Divorcio

Don Hugo: Usted dirá lo que quiera, don Víctor, pero yo, aquí, lo clásico no lo veo por ninguna parte… Es lo más barroco que he visto en mi vida.

Don Víctor: Aunque alterados, descolocados, distorsionados y quebrados, ahí siguen estando todos los elementos clásicos: las pilastras adosadas, los dinteles, los entablamentos y cornisas, los frontones, por más que sean curvos y se quiebren…

Don Hugo: Usted mismo me está dando la razón: todo aparece roto, con intrusiones incoherentes y con abigarramientos excesivos…

Don Víctor: Sí, sí, ¡pero está todo! No desaparece.

Don Hugo: Está para negarlo, para ofenderlo, para escarnecerlo… Por ejemplo, ¿qué me dice usted de esos tambores de columna tumbados sobre las peanas del ático, como si fueran a rodar y a aplastar toda la nave. ¡Las extravagancias de un loco!

Don Víctor: Pero el Barroco nunca prescinde de lo clásico. Lo discute constantemente, pero lo preserva y jamás lo abandona, como esos matrimonios a la antigua, que se pasaban la vida discutiendo y no hallaban sabor a nada el uno sin el otro…

Don Hugo: Vamos, ¡como las vanguardias luego, que también les dio por arremeter contra todo lo anterior!…

Don Víctor: Con una diferencia, don Hugo: que en el siglo XX ya no había matrimonio que aguantara aquello. Llegó el divorcio…

Don Hugo: … ¡y si te he visto, no me acuerdo!

Tito, Aureliano y Alfredo

Don Hugo: Sí, claro, don Víctor, está muy bien lo del premio «Tito Schipa», que crearon para él en Lecce, pero luego la prensa se cree que ya está y que qué fácil, que si Kraus es un estilista, que si es el moderno Tito Schipa…

Don Víctor: Claro, don Hugo, como el propio Kraus no hacía más que hablar de Schipa, luego  todos los que le entrevistaban, se sentían en la obligación de preguntarle por él.

Don Hugo: A mí, sin embargo, Tito Schipa -que me encanta y al que llegué a escuchar en Madrid- me parece un cantante de otra época, donde todo se finge muy bonito y decorativo por comparación con don Alfredo, que se nos presenta, cuando menos se espera, como un hombre auténticamente desesperado.

Don Víctor: Pero, eso sí, sin salirse nunca de los cauces de su arte, que es lo que hace posible el milagro.

Don Hugo: Schipa se me antoja un filósofo descreído y sabio, con su punta de cinismo, capaz de entregarse a un canto maravilloso, ora elegíaco, ora frívolo, ora sentimental, pero sin perder nunca una perspectiva algo escéptica, como aquel bajo de «Cosí fan tutte», que juega con los sentimientos de todos, incluso con una cierta complacencia cruel.

Don Víctor: Es cierto; y al mismo tiempo es tan gran artista que sabe despertar en nosotros esas emociones sinceras que él conoce bien, haciendo gala además de una fantasía riquísima y de un canto halagador.

Don Hugo: Desde una voz bien modesta, por otra parte…

Don Víctor: A su lado, Kraus parece carecer de toda perspectiva dentro del conflicto en que se encuentra. La sinceridad es conmovedora, apabullante. Kraus es un romántico de una pieza y, arrebatándonos, nos hace vivir sus pasiones en primera persona.

Don Hugo: ¿Qué tienen de parecido, entonces?

Don Víctor: Ambos intérpretes alumbran cada palabra y cada acento de su discurso mediante una expresión enormemente sensible.

Don Hugo: Claro, la adecuación perfecta entre lo musical y lo psíquico, pero sin afirmar por ello que Kraus copie a Schipa.

Don Víctor: Tienen un carácter muy diferente y voces, que siendo ambas ligeras, distan mucho. ¡Qué distintos son el metal de Kraus y la brillantez de sus agudos con respecto a la morbidez y hasta la vaporosidad evanescente de don Tito!

Don Hugo: Hay un mordente en Kraus del que carece Schipa y unas sfumature en Schipa que no tiene Kraus.

Don Víctor: ¿Se acuerda usted de cuánto nos gustaba Pertile? ¡Qué melancolía la suya!… Nada que envidiar a la de Schipa.

Don Hugo: Sí, pero también qué dramatismo, qué expresión tan lacerante, qué desesperación tan herida en otros momentos…

Don Víctor: Ahí veo yo una fuente más krausiana, un temperamento más afín, por mucho que la voz no se parezca.

Don Hugo: Un adelantado a su tiempo, este Pertile. Ni que hubiera sido el maestro de la Callas… En esos acentos angustiosos uno siente un escalofrío expresionista…

Don Víctor: … pero expresionismo ¡del fetén!, que es la columna vertebral del arte del siglo XX.

