Don Hugo: No se crea usted, don Víctor, que algunos chistes, por burdos que sean, delatan un origen culto e incluso sacro.
Don Víctor: ¡Ya lo adivino! Escuche, don Hugo:
-Pero, ¡cómo hace usted para mantenerse tan joven?
-No discutir con nadie.
-Hombre, ¡no será por eso!
-Ah, ¡pues no será!
Don Hugo: No, ¡ése, no!
Don Víctor: Ah, pensaba que era cosa de algún teólogo refiriéndose a san José… ¡como siempre le hacen bromas por su condescendencia!…
Don Hugo: Hablemos en serio, don Víctor. He averiguado que san Valero, patrón de Zaragoza, era tartamudo y que su diácono, san Vicente, se encargaba de pronunciar sus sermones.
Don Víctor: Ahora, don Hugo, sí que lo tengo: El párroco, aquejado de afonía, sopla al sacristán la homilía que tenía preparada. Refiere la resurrección de Lázaro. El sacristán, gustándose, dice que, a la voz de “Levántate y anda”, Lázaro andó. El cura, entonces, le espeta: “¡”Anduvo”, jodío!”, y el sacristán va y suelta: “Bueno, anduvo jodío un par de días, pero al final andó”.
Don Hugo: ¡No me diga usted, don Víctor!… A mí también me ha inspirado un sueño el relato de Supervielle, “La niña de alta mar”… pero, cuénteme usted primero el suyo.
Don Víctor: Volví a sentir la misma angustia que me acongojó aquella vez en que fuimos a la Comédie Française a ver “La voz humana” de Cocteau. En el sueño, era a mí a quien Julita cortaba el tubo de la escafandra en aquel fondo del mar que también era el apartamento de Auteuil.
Don Hugo: Sí, el mismo nido de amor que eligió Alejandro Dumas para su adaptación teatral de “La dama de las camelias”… Mi sueño es también escénico por operístico. Fíjese usted que estábamos Dolores y yo en la Sala Favart asistiendo a una representación de “Naïs”, de Rameau, cuando en esto que el barítono que interpreta a Neptuno, echando mano de su tridente, me aparta con él y se me lleva a Dolores al fondo del mar. No le puedo contar ya más porque me desperté al instante, sobresaltado.
Don Víctor: ¡Qué vértigo me producen los fondos abisales, tan densos en su quieta penumbra, tan fríos, tan silenciosos, por donde transitan, sonámbulas, sus fantasmagóricas criaturas!
Don Hugo: Parece como si describiera usted los Infiernos que visitara Ulises, poblados de héroes aletargados, esquivos, apagados y amnésicos.
Don Víctor: Siempre me suscitaron aquellos fondos marinos de Yves Tanguy, tan quedos, tan inertes, tan ensimismados, tan a la espera de no se sabe qué, el presentimiento de un Más Allá inaprehensible.
Don Hugo: Sí, don Víctor, Tanguy explora plásticamente el acecho del Inconsciente, primitivo y desazonador.
Don Víctor: Estoy recordando ahora el libro de Giorgio Bocca , “Il provinciale”, que me prestó usted hace unos años. Me impresionó grandemente la figura de aquel partisano francés, Loulou, que combatía en Italia, independiente y solitario, in cerca della morte o della vendetta.
Don Hugo: Sí, don Víctor, se decía que los alemanes habían dado muerte a toda su familia en Niza o en Marsella… Si me sé de memoria esas líneas: “…que vino a morir quién sabe por qué a nuestra tierra, como aquellos caballeros antiguos que combatían por su cuenta, por su justicia o por su venganza, sin decir jamás palabra alguna”.
Don Víctor: Sí, pero no era aquí, en la Toscana, sino más al Norte, en los Alpes, donde cayó. Sin embargo, esta pendiente tan áspera me ha suscitado la imagen de su cuerpo abatido a tiros.
