Vida sana

Don Víctor: Porque, claro, don Hugo, antes esto era otra cosa; por decirlo de alguna manera, era como Les Halles madrileño.

Don Hugo: Y ahora, fíjese usted, don Víctor… nos lo quieren convertir en basílica de burócratas, o quién sabe si en templo de lo intelectualoide… otro más…

Don Víctor: Seguro que usted bajó más de una vez y recuerde el trajín de este mercado, siempre tan concurrido, tan ruidoso y tan alegre.

Don Hugo: Aquí tenían que haberle levantado un monumento a Cuadrado… como el de Antonio Bienvenida frente a Las Ventas.

Don Víctor: ¿Sebastián Cuadrado, aquel compañero de carrera de su hermano Luis?

Don Hugo: Sí, el mismo, aquél que a base de escuchar cómo repasaban las lecciones sus amigos, acabó titulándose médico…

Don Víctor: Sí… ¡médico de oídas!… ¿pero qué pintaría su estatua en este mercado de frutas y verduras?… ¡mejor en el Hospital de San Carlos!

Don Hugo: Pues eso… ¡frutas y verduras! Como el hombre nunca supo demasiado de medicina y no quería pillarse los dedos, recurría al tópico bucólico de la vida sana, el remedio para todo mal, y, fuera cual fuera la dolencia del paciente: “¡Coma usted mucha fruta y mucha verdura!”

Don Víctor: Pero, dígame, don Hugo, incluso sus pacientes le llamaban por un mote, ¿no?

Don Hugo: Pues claro… ¡el doctor Legazpi!

Estética

Don Víctor: ¿Quién no se conmovería ante lo sublime de este paisaje, que parece surgido tal cual de las manos del Creador?

Don Hugo: Pues, don Víctor, no tiene usted que buscar bien lejos… Seguro que estaba usted acordándose de aquella película que tanto nos gustó: “Tasio”.

Don Víctor: Me ha adivinado usted, don Hugo. ¡Qué panorámicas tan bien traídas, qué comunión la de Tasio con la naturaleza…!

Don Hugo: Sí, sí… fantasías de don Moncho Armendáriz. ¿De verdad cree usted que el buen carbonero dejaba perder su mirada sobre aquellos bosques como el elegante viajero de Friedrich sobre un manto de nubes?

Don Víctor: ¿Y por qué no, don Hugo? Para eso no hace falta ni tener estudios ni saber qué es el Romanticismo…

Don Hugo: ¡Pero hombre de Dios, veo que el pobre de Maslow investigó en vano!

Don Víctor: ¿El de la pirámide?

Don Hugo: ¡El mismo! Ese gran psicólogo estableció científicamente que las conductas  y apetencias humanas están férreamente jerarquizadas: en la base, las necesidades más puramente animales y, en el pináculo, las emociones estéticas…

Don Víctor: Claro, ese pináculo donde se encarama el viajero de la levita.

Don Hugo: … que son las que nos configuran como seres humanos.

Don Víctor: ¿Cómo que Tasio no era sensible a la Belleza? ¿No dice mientras contempla a la moza en el baile: “Más bonita, ni en pintura”?

Don Hugo: Sí, don Víctor, pero usted apunta a un escalón intermedio. Tasio nunca, para desgracia suya, podría emocionarse ante, pongo por caso, un Ghirlandaio… ¡que eso sí que es pintura! Tasio, en toda esta belleza, es incapaz de ir más allá de lo utilitario, al igual que un zorro o un petirrojo…

Don Víctor: ¡Caramba, don Hugo, usted con sus quitagustos!… Yo que, en el fondo, llegué a sentir envidia de él… ¡pero espere! ¿Y Gayarrre?, ¿no era un pobrecillo pastor del Roncal y, sin embargo, se empinó sobre esa cúspide de la que usted habla, hasta hacer llorar a todos?

Don Hugo: Tuvo la suerte de que la música lo sedujo como una diosa y lo llevó al Olimpo, mientras que Tasio, seamos sinceros, ¿llegó a conocer a algún Hilarión eslava o a algún Mariano Fortuny?

Don Víctor: Calle, calle, que me estoy emocionando tanto que veo que me caigo a los subterráneos de la pirámide esa, por debajo del mismísimo Tasio… ¡las lágrimas no me dejan ver el paisaje!     

