Ardides de bárbaro

Don Hugo: Tenía que ser Racine quien diera con la expresión “décocher la flèche des Parthes”, “disparar la flecha de los partos”.

Don Víctor: Sí, don Hugo, era fama que aquellos bárbaros del Asia Anterior fingían la huida para estimular la persecución del enemigo, que se creía así victorioso; luego, dejándose ganar terreno, se daban la vuelta en sus monturas y los acribillaban a flechazos.

Don Hugo: Sin duda, don Víctor, una imagen bélica que traduce un ataque moral…

Don Víctor: … como aquello de “Ay qué tío, ay qué tío” de la Blanca doble, del maestro Guerrero.

Don Hugo y don Víctor (cantando:) “Ay qué tío, ay qué tío,

                                                                 Qué pullazo le ha metío…”

Crines y barbas

Don Víctor: Acabo de leer “Mear sangre”, la autobiografía de Dum Dum Pacheco, el campeón de peso wélter.

Don Hugo: ¡Atiza!

Don Víctor: Es que me lo encareció mucho mi hija Celia.

Don Hugo: ¡Pero si es restauradora, no uróloga!

Don Víctor: Cuenta que la noche previa a uno de sus combates más importantes, estuvo practicando sexo derramándose en exceso y que, al día siguiente, en el ring, apenas podía mantenerse en pie.

Don Hugo: Claro, don Víctor, es aquello que proclamaba Dominguín, que “cada cicatriz de mi cuerpo lleva el nombre de una mujer”.

Don Víctor: No en vano Nicolai Gedda se abstenía de sexo la víspera de una representación.

Don Hugo: Como los equipos de fútbol, que se concentran antes del partido y alejan así toda tentación.

Don Víctor: Sí, igual que san Jerónimo… pero, vamos a cuentas, don Hugo, creo que esta impresión de Dum Dum expresa una creencia acendrada, la que presenta a la mujer como succionadora de la energía del hombre, como peligro para su integridad.

Don Hugo: Sí, la mujer vampiresa… ¡la femme fatale!

Don Víctor: La que nos corta el cabello mientras dormimos para que así perdamos nuestro vigor…

Don Hugo: … o el trono como el pobre Wamba, al que afeitaron las barbas…

Don Víctor: … y ya no era nadie.

Don Hugo: Mucho se guardó el Cid de perder la suya, tan “vellida”, convirtiendo su destierro en definitivo y encerrando a doña Jimena en el monasterio de Cardeña.

Don Víctor: Y Carlomagno, el de la “barba florida”, se cubrió las espaldas con su sobrino Roldán, no fuera a ser que el rey moro le atacara por la retaguardia y añadiera la suya a las otras barbas cristianas con las que se iba confeccionando su victoriosa capa.

Don Hugo: Como aquellos pobres obispos ortodoxos del Asia menor a quienes los turcos se las arrancaron con sus manos.

Don Víctor: Sí, cuando la katastrofí.

Don Hugo: Por eso siempre me ha parecido a mí que ese Wamba sin barbas de la Plaza de Oriente es un aviso para todos los reyes que fueran habitando el Palacio Real.

Don Víctor: ¡Y bien que cuida su barba ahora el buen rey don Felipe VI!

Don Hugo: Fíjese usted, don Víctor, cómo Dalila, esquilando la cabeza al hirsuto Sansón, está en realidad castrándolo.

Don Víctor: ¡Hombre, don Hugo!

Don Hugo: Déjeme usted acabar, don Víctor… La cabellera es transposición simbólica del vello púbico y éste, a su vez, representación del sexo y de la genésica energía sexual. Quien nos hurte las barbas y las crines, nos está privando de la virilidad y convirtiéndonos en peleles inanes, en un hazmerreír. Y es que, inconscientemente, Dum Dum ha dado en el clavo con uno de sus directos a la mandíbula.

Don Víctor: “Cuando las barbas de tu vecino veas pelar, pon las tuyas a remojar”, como decía Wamba.

Don Hugo y don Víctor (cantando:)” No juegues el corazón

                                                                  A una carta de mujer,

                                                                  Que te puede suceder

                                                                  Lo que le sucedió a Sansón”.

