Dichosos Pinos

Don Víctor: No dejo de sentirme, don Hugo, como uno de esos muñequitos que ponen en las maquetas de las nuevas promociones inmobiliarias.

Don Hugo: Es verdad… ¡aquí todo es tan grande!

Don Víctor: ¿Pero no le parece que este río tan canalizado y tan regulado es un estanque con forma de río?

Don Hugo: Hombre, ya sabe usted, don Víctor, que este Manzanares no da para mucho…

Don Víctor: Este camino tan perfecto, estas pasarelas modernas y caprichosas… no sé… se me antoja una de esas nuevas ciudades improvisadas en los Emiratos Árabes…

Don Hugo: Para mí, que lo mejor son estas plantaciones: verde en lugar de la autopista de circunvalación.

Don Víctor: No se lo niego, no se lo niego… pero ¿estos pinitos?… ¿Qué pintan aquí en la ribera del supuesto río?

Don Hugo: Lleva usted razón, don Víctor, el pino ni refresca ni da sombra ni atrae a los pajaritos… pero los ingenieros determinaron que como es un árbol que crece bien entre los peñascos y aquí abajo hay hormigón, eran los más indicados.

Don Víctor: Pues qué quiere que le diga, don Hugo… Para mí no deja de ser un disparate. ¿Por qué no consultaron previamente con un paisajista si se trataba de recrear un paisaje natural?

Don Hugo: ¿Pues por qué ha de ser, don Víctor? Por la soberbia humana… Yo hago lo mío que es una proeza técnica y, luego, quien tenga que adornarlo, que se apañe, que no será tan difícil.

Don Víctor: Los hombres somos capaces de transformar el mundo, sí, pero la perfección no es lo nuestro.

Elefantes

Don Hugo: ¡Bernini tenía que ser! ¿Qué otro sino él podría plasmar con tanta gracia la mole del elefante?

Don Víctor: A pesar de las apariencias, es llamativo lo bien que se maneja este paquidermo… pero  me resulta aún más milagroso cómo Bernini lo traslada a la masa inerte del bloque de piedra.

Don Hugo: Si parece que a poco que se removiera, se le vendría abajo el obelisco.

Don Víctor: ¿Usted sabe, don Hugo, cómo titularía un alemán sus investigaciones sobre el elefante?

Don Hugo: Me imagino que me va a soltar usted una de esas palabras de treinta sílabas que aprendería en la facultad…

Don Víctor: Nada de eso: «Introducción al estudio del elefante»… en treinta y dos tomos.

Don Hugo: ¡Atiza! ¿Y entonces un italiano?

Don Víctor: Pues le propongo… «La rappresentazione estetica dell´elefante. L´arte crisoelefantina»

Don Hugo: ¡Caramba! A ver, don Víctor, ahora un inglés…

Don Víctor: Podría ser: «El elefante en las antiguas leyendas de Birmania y de la India».

Don Hugo: ¡Puro Kipling!… Pues a mí se me ha ocurrido el siguiente título para el francés: «L´ éléphant et l´amour».

Con los botines puestos

Don Hugo: Anoche, cuando llegábamos ya a la estación, me recordó usted a Tintín…

Don Víctor: ¿Cómo es eso, don Hugo? ¿Acaso tuve una pesadilla y grité: «¡Chang!»?

Don Hugo: No, lo decía por lo cuidadoso que fue usted al desplegar «Le Figaro» bajo sus zapatos para no manchar la tapicería.

Don Víctor: Me encanta esa viñeta cada vez que les leo a mis nietos «La Isla negra».

Don Hugo: Igualito que don Miguel de Unamuno, fotografiado leyendo en la cama y sin descalzarse los botines embarrados.

Don Víctor: Claro, hasta en eso fue reo de su españolismo, como Galdós de quien he visto otra foto parecida.

Don Hugo: ¿Pero qué queremos? ¿Que se pusieran pantuflas pequeño-burguesas?… ¿No decía Yves Montand que él las odiaba y que en casa seguía llevando los zapatos, que simbolizan la acción y la alerta?… ¿Morir en la cama?… Si no hay más remedio… pero ¡con las botas puestas!

Don Víctor: Sí de acuerdo, pero apuesto a que Montand no ponía los zapatos sobre la colcha…

Don Hugo: Muy bien, don Víctor, pero ¿ha habido acaso pueblo más pagado de su aristocracia guerrera que el japonés?… Y, sin embargo, llegando al hogar, todos se descalzan como si fuera un templo.

Don Víctor: Sí, me vienen a la memoria aquellos borrachos de «Dodes´Ka-den», de Kurosawa, que llevan a otro aún más borracho a su casa y se disculpan ante su mujer por no haberse descalzado con las prisas y lo pesado de la carga.

El cochero del Duca

Don Hugo: Anoche estuvieron en casa los Cuenca y antes de cenar vimos un poco de un dvd que nos regalaron, con Pavarotti en el papel del Duque de Mantua…

Don Víctor: Me parece que ya sé cuál es… uno que rodaron en el Teatro Olímpico de Vicenza.

Don Hugo: No, don Víctor, éste era otro, pero a lo que iba es que a cada agudo de Pavarotti, Isidro se iba hinchando y nos miraba a todos sonriente y jactancioso como si los emitiera él mismo.