Frescos y frescos

Don Hugo: A propósito de sueños, don Víctor, tengo que reflexionar sobre una pesadilla recurrente que he vuelto a tener: Me encuentro a bordo de un barco. Caigo por la borda y me sumerjo en el Mar de los Sargazos. Allí, cuanto más pataleo y braceo y me contorsiono, más enredado voy quedando hasta asfixiarme del todo sin poder sacar la cabeza… Y me despierto entonces, claro.

Don Víctor: Pues yo, don Hugo, soñé algo parecido… que me adentraba por uno de esos frescos de San Antonio de los Alemanes, como atraído por la luz del Cielo, pero era tal la amalgama de cuerpos, ¡estábamos como piojos en costura!, que yo también me enredaba con otras criaturas y al final ya no sabía si esa pierna era mía, de un ángel, de un suplicante o del mismísimo San Antonio…

Don Hugo: Mejor habría hecho usted en buscar la luz en los techos de Tiepolo, en el Palacio Real, desde luego.

Don Víctor: Ni Carreño ni los otros son italianos, ni aquella iglesia es Italia, como sí lo es el Palacio de Juvara.

Don Hugo: No compare usted el farinato salmantino con la focaccia ligur. Si es que es como si nuestro Super-yo lo hubiera inventado un místico español, tan cargado estamos de prisiones, tan aplastados por el peso de nuestros pecados.

Don Víctor: En cambio el italiano, en su cinismo, desconoce el remordimiento.

Don Hugo: Pues tiene usted razón, don Víctor… Sería como comparar a Marcello Mastroianni con Alfredo Kraus. ¿Cómo va a ser el Duque de Mantua por mucho que nadie lo cante mejor?

Don Víctor: Es que para frescos, ¡Mastroianni!

Myanmar

Don Víctor: Dejando aparte la claudicación ante la toponimia separatista y todo eso de que tengamos que incorporar al castellano Lleida, Girona, Ourense, etc., como si fueran lugares extranjeros que nunca hubiéramos nombrado en nuestra lengua…

Don Hugo: Sí, escribir Bizkaia u Ontinent como quien dice Uagadugu.

Don Víctor: … Pero es que también resulta ahora, don Hugo, que Mao Tse Tung es Mao Zedong, Pekín es Beijing y Malasia, Malaisia.

Don Hugo: Eso, don Víctor, es como aquel profesor de inglés que tuve hace cincuenta años, que nos reprochaba a los españoles que dijéramos “Argel” y no “Alger”, y ya  le tuve que decir: “Mire, míster, nosotros nos habíamos peleado ya mil veces con los argelinos y además la habíamos conquistado cuando ustedes todavía ni siquiera sospechaban su existencia”.

Don Víctor: Mi cuñada Rosa, que tenía la perra de conocer Birmania con sus amigas porque en su juventud había leído no sé qué novela, volvió de sus vacaciones contando que ese país ya no está…

Don Hugo: ¡Atiza! ¿No habrá sido por la subida del nivel del mar?

Don Víctor: … pero que en la agencia las habían enviado a otro, que era también muy bonito, y que se llamaba Myanmar.

Disfraces

Don Hugo: Entonces… ¿desde el primer momento?

Don Víctor: En cuanto estalló la guerra, mi primo Andrés se enfundó el mono de miliciano.

Don Hugo: Don Víctor, dígame, Andrés ¿cuál era, el gordito o el alto?

Don Víctor: ¡Gordo y bien gordo! Tanto que le llamábamos Baúles… Fíjese usted, don Hugo, que iba por la calle su madre con otra señora de derechas y en esto que las adelantó con otros milicianos y, viéndole de espaldas, la amiga dijo sin conocerle: “Mire, doña Margarita, ¡qué mal les queda a las regordetas el disfraz de miliciano!”

Primarios

Don Hugo: Después de tantos intentos, ¿quién nos iba a decir que sería Isidro Cuenca el que nos haría ganar el premio al mejor disfraz del Círculo?

Don Víctor: Le confieso, don Hugo, que nunca he disfrutado tanto y mire que lo hemos hecho bien usted y yo otras veces…

Don Hugo: ¿Ni siquiera cuando fuimos Groucho y Harpo Marx?

Don Víctor: Me divertí mucho más que cuando fuimos don Juan y Tartufo, por ejemplo, pero no tanto como esta última vez.

Don Hugo: ¡Creo que ya lo tengo, don Víctor! Con Cuenca incluimos en el grupo a un verdadero personaje a-histórico…

Don Víctor: ¿De qué historia habla usted ahora?