Goscinny

Don Hugo: No siga usted repasando los Astérix, don Víctor, que están aquí muy bien en su casa, aunque ya no haya niños. Le agradezco el ofrecimiento, pero, total, yo voy comprando religiosamente a mis nietos todos los libros uno por uno.

Don Víctor: A mí lo que me tiene asombrado es la impronta tan poderosa que ha dejado el bachillerato en los guiones y textos de Goscinny. Mire lo que dice este romano cuando César manumite a un caudillo bárbaro y pelirrojo, que trae encadenado en su triunfo: “Il affranchit le rubicond”.

Don Hugo: Ese juego de palabras es intraducible: dice a la vez que ha franqueado el Rubicón…

Don Víctor: Sí, el célebre Alea jacta est.

Don Hugo: … y que libera al rubicundo.

Don Víctor: ¡Tantas horas de estudio y traducción de “La guerra de las Galias” en aquellos institutos nunca dieron un fruto tan jugoso y tan fresco como este calembour!

Don Hugo: Claro, don Víctor, aquel bachillerato propone al alumno una visión panorámica dall´alto in giù del mundo y la realidad.

Don Víctor: Aquel bachillerato hizo de un niño como él, de padres polacos y criado en Argentina, un verdadero galo con su socarronería, su penetración intelectual, su joie de vivre

Don Hugo: No en vano fue al colegio francés y luego al liceo de Buenos Aires.

Don Víctor: El puchero de Goscinny siempre es sabroso, sustancioso, alimenticio y apetitoso.

Don Hugo: Cada frase encierra en su interior un rico tuétano que luego se deshace en la boca exaltando el ánimo y fertilizando el entendimiento.

Don Víctor: Don Hugo, vamos a seguir un ratito más con los Astérix y mañana, en su casa, pasaremos revista a los Lucky Luke.

Don Hugo: Sí, y, pasado, volvemos aquí y la emprendemos con el pequeño Nicolás, que la maternelle también tiene su importancia.

América

Don Víctor: Ahora que empieza a amanecer, se ve la línea de costa, tal y como habíamos previsto.

Don Hugo: Me estoy preguntando qué pasaba por las cabezas de los conquistadores cuando avistaban por primera vez estas tierras.

Don Víctor: Sobre eso mismo reflexionó Salvador de Madariaga: aquellos barbados tenían presentes las historias que se contaban en sus casas de la conquista de Granada, donde estuvieron muchos de sus padres. Y, por otro lado, ¿qué otras lecturas les ocupaban con mayor deleite que las novelas de caballería?

Don Hugo: Ellos mismos se vieron convertidos en caballeros andantes… “que ningunas escrituras que están escritas en el mundo ni en hechos hazañosos humanos, ha habido hombres que más reinos y señoríos hayan ganado como nosotros, los verdaderos conquistadores, para nuestro rey y señor”

Don Víctor: ¿Esto es de Bernal Díaz del Castillo, verdad, don Hugo?… es que me dice usted que es del Quijote y me lo creo.

Don Hugo: Si es que, para colmo, los malvados de las novelas -ogros, caballeros felones, gigantes, nigromantes, mujeres pérfidas, encarnaciones de Satanás- hallan su réplica en las torpezas y crueldades de algunos pueblos indígenas, con sus caciques traidores, sus sodomitas que “se embudan”, su antropofagia, sus venenos, sus rituales sangrientos, esas extracciones de corazones aún palpitantes…

Don Víctor: Su misión entonces se les antojaba muy clara: restablecer el orden natural y las leyes de Dios.

Don Hugo: Para Fernández de Oviedo, la proeza de Colón supera a la del mismo Heracles: ¿qué es el estrecho de Gibraltar comparado con la anchura del océano?

Don Víctor: ¡Hay tantas cosas maravillosas de las novelas de caballería que se hacen realidad en aquellas tierras!

Don Hugo: El País del Preste Juan se adivinaba cerca a partir de las noticias indígenas sobre una fuente de eterna juventud…

Don Víctor: …una comarca en que al cacique se le recubre de oro cada año… un país donde el oro abunda tanto como el agua.

Don Hugo: Sí, don Víctor, y otra tierra poblada por gigantes patagonios que se protegen de los rayos solares a la sombra de sus grandes pies alzados…

Don Víctor: … y magos que exhalan humo por bocas y narices.