El sueño de Venecia

Don Víctor: ¡Qué pesadilla, don Hugo!… Si aún estoy desazonado…

Don Hugo: Cuente, cuente, que seguro que tiene miga, como todos los sueños.

Don Víctor: Primero era la angustia de ver un cormorán pringado de petróleo chapoteando y debatiéndose por alzar el vuelo, sin lograrlo.

Don Hugo: Sí, de momento está claro, si me permite la paradoja: algún conflicto irresuelto y anclado en lo más negro y amenazante de su inconsciente le está impidiendo remontarse en el cielo claro de su vitalidad creativa.

Don Víctor: Me acercaba y resultaba estar acompañado de nuestras señoras y de usted. Todo oscilaba porque íbamos en una negra góndola.

Don Hugo: Qué duda cabe: es la barca de Aqueronte surcando las aguas infernales del inconsciente aún indómito. En cuanto a nuestra presencia, somos encarnaciones de sus conflictos más íntimos; de ahí que escoja usted a sus seres más próximos. Yo, personalmente, le agradezco su deferencia y cariño.

Don Víctor: Sí, pero yo no decidí nada. Me vino así en el sueño.

Don Hugo: Pues eso, don Víctor: su inconsciente indómito le tiraniza y le dicta los contenidos oníricos.

Don Víctor: Luego todo se llenaba de luz; el mar espejeaba al sol y al fondo vimos el perfil de Venecia, refulgente, como desmaterializado.

Don Hugo: Respiro por usted, don Víctor. El sueño se resuelve bien. Al final ese inconsciente negro, infernal, amenazador, se trueca en luz; ello prueba, sin apelación, que concluye usted por integrarlo y domesticarlo en una perspectiva supra-real y racional que, lejos de reprimirlo con la consiguiente ansiedad, lo integra creando así el hombre nuevo,  lumínico, plenamente dueño de su psique y por tanto amo de su destino.

Don Víctor: Sí, sí… al final de todo nos quedamos los cuatro y los dos gondoleros admirando cómo el cormorán lograba volar y se alejaba hasta que lo perdíamos de vista definitivamente.

Don Hugo: Ya está: el ave es el anima junguiana triunfante al fin y pletórica de vida en el firmamento azul.

Don Víctor: Yo pensé en aquella marea tenebrista del caravaggismo que embetunó la pintura de principios del siglo XVII y de la que fueron limpiándose poco a poco los mejores pintores del Barroco, volviendo a los colores claros, a las formas deshechas, a las escenas luminosas…

Don Hugo: Rubens, Velázquez, Ribera… Si al final lo ha clavado usted, don Víctor. ¡Justo lo que iba yo a decir!

Ciclistas homéricos

Don Víctor: Y mire usted que con todo lo que me alegró, nunca llegué a disfrutar tanto como con las hazañas de un Vicente Trueba…

Don Hugo: … la pulga de Torrelavega…

Don Víctor: … coronando puertos de los de antes de la guerra…

Don Hugo: … o con las proezas de José Berrendero…

Don Víctor: … el negro de los ojos azules…

Don Hugo: … creciéndose en el castigo de las montañas, como un toro encastado y bravo…

Don Hugo: … o con las poderosas victorias al sprint de Miguel Poblet…

Don Víctor: … apodado Mig, como los cazas soviéticos, por su gran velocidad…

Don Hugo: … o con las escaladas temerarias del enorme Bahamontes…

Don Víctor: … el águila de Toledo…

Don Hugo: … o con los arrebatos cuesta arriba de Julio Jiménez…

Don Víctor: … el relojero de Ávila…

Don Hugo: … o con las ascensiones míticas de José Manuel Fuentes…

Don Víctor: … el Tarangu, que viene a ser algo así como el flemático o el despreocupado…

Don Hugo: … o con la sólida e impávida solvencia de Luis Ocaña…

Don Víctor: … el español de Mont-de-Marsan…

Don Hugo: … que llegó a batir al invencible Eddy Merckx, apodado El Monstruo, ¡como Manolete!, y con eso lo digo todo…

Don Víctor: Parecemos Homero, con tanto epíteto heroico.

Don Hugo: Pues volviendo a los cinco tours de Miguelón, don Víctor, me siento menos homérico que con estos Aquiles y Odiseos tan guerrilleros y tan aristócratas.

Don Víctor: A eso iba, don Hugo, que a la guerra contra Estados mayores y tecnologías implacables…

Don Hugo: … y que si dietistas, y que si hematólogos, que si doctores émulos de Frankestein…

Don Víctor: … y que si estrategas y analistas y psicólogos y sociólogos…

Don Hugo: … y espónsores tiránicos…

Don Víctor: Vamos, que no hubo más remedio que pasar por el aro de la industrialización del ciclismo y ganar toures a base de contra-relojes.