Don Hugo: Sí, guiado exclusivamente por el principio de placer, por exprimir el presente más inmediato sin pensar en las consecuencias.

Don Víctor: Es verdad, eso son los ratas de “La Gran Vía”,o los zanni de la Commedia dell´Arte, o Sancho Panza, o el propio Charlot.

Don Hugo: Son todos unos niños sin conciencia aún –y nunca la tendrán- del principio de realidad. No quieren reprimir ningún instinto. El Ello es monarca absoluto.

Don Víctor: Nunca construirán nada ni serán tampoco capaces de destruir nada en una revolución.

Don Hugo: Ahora sí que podemos decir que usted y yo nos conocemos desde la infancia… una regresión ontogenética que nos reequilibró emocionalmente.

Don Víctor: Sí, sí, don Hugo, pero nos seguiremos tratando de usted.

Derechos de autor

Don Víctor: Pero entonces ¿no va a venir?

Don Hugo: Quite, quite, don Víctor, si es que al final ni me atreví a decírselo. Estuve toda la tarde con él tratando de explicárselo, pero es que Salmerón viene de otro mundo. Y gracias a ese mundo, es el artista que es.

Don Víctor: Pero, ¿qué fue exactamente lo que le ocurrió con la SGAE?

Don Hugo: Fue aquello de la lambada que se puso tan de moda a finales de los ochenta. El hombre había hecho una versión aflamencada con la que tuvo mucho éxito y llegó a sacarla en disco y todo…

Don Víctor: No diga usted más, don Hugo… que llegó el tío Teddy con las rebajas.

Don Hugo: O retiraba los discos y dejaba de cantarla, o lo denunciaban.

Don Víctor: Claro, explíquele usted a don Antonio Chacón, a Manuel Torre, o a la Piriñaca que tenían que pagar derechos de autor por interpretar un cantar que habían oído una vez en la sierra….

Don Hugo: Todos ellos eran todavía juglares en pleno siglo XX… pero ya hacía mucho tiempo que el Mester de Clerecía los tenía orillados.

Don Víctor: Por otra parte, ¿imagina usted a un Lorenzo de Medici instando a Gozzoli, a los Pollaiuoli, o a Sandro Botticcelli a registrar sus diseños para que nadie los copiara?

Don Hugo: ¿Qué habría sido entonces del arte del Cinquecento en adelante?

Don Víctor: Indudablemente todas estas limitaciones secan la producción artística… pero, por otra parte, sin derechos de autor los artistas, hoy en día, morirían.

Don Hugo: Todo está tasado, todo se mide, todo es propiedad de alguien, todo tiene un precio.

Don Víctor: Antaño el artista fue como un caballero andante que, extrañado de su sociedad, cabalgaba hacia el pródigo infinito, interpretando cuanto le viniera con total libertad.

Don Hugo: Claro, don Víctor, con razón se quejaban los surrealistas de verse tan constreñidos por las leyes burguesas mezquinamente mercantiles…

Don Víctor: Sí, pero por si acaso bien que registraban sus producciones.

Y luego pasa lo que pasa…

Don Hugo: Para mí que allí estuvo sembrado Guillén de Castro. Qué bien plantea la contradicción consustancial a la educación de los hijos.

Don Víctor: Sí, padre… sí, padre… sí, padre… Era el siglo XVI… ¿qué se iba a esperar?

Don Hugo: Pues eso mismo, don Víctor, que con tanta sumisión, qué hacemos cuando es necesario rebelarse. No hay más remedio que enseñar a los hijos a poner una vela a Dios y otra al Diablo.

Don Víctor: Sólo el joven Cid, capaz de amenazar a su propio padre, pudo lavar la honra familiar.

Don Hugo: Pero, claro, esa duplicidad de mensajes conduce, después de la confusión inicial en la niñez, al aprendizaje de la hipocresía.

Don Víctor: La sociedad, incluso la cristianísima de entonces, nunca será una sociedad seráfica. «Sed prudentes como serpientes y sencillos como palomas», si ya lo dijo el mismísimo Cristo…

Don Hugo: El cambio lo trae el capitalismo, que rompe ese equilibrio inestable, tan poco convincente y tan hipócrita, sustituyéndolo por el más desvergonzado cinismo.

Don Víctor: El problema, don Hugo, es que la sumisión a ultranza no puede acabar más que en la aniquilación del sumiso, como ocurrió con las últimas Cortes franquistas.