Don Hugo: Hay una ínsula enseñoreada por bellísimas mujeres flecheras que dan muerte a los hombres.

Don Víctor: ¿No da Calafia, reina de las Amazonas en “Las Sergas de Esplandián”, su nombre a California?

Don Hugo: Fabulosas criaturas del bestiario medieval: lagartos gigantescos y osos hormigueros…

Don Víctor: … peces voladores y oseznos perezosos que cantan según la escala musical…

Don Hugo: … pero también monos aulladores…

Don Víctor: … el agua de una fruta inmensa y acorazada con el aspecto de un coco, que es filtro que otorga la beatitud a quien la beba.

Don Hugo: Y qué decir de aquel lugar encantado de la Nueva España en que crecía “un árbol que en medio de la siesta, por recio sol que hiciese, parecía que la sombra del árbol refrescaba el corazón y caía de él como rocío muy delgado que confortaba las cabezas”.

Depresión

Don Hugo: No se engañe usted, don Víctor: ésta no es más que la casa “exógena” de Shakespeare. Ni está probado que viviera aquí ni la colección de muebles y objetos que hay reunidos tiene otro mérito que ser de su época… pero ya verá qué bonita es.

Don Víctor: Entonces eso que me decía usted de la depresión exógena, ¿no es tampoco de Shakespeare?

Don Hugo: No, lo he leído en otro elisabethiano: Thomas Kyd, en “The Spanish tragedy”. Dice Hieronimo, mariscal del ejército del rey de España, dirigiéndose a un viejo suplicante cuyo hijo ha sido también asesinado: “Eres la viva imagen de mi dolor: / En tu rostro puedo leer mis cuitas. / Tus ojos henchidos de lágrimas, tus mejillas descoloridas, / Tu perturbada frente, y tus trémulos labios / Musitan tristes palabras bruscamente desgajadas / Por la fuerza de los suspiros que tu espíritu exhala; / Y todo este llanto es por tu hijo / Y  el mismo dolor me aflige a mí por  el mío”.

Don Víctor: ¿Y cree usted, don Hugo, que este padre podrá rehacer su vida después de que le hayan muerto al hijo?

Don Hugo: Aunque en general las depresiones exógenas tienen mejor pronóstico que las endógenas, este caso es demasiado grave, y, tras llevar a cabo la venganza, el personaje acaba por apuñalarse. ¡Por algo se trata de una tragedia!

Don Víctor: Pero usted siempre me dice que el que describe muy bien la melancolía morbosa es Shakespeare.

Don Hugo: Sí, ¡pero la endógena!… ésa la encontramos en sus obras, pero no aquí entre tantos cachivaches de prendería… Hamlet representa la melancolía por antonomasia y por ello cautivó a los románticos.

Don Víctor: Ahora la llamamos “depresión”, como si se tratara de una coyuntura económica. Los medievales la llamaron “acedia”.

Don Hugo: No sólo se halla el célebre monólogo del dilema entre ser o no ser, sino que la obra está salpicada de pensamientos negros. Fíjese en éste, don Víctor: “Qué fastidiosos, desmarridos, arrasados e inútiles / se me antojan todos los usos de este mundo”.

Don Víctor: ¡Apabullante!… Como para sacar a Vittorio Gassman del lecho en que lo tuvo postrado una tremenda depresión y obligarlo a encarnar al príncipe danés.

Don Hugo: Si ningún poeta expresó con tal lucidez el spleen como Baudelaire, qué otro dramaturgo sino Shakespeare para adentrarse en la depresión. Escuche esto otro: “Nada en este mundo me reporta alegría. / La vida es tan tediosa como una repetida historia enojando el embotado oído de un hombre amodorrado; / Y la vergüenza amarga emponzoña todo dulce sabor de la existencia, /Tanto, que así tan sólo fructifican ya la turbación y la aspereza”.

Don Víctor: ¿Esto no lo dice Lewis, el Delfín de Francia?

Don Hugo: Sí, en “King John”, pero, aunque el personaje sea francés, las palabras se las presta un inglés.

Don Víctor: Con lo cual la depresión del pobre heredero de la corona de Francia es doble: por un lado, endógeno-gala, y por otro, exógeno-inglesa.