Don Hugo: Y ya las montañas, ¡puro paisaje!

Don Víctor: Así nos íbamos haciendo también en eso normales…

Don Hugo: Para lo bueno y para lo malo.

Dos hermanos

Don Víctor: Mire don Hugo, que ya le había encontrado el mismo libro en edición rústica…

Don Hugo: Quite, quite, don Víctor, ¿cómo se lo iba a rechazar a la señorita? Además lo quería grande, a todo color y con tapas duras… ¡cómo debe ser!

Don Víctor: O sea, don Hugo, que si usted se hubiera accidentado en la vía pública y, por casualidad, le hubieran llevado a la Casa de Socorro donde hacía la guardia del viernes el doctor Capellanes…

Don Hugo: ¿Pero, don Víctor, en qué dilema jesuítico y casuístico me quiere usted entrampar?

Don Víctor: Pues que allí tenía dos practicantes a sus órdenes, los Maldonado, que eran hermanos, pero muy distintos: Jesús, elegante y gomoso, y José Luis, desaliñado y zafio.

Don Hugo: ¿Me adjudica usted ese Alcibíades tan trajeado?

Don Víctor: Claro, como decía el doctor Capellanes: la edición de lujo frente a la rústica, que era Luis.

Barrocos y barrocos

Don Víctor: Don Hugo, ya puede usted abrir los ojos.

Don Hugo: Veamos, esto por de pronto y claramente no es inglés…

Don Víctor: En efecto, nada que ver con aquellas iglesias londinenses que parecen viejas damas británicas vestidas a cuál más extravagante.

Don Hugo: … tampoco barroco francés…

Don Víctor: Ya sabía yo que en eso no tendría duda. Aquí no hay nada de jesuítico ni de jansenista, ni de raspa de pescado.

Don Hugo: … tampoco aquel barroco palladiano del Norte de Italia, tan idealista…

Don Víctor: Efectivamente; éste de aquí, por el contrario, es demasiado exuberante, demasiado hedonista, en definitiva muy sensual…

Don Hugo: … ¡y popular!… y visto que voy acertando y que estoy manifiestamente bien encaminado, me decanto por el Barroco español: América, nuestro Levante, Sicilia, el Reino de Nápoles…

Don Víctor: Aquí una brisa cordial ondula amorosamente los muros como si de un velamen se tratara… la fachada se ahueca, se retira hacia atrás como para invitarnos a aproximarnos y acogernos… la vegetación invade pilastras y frisos… los santos se asoman con despreocupación a las balaustradas y hornacinas… todo nos invita a habitar este amable paraíso.

Don Hugo: Ya está, don Víctor… ¡la catedral de Murcia!

Que me den un buen Caronte

Don Víctor: Lo que es en la cola del cine, yo no me quedo hoy. Antes me pongo en esa otra, que es la de la sopa de las monjas…

Don Hugo: Pero, don Víctor, que a esta hora no es la de la sopa, sino para otra película…

Don Víctor: Ah bueno, ¿me promete usted que no es una de ésas con realismo rompedor de “caca, pedo, culo, pis”?

Don Hugo: Claro que no, hombre, ésta es la de Cuarón: “Roma”.

Don Víctor: Menos mal, don Hugo… ¿y cómo explica usted esta manía de invadir las pantallas con inyecciones de heroína, sordideces de urinarios públicos, violaciones despiadadas, vomitonas, descalabros… esos callejones llenos de basura y pintarrajeados de graffiti… en definitiva lo burdo y lo zafio, lo más bajo, entronizados?

Don Hugo: ¿Y esa banda sonora hecha de tacos a cuál más agresivo, que embadurnan de excrementos todo el lenguaje y son siempre degradantes para el interlocutor y a la postre para el espectador?

Don Víctor: Sí, sale uno del cine como chupa de dómine.

Don Hugo: Claro, como que la película es un diluvio de gargajos.

Don Víctor: La posteridad ha demostrado que no fue una buena idea bautizar como “realista” aquel movimiento de los Balzac, Courbet y compañía porque ello ha favorecido el que se pueda confundir la realidad en bruto con el arte, que es todo lo contrario…

Don Hugo: … cuando lo cierto es que uno de los mayores beneficios del arte, aunque no el único, es precisamente el ayudar a sobreponernos a la realidad.

Don Hugo: Le voy a poner tres ejemplos que no tienen nada de pacatos y que son Arte:  “Salò” de Pasolini, “La grande bouffe” de Marco Ferreri  y “Secretos de un matrimonio” de Bergman.