Don Hugo: Habría que investigar cuál era el móvil profundo que llevara a aquel mítico guerrillero, Loulou, a consumar su venganza condenándose a una muerte cierta.
Don Víctor: Por debajo de la bandera, sin menoscabo de su patriotismo, siempre se me antoja que en estos casos palpita la pérdida irremediable de una mujer, como en el caso del legionario “novio de la Muerte”, del cuplé que cantaba Lola Montes…. Acuérdese usted, don Hugo, de cómo acabó: (cantando) “Por ir a tu lado a verte, / mi más leal compañera, / me hice novio de la Muerte, / la estreché con lazo fuerte / y su amor fue mi bandera”.
Don Hugo: Sí, don Víctor, me vienen a la mente esos dos versos del “Rey Enrique IV”, de Shakespeare, en que se presenta a Salisbury como “un desesperado homicida / que pelea como alguien cansado de vivir”.
Don Víctor: Siempre me sobrecogieron esos suicidas camuflados de guerreros que no se ahorcan como Judas, aniquilados por la realidad, sino que aun pretenden cambiarla erigiéndose en arietes contra ella. ¿Cómo perder la honra en el último minuto?… Bien claro lo dejó Montaigne: “He visto a alguno de mis íntimos correr de frente a la Muerte, con verdadero ahínco enraizado en su corazón mediante distintos argumentos que no le pude rebatir, y en la primera ocasión que se le ofreció, adornada de un lustre de honra, precipitarse hacia ella con un hambre áspera y ardiente”.
Don Hugo: Mucho tiempo hemos perdido, don Víctor, con tanta plática… ¡que ya no vemos a las señoras! Apresúrese un poco, que se nos escapan como ayer…
Don Víctor: De acuerdo, don Hugo, ¡aunque me cueste la vida!
Don Hugo: Caído el vestido, ya sólo falta que se suelte el pelo.
Don Víctor: Hay mucho disimulo y mucha ambigüedad en este Veronese, don Hugo. Fíjese que mientras el marido contempla arrobado lo que al espectador se le oculta, el amante, fingiéndose distraído, desliza un billete amoroso entre los dedos de la bella.
Don Hugo: ¿Qué quiere usted, don Víctor?… Yo prefiero que aún no haya llegado el momento en que desanude el moño y se derrame la cascada de sus cabellos velando el cuello, los hombros y la espalda…
Don Víctor: ¡Qué duda cabe que el cabello trenzado, sujeto y recogido sobre la nuca muestra la elegante compostura y el modesto recato de la perfecta casada…
Don Hugo: … amén de exhibir la delicadeza del cuello. Es además un artificio muy ingenioso por su carácter reversible que le dota de esa geometría variable que tanto gusta a los ingenieros aeronáuticos.
Don Víctor: Es algo así como lo que proclamaba con orgullo de madre Teodora, la asistenta de Isidro Cuenca: que su hijo, el que había emigrado a Nueva York, tenía un coche descapotable y capotable.
Don Víctor: Pero, don Hugo, lo que más me llamó la atención es que dedicara usted la mayor parte de sus alabanzas a la magnífica pronunciación de la letra “s”.
Don Hugo: No me diga que no se le alegraban los ojitos a la Rey-Joly…
Don Víctor: ¡Toma, y a nosotros con ella!
Don Hugo: Tenga usted en cuenta, don Víctor, que la “s”, al ser una fricativa sorda, carece de resonancias, no puede subir a la máscara y torpedea la línea de canto.
Don Víctor: Es cierto, don Hugo, impone ese staccato que vuelve tan esforzado el canto en español, frente al italiano cuyos plurales terminan en una vocal.
Don Hugo: Además, tras interrumpir la fluidez melódica, obliga sin solución de continuidad a enmascarar de nuevo el sonido para que tornen a vibrar los resonadores.
Don Víctor: La Joly está en las antípodas de aquellas cantantes ventajistas que se alivian ablandando la osamenta de las consonantes.