Don Hugo: Ahora me explico por qué Hegel prefería este drama entre todos.

Estremecimiento

Don Hugo: Pero, don Víctor, si está usted sudando, jadeante, pálido… es cierto que el ambiente de la sala estaba muy cargado… Habría que quejarse a la Superintendencia de la Galería Uffizi… ¿Quiere usted que nos acerquemos a una casa de pronto soccorso?

Don Víctor: No es eso, don Hugo… y ya se me está pasando… Debería usted imaginárselo. Me ha atacado de manera fulminante el estremecimiento del arte.

Don Hugo: Déjeme usted que le mire la nuca, don Víctor…. ¡Lo que me temía! Completamente erizado el vello, tal y como describe Konrad Lorenz hablando de los primates superiores y su capacidad para una emoción cuasi humana ante algo que los supera.

Don Víctor: Y qué paradoja, ¿verdad, don Hugo?, que Goethe identifique este “estremecimiento ante lo enorme” como lo mejor de lo humano.

Don Hugo: La reacción que ha tenido usted está completamente justificada y revela su extraordinaria sensibilidad. Sobre la atracción irresistible que le han inspirado las obras maestras, ha acabado por imponerse el temor al tremendum… se trata de esa ambivalencia emocional que tan bien describe Rudolf Otto.

Don Víctor: Disculpe usted, don Hugo, pero necesito llorar…

Don Hugo: ¡Venga usted a mis brazos, compañero esteta!… si aún va a acabar usted por contagiarme esa temblequera ante la “majestad”.

Don Víctor: Ya me he calmado algo, pero ¡qué escalofrío que siento!

Don Hugo: ¡Escalofrío! El término que emplea el maestro Kraus y que, por desgracia, pasa desapercibido cuando le entretienen preguntándole por la técnica.

Don Víctor: Eso son los filisteos que no encuentran más que la descripción de los medios objetivos imprescindibles, pero no suficientes, para alcanzar esa transfiguración que nos regala el verdadero artista.

Don Hugo: ¿Recuerda usted lo que contaba Victoria de los Ángeles a propósito del “Werther”?

Don Víctor: ¡Claro, cómo olvidarlo!… que, cuando cayó el telón, allí se quedó abrazada con Kraus, llorando los dos.

Don Hugo: Cómo lamenté que no me acompañara usted a la corrida en que Julio Aparicio hijo cuajó una faena tan sublime que acabó llorando y casi se desmaya tras la estocada. ¡Aquello fue todo un delirio!

Don Víctor: Claro, tenga usted en cuenta cómo Berenson afirma que la auténtica obra de arte supone para el espectador un constatable aumento de vitalidad.

Don Hugo: ¡El entusiasmo del espectador sigue al estro del artista!

Don Víctor: En definitiva, don Hugo, que todo esto viene a ser un mentís empírico a Auguste Comte: por mucho que se analice, cuantifique, escriba y defina, la Razón siempre se quedará corta para explicar lo inefable. ¡El misterio existe!

Don Hugo: Esto es como el amor. Si ya lo dijo Lope: “Quien lo probó, lo sabe”. No se puede demostrar… al fin y al cabo, el arte es sublimación de la energía sexual.

Don Víctor: Comprenderá usted ahora por qué insistí tanto en que viniéramos usted y yo tan temprano sin las señoras… me temía que me pudiera ocurrir esto y no quería que me vieran así.

El gran desfase

Don Hugo: Creo que fueron los Neandertales quienes aplicaron una vara de fresno a una punta de sílex, pudiendo así golpear a dos metros de distancia.

Don Víctor: Enseguida los arrinconaron nuestros abuelos Cromagnon con el arco y la flecha, como Robin Hood.

Don Hugo: Y los indios flecheros del Amazonas emponzoñaron las puntas con filtros mortales.

Don Víctor: Las espadas de hierro pudieron luego quebrantar a las de bronce.

Don Hugo: Ideados por la ciencia poliorcética, catapultas, arietes gigantescos y torres rodantes pusieron en jaque las urbes amuralladas.

Don Víctor: Incluso las invasiones bárbaras, que arruinaron el mundo clásico, nos trajeron los estribos, haciendo imparables las cargas de caballería.