Don Víctor: Claro, con esos tres sí que hago yo cola para embarcarme a un viaje a los Infiernos.

El canto de un sestercio

Don Hugo: Se parece a la leche sin lactosa…

Don Víctor: … al pan sin gluten…

Don Hugo: … a la cerveza sin alcohol…

Don Víctor: … al café sin cafeína…

Don Hugo: … a la Coca-Cola sin azúcar…

Don Víctor: … en definitiva, la Navidad sin Niño Jesús.

Don Hugo: A mí esta iluminación me recuerda  los reflectores antiaéreos de las películas…

Don Víctor: Será  por si acaso se le ocurre aparecer a la estrella de Oriente, la de los Reyes Magos…

Don Hugo: ¿Pues no dice el bueno del padre O´Hara desde el púlpito de Killarney que habría que esconder las cruces con el Cristo agonizante que tanto asustan?

Don Víctor: Naturalmente, eso en estos tiempos demuestra un absoluto desconocimiento del marketing… ¡Fuera ya esa estética gótica de vírgenes dolorosas y santos torturados!

Don Hugo: ¿Bizantinismo entonces?…

Don Víctor: Claro, placidez ante todo… como una meditación de yoga. Volvámonos al Oriente y renunciemos a la pasión.

Don Hugo: ¿Y no le parecería mejor quitar todas las imágenes?…

Don Víctor: Claro, don Hugo, ¡el arte abstracto, como estas luces!

Don Hugo: Ha dado usted en el clavo. En el fondo, el buen cristianismo ha de ser un cristianismo sin Dios.

Don Víctor: Y Walt Disney su profeta.

Don Hugo: Y en lugar de San Juan Bautista, Poncio Pilato su precursor.

Don Víctor: Pues tiene usted razón, don Hugo, porque a don Poncio le faltó el canto de un sestercio para dejarnos sin Semana Santa.

Ramper

Don Víctor: … ¿y cuándo trepaba por la escala de mano, fingiendo torpeza y temor…?

Don Hugo: ¡Él que era todo un consumado acróbata!

Don Víctor: … y decía: “Uno más, Santo Tomás”, para animarse a subir el siguiente tramo…

Don Hugo: Decía “pruebar”, “friegar”, “pueder”, “vuelver”… ¡Cómo nos reíamos todos los niños con eso…!

Don Víctor: ¡Y le corregíamos a gritos!… ¡Era simpático como él solo!

Don Hugo: ¿Y cuándo se ponía boca abajo y decía, muy serio, que iba a hablar con dureza…?

Don Víctor: Yo no lo entendía… me lo explicó mi padre: que eran las callosidades de los pies…

Don Hugo: Claro, los pies los tenía en el lugar de la cabeza.

Don Víctor: Yo en aquel momento no me daba cuenta, pero luego me he acordado muchas veces de cuando ya en guerra hacía chistes de lo más imprudente…

Don Hugo: Es verdad, don Víctor, como cuando parecía inminente la entrada de Franco en Madrid y salía Ramper a escena, derramando serrín y pregonando: “¡Serrín de Madrid, se rinde Madrid!”

Don Víctor: Sí, don Hugo, y también “¡Serrín para los milicianos!” como si fueran a orinarse encima.

Don Hugo: ¿Y qué me dice usted de su respuesta a la pregunta “Ramper, ¿quién va a ganar la guerra, los buenos o los malos?” y Ramper decía entonces: “Ni los buenos ni los malos, los regulares”.

Don Víctor: ¡Con las atrocidades que se contaban entonces de los moros!

Don Hugo: ¡Cuánto tendrían que envidiarle los cómicos actuales que no pueden meterse ya ni con las suegras…!

Dentaduras

Don Hugo: El pobre Pasolini tendría ahora que irse al África si quisiera encontrar caras, como él decía, auténticas…

Don Víctor: … es decir, distintas… con la usura del sufrimiento, de las carencias… con esa expresividad facial que sólo da la cultura popular…

Don Hugo: El mayor grado de perfección e igualdad en nuestro tiempo se manifiesta en los dientes.

Don Víctor: Es verdad, don Hugo, hasta cierta edad todas las bocas parecen de película de Hollywood.

Don Hugo: Ahora mismo ha llegado a ser un signo externo imprescindible, por muy caro que cueste.

Don Víctor: Pronto habrá que reescribir una vez más el pasaje de Caperucita Roja cuando ésta se sorprende de lo grandes que tiene los dientes su supuesta abuelita.

Don Hugo: Ha dado usted en el clavo, don Víctor… ya tenemos el pretexto perfecto para un final acorde a nuestros tiempos: el lobo no se la puede comer.