Don Hugo: Este problema no lo tendríamos si fuéramos todos andaluces.
Don Víctor: Pues es verdad, en Andalucía la “s” final se obvia y, además, las consonantes intervocálicas desaparecen, tal y como observa Manuel Machado.
Don Hugo: “Hablar el español sin las dificultades propias del idioma”.
Don Víctor: Qué gracioso es aquello que cuenta del madrileño que, en un establecimiento de Sevilla, pregunta si hay café y le responde el camarero que “sebá tostá”.
Don Hugo: Claro, y el del Foro entendió que lo iban a tostar y que entonces no tenía tiempo… pero mire, don Víctor, a la Joly le alabé muchas otras proezas técnicas. ¿Tiene usted alguna queja?, ¿me dejé algo importante en el tintero?
Don Víctor: ¡Las piernas! A partir de ella el vals de Musetta es otra cosa.
Don Hugo: Estaba releyendo anoche “La lozana andaluza” y luego quedé desvelado, lamentando la pérdida de aquel mundo, tan espontáneo, tan natural, tan tosco e ingenuo.
Don Víctor: ¡Tan lleno de sensualidad y de vida! Me enfadó a mí también que hayamos tenido que ser tan formales toda nuestra vida y que no haya habido medio de evitárselo tampoco a nuestros hijos ni a nuestros nietos.
Don Hugo: El caso es que cuando me tropecé con aquello de que los hombres, ante una hembra, se fijan de inmediato en sus pechos, me vino enseguida a la memoria algo que todavía había vivido yo mismo: lo mismito que decía nuestra tata Benita: “¿Qué mira el hombre a la mujer? ¡Las tetas!; ¿y la mujer al hombre? ¡La bragueta!”
Don Víctor: Yo recuerdo también las cosas que repetía nuestra tata Efigenia en relación con el comer. Cuando llegaba la hora, decía: “Vamos a hacer por la vida” y, al acabar: “Por hoy ya hemos comido, mañana Dios dirá”. Cuando nos cortaba una loncha de jamón, parodiaba la escasez vivida, poniéndola delante de nuestros ojos y preguntando: “¿Ves a padre?… ¡Ojalá no lo viera!”.
Don Hugo: Nuestra Benita censuraba siempre la holganza. Cuando veía a alguien sin hacer nada, le espetaba: “Mano sobre mano, como mujer de escribano” o “¿Qué, en la estación de Miranda?” Y también: “Ya viene la galbana por aquel cerro… A mí no me pilla, que ya la tengo”.
Don Víctor: Pues cuando nos hacíamos los remolones a la hora de levantarnos, Efigenia nos decía: “La madrugá´l pellejero: le daba el sol en el culo y creía que era un lucero”; o bien, sacudiéndonos, exclamaba: “¡Venga, que ya han pasado las burras de leche!”
Don Hugo: Luego pensé que incluso mis hijos llegaron a conocer todo aquel mundo que se translucía en los dichos de aquellas supervivientes de la España rural. “¡Come, alhaja!”, les gritaba con una brusquedad que ellos aprendieron pronto a interpretar como signo de cariño.
Don Víctor: Mis hijos también llegaron a conocer en casa a Efigenia. Cuando le pedían, después de comer, que los sacara a la terraza a jugar en la piscina inflable, su respuesta, a aquella hora, era invariablemente: “¡Ni piscina ni piscino!”
Don Hugo: ¿Recuerda usted, don Víctor, cuando Dolores atravesó aquella mala racha en que cayó en depresión y se pasaba el día llorando en la cama y a oscuras?
Don Víctor: Sí, claro, don Hugo… ¡menuda preocupación! Julita y yo pensábamos todo el rato en ustedes.
Don Hugo: Entonces todavía vivía Benita, aunque fuera ya muy mayor. Tendría usted que haberla oído contestando al teléfono cuando preguntaban por la señora: “Está tumbá”, o bien “Está en su sitio”.