Don Hugo: Al correr de los siglos, don Quijote se lamenta de cómo las pólvoras permiten a un cobarde matar desde la distancia, sin exponerse.

Don Víctor: Y ahí se acelera todo: la demoledora artillería, tan onerosa, encumbró a los grandes Estados territoriales, anulando las repúblicas y pequeños principados medievales.

Don Hugo: Los vapores acorazados se enseñorearon de los océanos y forzaron estrechos y puertos.

Don Víctor: La aviación se apoderó luego de los cielos y batió vastos territorios antes de que los infantes tuvieran opción a combatir.

Don Hugo: La bomba atómica, los misiles balísticos… en fin el arte de la guerra creció siempre sin desfallecer y sin olvidar ninguno de sus adelantos. ¡Qué contraste entre este progreso que tanto poder otorga y el de nuestro acervo moral, siempre estancado cuando no presa de desfallecimientos abismales!

Don Víctor: ¡Qué poco reconfortante ha sido nuestro siglo porque, dígame usted, don Hugo, ¿qué fueron aquellos campos de exterminio sino la taylorización del crimen?

Don Hugo: Claro, don Víctor, la cosa pintó mal desde el principio, empezando por crucificar a Cristo.

Un corazón sencillo

Don Víctor: ¿Sabe usted, don Hugo, la última de Lopetegui?… ¡Pues que se ha emperrado en que Freud conocía al dedillo la obra de Galdós!

Don Hugo: No tenía otra cosa que hacer don Sigmund… ¡Bastante tenía el pobre con Goethe y los clásicos de la Antigüedad!

Don Víctor: Me puso muchos ejemplos, pero en lo que más insistió fue en esa teoría de lo compensatorio de los sueños.

Don Hugo: Sí, compensatorios, pero sin olvidar tampoco su función de realización de los deseos que la cultura y su principio de realidad nos impiden llevar a cabo durante la vigilia.

Don Víctor: Sí, sí, don Hugo… Lopetegui lo cifra en los sueños que Benina le cuenta a su ama, doña Paca, en “Misericordia”: que nos vienen del Más Allá para decirnos que en el país de los muertos impera la justicia de que no disfrutamos en esta vida.

Don Hugo: Desde el punto de vista marxista, el sueño entonces, como la religión, no dejaría de ser otro “opio del pueblo” que nos desalienta a la hora de luchar por la sociedad sin clases.

Don Víctor: Yo creo que por muy socialista que fuera Galdós, era demasiado coherente y honrado como para poner en la cabeza de la criada otros pensamientos que esa nostalgia de un mundo igualitario.

Don Hugo: Sí, don Víctor, tiene la misma psicología candorosa que la tata de “Un corazón sencillo” de Flaubert.

Don Víctor: En mi opinión, la teología de la liberación dio curso a un cristianismo impaciente, que no se conforma con aguardar la Parusía. Consciente, eso sí, de que “mi reino no es de este mundo”, pero trabajando en él para asemejarlo lo más posible al futuro y eterno.

Don Hugo: Con la salvedad de que don Benito tenía aún menos fe que aquel marinero de “La tabernera del puerto”, pienso yo que habría aplaudido estas ideas.

Amor cortés

Don Víctor: Quería preguntarle, don Hugo, ahora que estamos a solas, sobre aquella discusión tan vehemente que protagonizaron usted y el profesor Dupré, que al fin y al cabo es todo un especialista en el amor cortés…

Don Hugo: ¿Le parece que me propasé, don Víctor?… Yo lo que vengo pensando es que el amor cortés está sobrevalorado… Ciertamente nos hizo más educados, más cultos y refinados, más considerados con la condición femenina y todo lo demás… pero la manzana llevaba su gusano escondido.

Don Víctor: No lo acabo de ver, don Hugo.

Don Hugo: Es que Dupré no me dejaba hablar, recitando aquellas galeradas del lai “Équitan” y del “Lanzarote, el caballero de la carreta”.

Don Víctor: ¡Y lo hace muy bien! Qué francés medieval tan bien pronunciado… qué prosodia tan cadenciosa…

Don Hugo: Vayamos al contenido. Dice el rey Équitan a la mujer de su senescal: “Sed vos el ama y yo el sirviente, / Sed altiva y yo suplicante”.

