “El progreso tecnológico paraliza los impulsos vitales de la imaginación y hace que la técnica pase de instrumento a modelo de acción, amén de aislar a los hombres del contacto vital con la realidad natural”?

Don Víctor: Está claro: eso es de ahora. Se refiere a las tan traídas nuevas tecnologías.

Don Hugo: Pues fíjese usted que se trata de unos comentarios que hacía Argan en 1970 sobre el rechazo que nuestro admirado Gaudí manifestaba hacia el pragmatismo cosificante que traía consigo la tecnología del “Progreso”.

Don Víctor: Para esa fecha ya había comenzado la televisión su tarea de demolición de la riquísima diversidad cultural. Lo notable es que Gaudí lo hubiera visto venir cuando ni siquiera había radio.

Don Hugo: Pues tiene usted razón. Dice Pasolini que “nunca un “modelo de vida” ha podido ser publicitado con tanta eficacia como a través de la televisión”.

Don Víctor: Sí, don Hugo, es el adoctrinamiento disimulado e incluso amable que invita a mimar la conducta de los personajes triunfadores de un mundo ilusorio y, por supuesto, mejor, que viene a reforzar la disciplina, alienación y cosificación de la Segunda Revolución Industrial.

Don Hugo: Mucho hablamos ahora, y con razón, de cómo estamos aniquilando la biodiversidad del planeta cuando hace mucho que comenzamos nuestra homologación social y personal a una única y mansa raza global.

Don Víctor: Estamos ya tan domados de varias generaciones que a nadie se le ocurre desajustarse un tornillo.

Don Hugo: Si hasta el pobrecico de Charlot acabó por tener que exiliarse a Suiza.

Ley Celaá

Don Hugo: Le ruego, don Víctor, que se deje de una vez de ironías y no me interrumpa hasta que acabe el párrafo, por mucho que le cueste.

Don Víctor: De acuerdo, de acuerdo, don Hugo, acabemos con esto cuanto antes ya que se empeña.

Don Hugo (leyendo:) «Una propuesta competencial, que contempla ámbitos curriculares en los que se trabaja de forma interdisciplinar aprendizajes de varias materias…»

Don Víctor: ¡Socorro! ¡Pare, por favor, que me va a dar algo!

Don Hugo: La verdad, don Víctor, es que yo también me estaba quedando sin aire… Repasemos: «propuesta competencial»

Don Víctor: ¿Qué es eso: un desafío deportivo, un reparto de responsabilidades o una proposición deshonesta?

Don Hugo: Mucho me temo que lo último… Sigamos: «ámbitos curriculares».

Don Víctor: ¿Se refiere a pasillos y corredores, a circuitos de fórmula uno, a los encierros de San Fermín?

Don Hugo: Pues yo el currículo no lo enseño por más que se empeñe la ministra de Educación… Prosigamos: » en los que se trabaja de forma interdisciplinar aprendizajes de varias materias».

Don Víctor: ¡Ah, ya lo tengo!… el recreo dentro del aula, una casa de orates, quizás una performance donde unos moldean pellas de barro, otros salpican pintura a lo Pollock y una muchacha corre hasta estamparse contra la pared para que con su sangre se embadurnen sus cuerpos todos los oficiantes.

Don Hugo: Buena propuesta, don Víctor. Veo que lo va entendiendo a la perfección. De hecho el texto concluye: «ello favorece la coodocencia (sic) y el trabajo colaborativo del alumnado».

Bombones y aceite

Don Hugo: No falla, don Víctor. Cada vez que visito una exposición de los impresionistas, especialmente de Renoir, vuelvo a casa con una cajita de bombones para Dolores.

Don Víctor: Pues yo, don Hugo, cada vez que, en Atocha, paso por delante de El Brillante con sus bocadillos de calamares, lo dejo todo y corro a casa a hojear de nuevo los catálogos de Romero de Torres.

Don Hugo: Fíjese cómo uno y otro producto ayudan a penetrar en el alma de las pinturas francesa y española.

Don Víctor: ¡Es verdad! La francesa tiende a ser pulcra, sensual, golosa, mundana, muelle, lujosa y dulce como los bombones.