Don Hugo: ¡Que no, que no, don Víctor! Déjese de romanticismos… ¡que es cuestión de hercios!… La voz femenina ha disminuido en veinticinco hercios en tres décadas. Está ahora, por término medio, en doscientos seis.
Don Víctor: ¡Inapelable!
Don Hugo: Ya sabía lo que se hacía la señora Thatcher cuando se entrenaba tanto para bajar el tono de su voz en sesenta hercios…
Don Víctor: ¡Toma castaña!
Don Hugo: … y así sonar más decidida, más poderosa, con mayor autoridad.
Don Víctor: Pero fíjese usted, don Hugo, que el solterón de mi primo José Antonio procuraba no perderse ninguno de sus discursos, aunque no entendiera nada; siempre que me hablaba de ella, me decía: “Eso sí que es una mujer. Si yo la habría conocido hace cuarenta años…
Don Hugo: ¿No será que su primo leía mucho a Kawabata? Mire usted que ninguno como el japonés insiste tanto en el erotismo que asoma en la mujer de voz grave.
Don Víctor: Que yo sepa, mi primo no leyó una línea por lo menos a partir de los doce años.
Don Hugo: Sí, don Víctor, pero sea como sea, en su primo aflora espontáneamente lo que tantos artistas consiguen rescatar en su viaje a lo más telúrico de nuestra psique humana, aquello que el común de los mortales civilizados camuflan y sepultan por represión inconsciente.
Don Víctor: Me viene ahora a la mente el elogio del sensible Chéjov a propósito del atractivo que atesora la voz femenina, cuánto agradan sus personajes femeninos por sus cualidades vocales.
Don Hugo: De acuerdo, don Víctor, pero considere mejor las osadas aproximaciones de Baudelaire en su exploración poética de la voz femenina.
Don Víctor: ¿Me va usted a hablar de aquello de la voz de los gatos?
Don Hugo: No se arredre, don Víctor, o hablamos o no hablamos. Vayamos al fondo de las cosas. ¿No dijo el poeta que la mujer es un gato cerebral? Por tanto, cuando su voz es “rica y profunda”, “ahí reside su encanto y su secreto”.
Don Víctor: Una voz grave, indudablemente.
Don Hugo: Esa voz que “colma como un verso numeroso”…
Don Víctor: ¡Un alejandrino en un tetrástrofo monorrimo!… como los del Arcipreste, quien, por cierto, “con buen seso” rechaza la voz aguda en la mujer.
Don Hugo: … “regocija como un filtro” y “adormece los males más crueles”…
Don Víctor: ¡Ni que fuera la absenta!
Don Hugo: … y “contiene todos los éxtasis”.
Don Víctor: Perdóneme, pero en este momento se me impone la presencia de Marlene Dietrich.
Don Hugo: Bien visto, don Víctor. Si hasta se arrancó las muelas para que su voz sonara más muelle y crasa, tal y como, para asombro de Montaigne, llevaban a cabo algunas mujeres de su tiempo.
Don Víctor: ¡Qué poder de seducción no tendrá la voz bien manejada!
Don Hugo: Baudelaire lo formula así: “un instrumento bien afinado”.
Don Víctor: Ya lo dijo el reflexivo Plutarco, hablando de Cleopatra, que “su voz era como un instrumento de muchas cuerdas”.
Don Hugo: Y también que si Platón estableció cuatro formas de adular, ella conocía mil.
Don Víctor: Seguro que entre ellas, aquella voz triste de la amada del Cantar de los Cantares… gimiente en la lánguida indolencia que procura el lecho profundo del amor…Don Hugo: ¡La voz grave en la mujer!… ¿Cree usted, don Víctor, que acaso por eso a usted y a mí nos gusta tanto oír a las cantantes de jazz?
Don Hugo: Pero, ¿podrían ser las dos, alegorías de un mismo país?