Don Hugo: Algo de cinismo se gastó también ahí don Adolfo… ¿Se acuerda usted de aquello del examen de Estado cuando a un aspirante le preguntó el tribunal por el «Sí de las niñas»?

Don Víctor: ¡Ah, claro!… «que las educan a decir a todo que sí, a todo que sí… y luego pasa lo que pasa».

Exceso de velocidad

Don Hugo: Pero, dígame, don Víctor, ¿cómo fue entonces aquel accidente?

Don Víctor: Con esas velocidades, don Hugo, estaba cantado. Tenía que ocurrir un día u otro. En más de una ocasión el autobús había tomado ya aquella curva sobre dos ruedas hasta que aquel día se acostó… sin mayores consecuencias, afortunadamente.

Don Hugo: Y digo yo… ¿esta manía de querer hacerlo todo tan deprisa?

Don Víctor: Se trataba de aumentar la productividad: cuantos más viajes hacía el conductor, más cobraba… Imagínese cómo se puso todo el mundo en Somosaguas…

Don Hugo: Claro, cómo que aún no se habían celebrado las primeras elecciones democráticas… ¡Y bueno estaba el patio!… ¿Es cierto entonces lo que me contó mi hijo de que se constituyó un comité de estudiantes para organizar un boicot a la línea A?

Don Víctor: ¡Y tanto! Si hasta el lema era: “¡La EMT quiere acabar con nosotros!”… Esa frase la usamos en casa cada dos por tres cuando alguien abusa o se muestra prepotente.

Don Hugo: También me dijo mi hijo que formaron piquetes en la parada de Moncloa para increpar a los empleados y a los estudiantes esquiroles.

Don Víctor: Estaban ahí un inspector y un cobrador y este último no se pudo contener y les plantó cara y les gritó cuatro cosas… Tiempo le faltó al inspector para sujetarle por la manga y espetarle: “¡Tente, hombre, respeta los derechos humanos!”

La piedra de la locura

Don Víctor: Según usted, don Hugo, ¿a qué se debe que el arte actual emita los mensajes del discurso esquizofrénico?

Don Hugo: ¿Se refiere usted, don Víctor, a cómo quedan alteradas las relaciones causales y lógicas, con una clara tendencia a la megalomanía paranoide?

Don Víctor: Sí, como las cosas que escuchamos en «Ubu Rey» o en Ionesco y las que intentamos ver en las alucinaciones desoxirribonucleizadas de don Salvador.

Don Hugo: ¿O quizás aluda usted a esa desconexión entre los referentes del artista y los del espectador?

Don Víctor: Naturalmente, como se da en la poesía más hermética de Rimbaud o en esos balbuceos del expresionismo abstracto, por muy lacerantes que parezcan a veces.

Don Hugo: ¿A lo mejor ha reparado usted también en la característica tangencialidad de las respuestas, propia del esquizofrénico?

Don Víctor: Me pasa cada vez que busco el título de un cuadro que no sé qué representa.

Don Hugo: ¿Y no será lo de la ruptura de la sintaxis?

Don Víctor: Me podría remontar a aquel poema de Víctor Hugo donde reivindica la guerra a la retórica, pero predica la paz para con la sintaxis… cómo le desafiaron los cubistas cuando rompieron el espacio…

Don Hugo: ¿Pensaba usted también en la regresión psicológica evolutiva?

Don Víctor: Con esa infantilización casa el primitivismo de Gauguin y lo que vino luego.

Don Hugo: Considere usted, don Víctor, que el esquizofrénico llega a abolir hasta la misma semántica.

Don Víctor: Me está usted hablando de Dada.

Don Hugo: Repare usted también en la despersonalización del artista y de la obra de arte, con su falta de dominio voluntario de la realidad.

Don Víctor: Sí, la escritura automática y el frottage de Max Ernst donde todo se fía al azar.

Don Hugo: En definitiva, la esquizofrenia sería aquel estado en que permanentemente lo onírico suplanta a la vigilia.

Don Víctor: Me está sonando lo mismo a Novalis y Nerval que a Chagall y de Chirico.

Don Hugo: Tiene usted razón, don Víctor, y es que el arte contemporáneo, fascinado por la locura, se aproxima tan peligrosamente al borde de ese abismo que el público, receloso, le vuelve la espalda.

Don Víctor: ¡Quién fuera el cirujano que, como en la tabla de El Bosco, fuera capaz de extraer de la cabeza del artista la piedra de la locura!