Don Hugo: La española es, en cambio, turbia, mostosa, ascética, acre, tensa, rústica y amarga, como el aceite rancio.

Don Víctor: Es que quien dice Romero de Torres, nos remonta a Zuloaga, Solana, Alenza, Goya, Zurbarán, Murillo, Ribera y Velázquez.

Don Hugo: Y, por su parte, Renoir nos remite a Watteau, Boucher y todos aquéllos e incluso al viejo Fouquet.

Don Víctor: ¡El viejo Fouquet!… Ya habla usted como Voltaire… A propósito de Watteau, la verdad es que no me lo imagino untando unas migas en aceite frito. Lo veo más bien degustando un bombón suizo.

Don Hugo: A Quevedo sí que le cuadran mejor esas migas.

Oreille

Don Víctor: Desde luego su prima Rosa es la señora más guapa y elegante que he tratado en mi vida.

Don Hugo: ¡Pues si la hubiera usted conocido de cría!… Fíjese que por ella hube de renunciar a ser poeta.

Don Víctor: ¿Y cómo es eso, don Hugo?

Don Hugo: Por más vueltas que le di, no pude concluir mi primer soneto. Me pasó como a la traducción del Cantar de los Cantares: “Son sus sienes gajos de granada, triste su amada voz / y son rosas de mayo sus… ¡orejas!»

Don Víctor: ¡Canastos!

Don Hugo: Enseguida lo ha visto usted, don Víctor… «oreja»… ¡vaya una cacofonía en este contexto!… No tuve más remedio que abandonar a Petrarca y abrazar los pinceles de Apeles.

Don Víctor: Son magníficos todos los retratos que le hizo.  Constituyen lo mejor de su producción, sin duda alguna.

Don Hugo: Sí, don Víctor, pero nunca he llegado a hacerle justicia. Es como si sobre mí pesara la maldición de la oreja. Y es que si yo hubiera sido francés, otro gallo me hubiera cantado: «L´étoile a pleuré rose au coeur de tes oreilles», como escribe Rimbaud.

Don Víctor: ¡Qué bien traída está aquí esa «oreille»!

Don Hugo: Lástima que esa «x», tan aterciopelada, cediera ante la generalización de la «j» actual, tan desgarrada, no sé si por influencia de los moros o de los vascos…

Don Víctor: Para mí está bastante claro: la supremacía de la jota sería la manifestación de que en España las cosas comenzaban a torcerse.

Don Hugo: Pero dígame usted, don Víctor, ¡qué le parece la oreja de mi prima Rosa?

Don Víctor: Muy lograda, don Hugo… ¡Una verdadera «oreille»!

Profesionalidad

Don Víctor: Lo mejorcito que he visto en el cine en cuanto a explicación visual de un acto que en circunstancias normales pasa desapercibido. ¡Qué precisión, qué sucesión de imágenes tan bien planteada!…

Don Hugo: Es que Bresson es mucho Bresson y lo borda en “Pickpocket”.

Don Víctor: En el metro los dos compinches dan auténticas “funciones gratuitas de prestidigitación”.

Don Hugo: Claro, pero sin avisar al público.

Don Víctor: Uno empuja por la derecha a la víctima. Ésta desvía su atención hacia ese flanco. Entonces llega el otro y, con rara habilidad, le sustrae la cartera por la izquierda y luego la escamotea, visto y no visto, bajo el periódico que porta, mirando al tendido.

Don Hugo: A mí me contó don Inocencio, el párroco del Rastro, cómo los rateros padres educaban a sus hijos en el arte de hurtar con profesionalidad.

Don Víctor: Sí, sí, sin causar la menor molestia al perjudicado.

Don Hugo: El chaval ha de sacar un garbanzo del bolsillo de la chaqueta de su padre sin que éste se entere.

Don Víctor: ¿Y si se entera?… ¿Vuelta a empezar?

Don Hugo: Sí, claro, pero mediando antes un buen soplamocos. Y así la criatura se va perfeccionando.