Don Víctor: Byron, don Hugo, no tiene duda: no existen en Inglaterra pies femeninos tan menudos, tan gráciles, tan expresivos, ni de tan fina hechura, como los de las gaditanas. ¡Vamos, que no piensa volver nunca más a Inglaterra!
Don Hugo: Hombre, claro, don Víctor, él comparaba los pies grandes, torpes, huesudos y anodinos de las muchachas que frecuentaba en los salones de su país, con los de las bailarinas que contempló en España.
Don Víctor: Membrudas, hirsutas, desaseadas, de anchas narices aplastadas, aparentemente sin cuello, tales son las zafias serranas de nuestro buen Arcipreste.
Don Hugo: ¿Cuál de ellas es España?
Don Víctor: Acaso las dos se den la mano como hermanas, Caín y Abel en femenino. Somos un país de extremos.
Don Hugo: Nuestro territorio presenta una faz cosida a cordilleras como chirlos espantosos, altas planicies desoladas, pero también amenos vergeles agazapados en el fondo de algunos valles o apretados a los pies de serranías costeras, donde también se abren amables ensenadas.
Don Víctor: Casi todo el país sufre los extremos de un clima rudo e inhóspito por sus rigores invernales y sus asfixiantes estíos que acentúan la irregularidad y escasez de sus precipitaciones. Sólo las estrechas franjas bajas del Levante y del Sur gozan de inviernos templados.
Don Hugo: A la precaria subsistencia de la economía mesetaria y montuna se opuso siempre el auge de las ciudades que, desde antiguo, contornean la Península por el Este y el Sur, comunicando con las grandes civilizaciones del Mediterráneo.
Don Víctor: ¿Recuerda usted lo pesado que se ponía aquel catedrático charro, amigo de Isidro Cuenca, con aquello de que ya desde la más remota antigüedad la fama de las bailarinas de Gades llegaba incluso hasta la Cólquide?
Don Hugo: ¡Cómo comparar el baile flamenco, un producto de civilización tan primoroso y estilizado, con el primitivo alarde guerrero de la jota!
Don Víctor: Aplíquese entonces el cuento también, en lo que toca al medio de vida, entre la bailarina profesionalizada desde hace milenios y las danzas festivas de las aldeanas.
Don Hugo: La serrana ha de hacer frente al frío, al lobo, a la aspereza del relieve y a la amenaza bestial de los mozos. Su cuerpo, necesariamente, ha de ser rudo y constreñido.
Don Víctor: ¡Qué distinto el de la bailarina que goza de la dulzura de unos cielos risueños y de la refrescante sombra de las almunias! Desconoce las cuestas y los riscos. Se alimenta de los tempranos del huerto y de las recetas perfumadas con las especias que le llegan del Oriente. Se viste con las sedas que apenas velan su luminoso cuerpo gozosamente florecido.
Don Hugo: ¡Y que se celebra en la cimbreante primavera de su baile!
Don Víctor: Le tengo que traer la carta de Dupré, siempre tan meticuloso, que, con toda clase de argumentos, sostiene que nuestro “marrón” viene sin duda del francés, aplicado a un golpe, una castaña, o a algo aburrido.
Don Hugo: A mí no me ha contestado de momento más que Isidro Cuenca: viene de Salamanca, donde el “marrón” es aquella viga de la que se cuelga la matanza y los aperos. De ahí lo de “cargar con un marrón”.
Don Víctor: ¡Pero es que, don Hugo, encaja también con el “marrón” del picador cuando marra su puyazo!
Don Hugo: Sea lo que sea, es un color sin prestigio.
Don Víctor: Por algo lo escogieron los pintores realistas y los cubistas.
Don Hugo: Si no fuera por los poetas, el otoño nos parecería feo.
Don Víctor: Algo ayudan también los pintores buscando sus exaltados rojos y amarillos.