Don Víctor: Pero, ¿no es esto una delicada cortesía amorosa que compense la debilidad de una mujer frente a un varón y allane la relación afectiva?

Don Hugo: ¿Y cuándo la reina Ginebra castiga a Lanzarote por haber dudado siquiera un instante en humillar su honra con el solo objeto de complacerla?

Don Víctor: ¿Cómo fue eso?

Don Hugo: Si es que no pude ni decirlo porque Dupré se puso a recitar entonces a Charles d´Orléans… La reina, en su crueldad, le había ordenado que subiera, como un villano, a la carreta de los condenados a la horca y se dejara conducir por un enano a la vista de todos.

Don Víctor: ¡Nunca habría imaginado que la reina Ginebra pudiera urdir tamaña afrenta!

Don Hugo: ¿No ve usted, don Víctor, cómo Sacher-Masoch exacerba aquella cortesía que sobrevivió al feudalismo, cuando se complace en someterse como esclavo a la arrogancia y el despotismo de su amante?

Don Víctor: Muy cierto. Mucho de eso he visto en algunas cosas de Strindberg: que si el varón le pide a la mujer compasión y la gracia de su vida… que si el marido ha de ser un ente subyugado y cobarde, que se sienta en deuda por todo frente a la esposa…

Don Hugo: La figura de Sade supondría una inversión radical que diera la vuelta a la tortilla. La mujer ha de ser la esclava sexual del hombre.

Don Víctor: ¡De qué manera pudo llegar a fermentar en ponzoña algo que parecía tan bello!

Don Hugo: El propio Sacher-Masoch se libera al final de la tiranía afectivo-sexual y proclama, ya supuestamente curado: “Amar, ser amado, ¡qué fortuna! Y con qué resplandor brilla esta dicha comparada con la cruel felicidad de adorar a una mujer que hace de nosotros el esclavo de una hermosa, su juguete».

Don Víctor y don Hugo (cantando:) “Porque al hombre más pintado, / ¿Quién le promete / Que una niña si se empeña, No ha de tratarlo / Como a un juguete?”

Haz la guerra y el amor también

Don Hugo: Antes leíamos a Salgari y ahora los chavales se conectan en Internet con otra pandilla a la que no conocen y se tirotean en escenarios devastados para aniquilarse mutuamente.

Don Víctor: Siempre parecidos juegos bélicos con que se estimula a los niños, como si formáramos todavía parte de sociedades guerreras.

Don Hugo: Nunca han faltado buenas razones para justificar el riesgo, la aventura, agrediendo al prójimo o al remoto. Acuérdese usted, don Víctor, del rapto de las Sabinas, por aquello de que los romanos necesitaban convertirse en un pueblo numeroso para no sucumbir en el peligroso mosaico itálico.

Don Víctor: ¡Y a quien le amarga un dulce, don Hugo, con lo guapas que fueron siempre las Sabinas!

Don Hugo: Qué duda cabe que en la base de toda empresa guerrera palpita un impulso erótico.

Don Víctor: ¡Atiza, si lo sé no digo nada, que ahora me va a sacar usted a Freud!

Don Hugo: No se preocupe usted, don Víctor, que por una vez no le voy a llevar a Viena. En esta ocasión nos quedaremos en Madrid, que era donde escribía don Benito. Según él, las guerras y revoluciones son movimientos instintivos de los pueblos en busca de mujeres.

Don Víctor: O sea, don Hugo, que, según eso, Cortés, Pizarro, Orellana y hasta el mismísimo Aguirre, so capa de evangelizar, ganar tierras para el rey y aportar tesoros para mayor gloria de Dios, lo que realmente anhelaban eran las obsequiosas Malinches.

Don Hugo: Sí, don Víctor, en realidad, sin saberlo, inconscientemente, iban en busca de la mujer, de manera tan instintiva e imperiosa como aquellos centauros arramplando con las mujeres de los Lapitas.

Don Víctor: Ahora creo que entiendo mejor eso de Alejandro Dumas: “Cherchez la femme”.

Don Hugo: Y eso no es más que la tradicional perspectiva masculina, pero hora es de que se publique este fenómeno desde el otro sesgo: “Cherchez l´homme”.

Don Víctor: Habrá que investigar si eso llega a reivindicarlo Simone de Beauvoir.