Don Víctor: ¡Cuánta violencia para poder delinquir sin violencia!

Don Hugo: Me viene a la mente aquello de la Corte de los Milagros en que el estudiante de ladrón se examina, encapuchado, ante el tribunal, intentando sustraer a tientas un pañuelo del bolsillo de un maniquí colgado y cuajado de cascabeles. A poco que oscile y suene uno solo…

Don Víctor: ¡Para septiembre!

Don Hugo: Por ese motivo, don Víctor, no comparto esa hipótesis de algunos autores según los cuales el “capuchón” que mencionan los tres ratas de “La Gran Vía”, se refiera a la prisión. Para mí que hay que tomarlo en sentido literal.

Don Víctor: Claro, don Hugo, pero recuerde lo que dicen (cantando:) “Para empezar la carrera…”

Don Hugo y don Víctor (cantando:) “… hay que tener vocación / yendo una vez tan siquiera / a ponerse el capuchón. / Porque allí tan sólo / se puede apreciar / lo que vale luego / tener libertad”.

Don Hugo: Claro, es verdad… ¡si es que los llevaban encapuchados  a la cárcel!.

Don Víctor: A pesar de todo, no puedo evitar el admirar su virtuosismo en la ejecución de la suerte, ese aseo que ahorra sufrimientos innecesarios e incluso tanta elegancia y pulcritud.

Don Hugo: Es lo que yo llamo “amor por el arte”.

Diosas de carne

Don Hugo: Don Víctor, dígame, ¿ya se encuentra usted algo mejor, menos mareado?

Don Víctor: Completamente recuperado. Siento haberle estropeado la visita…

Don Hugo: Nada de eso. Su conmoción puede resultar esclarecedora. Cuéntemelo todo desde el principio.

Don Víctor: No era la primera vez que veía en directo los mármoles de Elgin, pero nunca con tanta serenidad y concentración. ¿Recuerda aquella vez en que naufragamos cuando usted se empeñó en que alquiláramos aquellos kayaks en la Dordoña?

Don Hugo: Sí, pero me consta que usted, a pesar del chapuzón, disfrutó mucho.

Don Víctor: Cierto, pero a lo que voy es que, recorriendo con la mirada aquellos maravillosos cuerpos plenos y ondulantes en sus muelles posturas, envueltos en sus sutiles vestidos de movedizos pliegues, me pareció de repente precipitarme por aquellos rápidos, saltando y rebotando entre los redondeadas y pulidas peñas…

Don Hugo: Me está usted haciendo sentir el fragor de las aguas que se derrumban, la espuma que nos salpica y refresca, el vértigo del descenso… Toda una experiencia futurista que hubiera querido firmar el propio Boccioni.

Don Víctor: ¿Y qué me dice usted de la vida que de repente se manifiesta en aquellas mujeres gloriosas?

Don Hugo: Creo que son Leto, Artemisa y Afrodita.

Don Víctor: De Leto y Artemisa, no respondo, pero el hombro de la que está echada no puede ser sino de la diosa del Amor.

Don Hugo: Reparo ahora en la tremenda sensualidad de este grupo escultórico.

Don Víctor: ¿No le parece a usted, don Hugo, que lo mejor del helenismo está ya plenamente logrado en la Atenas de Fidias?

Don Hugo: ¡Qué genio este Fidias!

Don Víctor: No se crea que sean de Fidias, don Hugo… este barroquismo, esta sensualidad explícita, esta variedad de ángulos, curvas y zigzags, es cosa ya de sus jóvenes discípulos.

Don Hugo: ¡Atiza, si aún son mejores que el maestro!

Don Víctor: Según Blanco Freijeiro, el candidato más plausible fuera Agorakrito de Paros, aunque quién sabe si Alcámenes, que también era un virtuoso, pudiera haber metido mano. En cambio es casi seguro que Kolotes no tuvo parte.

Don Hugo: En esto último, coincido plenamente con Blanco… pero dígame, don Víctor, si no es mucho abusar, ¿se atrevería usted a que volviéramos adentro a acabar de verlo mejor?… Me ha picado usted con eso el hombro de Afrodita…