Don Hugo: ¿No le parece a usted, don Víctor, que la calima que tiñó los cielos de España, filtró su luz y amortajó tejados, calles, campos y montes y hasta la misma nieve, con su película polvorienta, no es sino la metáfora de todas las plagas que nos vienen cayendo encima?
Don Víctor: ¡Pero si, a falta de plagas, nos bastamos solos para decorar con ese marrón engrudo solanesco nuestro paisaje cotidiano! Incluso la Cervecería Alemana, que es la más ilustre de Madrid, lo tiene aplicado a mostrador, paredes, mobiliario, puertas, ventanas y escaparate.
Don Hugo: Si Antonio Machado no hubiera escrito “Campos de Castilla”, ¡qué aburrido nos resultaría atravesarla!
Don Víctor: Claro, si la mayor parte del año es la planicie marrón que imitan los modernos uniformes militares…
Don Hugo: ¡Qué humillación!
Don Víctor: La tierra inerte, el excremento, la tez terrosa del enfermo desahuciado…
Don Hugo: … la mortaja que viste en toda su vida el franciscano…
Don Víctor: ¡El color de la momia!
Don Hugo: ¿Y qué le parece a usted, don Víctor, si les llevamos a las señoras una cajita de marrons glacés de “La Pajarita” para la merienda de esta tarde?
Don Víctor: ¡Quite, quite, don Hugo, recuerde usted lo que le dijo aquel gitano que le abordó a la salida del hotel en Córdoba!
Don Hugo: Es verdad: “Zeñorito, deme uhté un trahe… ¡aunque zea marrón!”
Don Víctor: Tal como éste, debían ser los del Museo de Luarca, que estaba tan cerca del mar que, cuando aquel temporal, las olas rompieron los ventanales y los recuperaron todos.
Don Hugo: ¡Y nosotros que nos quedamos sin verlos!… Es como esas historias de sirenas que seducen a mortales y un buen día se los llevan al fondo del mar y nunca más se supo…
Don Víctor: … o también de aquellas prodigiosas ciudades ganadas al mar que desaparecieron bajo las aguas y aún las andan buscando.
Don Hugo: Desengáñese usted, don Víctor, somos criaturas de la tierra. Sólo sobre ella el agua fertiliza y nos nutre; el fuego nos calienta y posibilita nuestras industrias; el aire nos permite alentar…
Don Víctor: ¡Y qué hostil se nos muestra en cambio el mar, a despecho de su cautivadora belleza, que tanto nos imanta!
Don Hugo: Sobre todo cuando se finge pacífico, como aquel océano de los españoles después de doblar el cabo de Hornos… pero ¡en cuanto se desmelena y enfurece al estímulo del aire, da al traste con nuestras confiadas singladuras!, aunque, por mucho que el viento lo empuje, nunca logrará perturbar la ataraxia de los fondos abismales, puesto que no puede ir más allá de la epidermis de las profundísimas aguas.
Don Víctor: ¿Cómo podríamos respirar allí si hasta al mismo fuego mata?, ¿cómo podríamos cultivar cuando vela hasta la mismísima luz del Sol?
Don Hugo: Cuando fuego, tierra y aire nada pueden contra ella, ¿cómo aún no nos hemos desengañado y seguimos obstinados en ganarnos su benevolencia surcándolo con amenas ciudades flotantes de placer, acogiéndolo en puertos remansados, desplegando ante su horizonte sonrientes resorts y adornándolo con risueños paseos marítimos, jalonados de hospitalarios restaurantes donde rendir tributo a sus deliciosos frutos?
Don Víctor: ¡Ay, qué hambre que me está entrando, don Hugo!… ¡Atiza, si es ya la una y cuarto!
Don Hugo: ¡Venga, venga, a paso ligero, don Víctor, que se llena enseguida el “Mar adentro” y luego no hay mesa!
Don Víctor: Lo que no me apetece esta vez son los calamares en su tinta…