Don Víctor: Sí, ya sabe usted cómo es Isidro…

Don Hugo: Pero lo malo es que al final tuvimos que pelearnos y nos riñeron las señoras.

Don Víctor: No debiera usted discutir con Cuenca de estas cosas, don Hugo.

Don Hugo: Estaba tan entusiasmado que no admitía el menor pero y yo… ¿qué quiere usted?… oyendo a Pavarotti con esa voz tan estupenda y ese oído prodigioso, se me antojaba que aquel canto tan superficial, tan rutinario y tan pobre en expresión, era un poco como si el cochero del Duca, envidioso de su señor, se hubiera revestido a escondidas con la ropa de Kraus y se pavoneara ante las criadas.

Don Víctor: Es verdad que el amado Luciano parecía cantarlo todo de oído, todo igual: la napolitana como el «Adiós a la vida»… pero, ¡qué sonido tan glorioso!

Don Hugo: Allí estaba Cuenca que todo lo encontraba insuperable y no daba su brazo a torcer. Acabé cogiendo el dvd y metiéndoselo en el bolsillo de la americana. Ya le digo: ¡como un cochero imitando a su señor!

Don Víctor: Con tal cochero y tal pasaje, ¡ya querríamos usted y yo encaramarnos cual lacayos a la trasera de la carroza!

¡Voy alláaaaaaaa!

Don Víctor: Siempre que paso por la Red de San Luis, echo de menos el quiosco del metro que un mal día quitaron de en medio.

Don Hugo: ¡Cómo ha cambiado Madrid, don Víctor! ¡Qué distinta era la vida! ¿Recuerda usted oír por la noche las palmadas de los que llamaban al sereno?

Don Víctor: ¡Cómo no, don Hugo!… Y de las voces cuando se anunciaban: «¡Ya va!»

Don Hugo: El entrañable Francisco de la «Verbena de la Paloma» estuvo vigente hasta los primeros setenta.

Don Víctor: Me gusta mucho ponerme la versión con Somoza. ¡Qué voz tan ronca, pero qué expansión de noche sideral!

Don Hugo y don Víctor: ¡Voy alláaaa!

Don Hugo: La orquesta envuelve con un nocturno evocador de distancias infinitas el aullido interminable del sereno, náufrago en la inmensidad. Sólo la música puede expresarlo.

Don Víctor: Y la pintura cuando apaga las luces y recurre a la tiniebla: los objetos y las distancias se vuelven imprecisas e inconmensurables. Se alejan y se agigantan.

Don Hugo: Yo también añoro aquel Madrid de entonces. Por lo menos en lo que tenía de tan habitado, de tan acompañado, de tan hospitalario. Todo el mundo en su sitio y no había sitio que no tuviera su gente. Los portales estaban siempre abiertos de día  porque toda una familia vivía allí para atender aquella puerta.

Don Víctor: Y cuando todos se iban a dormir, aún venía el sereno a atender a los noctámbulos.

Don Hugo: Qué organización tan solícita la de aquella sociedad donde la ciudad se parecía a la casa y los vecinos a la familia.

Risas

Don Hugo: Entonces, según usted, don Víctor, yo represento el humor primigenio, paradisíaco, inocente.

Don Víctor: Lo digo por oposición a mí, don Hugo. Esta noche, como Groucho, yo voy a presentar un humor artificioso, una verborrea que remite al intelecto y por tanto al pecado original.

Don Hugo: Es cierto que detrás de los chistes siempre está la apelación a la carencia y al error. Hay siempre un fondo de amargura.

Don Víctor: Usted con sus bufonadas de Harpo nos ha de hacer reír francamente, sin reservas ni restricciones mentales.

Don Hugo: Todo lo haré con el gesto, con la postura y el movimiento, pero acuérdese de lo que nos dijo Fava: que la risa nos hace eternos. Cuando estalla la carcajada, no existe nada más, se han abolido todos los demás asuntos.

Don Víctor: ¡Qué más pueden pedir en el baile del Círculo!… Por no haber, parece no haber ni más tiempo ni más espacio fuera de la esfera de la risa.

Don Hugo: ¡Una esfera!… La pareja que se acopla…

Don Víctor (cantando): «Due che s´amano, son tutto un mondo».

Don Hugo (cantando): «De l´Universo in memore, io vivo quasi, io vivo quasi in Ciel»

Don Víctor: ¡El tondo Doni de Miguel Ángel!

Don Hugo: ¡El mandala tibetano!

Don Víctor: ¡El Cosmos!… ¡La perfección, Dios!

Don Hugo: En ese semáforo están las señoras. Súbase usted detrás de mí y les dejaremos el sidecar.

Don Víctor: ¡Qué bien que Lopetegui nos haya dejado la moto!

Repertorio

Don Hugo: Y, dígame, don Víctor, este doctor Jiménez Díaz, con ser tan importante, ¿tendría mucho repertorio?

Don Víctor: Lo que sí me han dicho es que tenía un ojo clínico proverbial.

Don Hugo: No, si yo me refería a esos chascarrillos médicos que se cuentan en las familias.

Don Víctor: Ah, ¡es verdad!… Mi cuñado Adolfo…

Don Hugo: ¡El dermatólogo!

Don Víctor: … siempre nos ha resuelto las cenas de Nochebuena contando esas anécdotas… como cuando un paciente le quiso halagar llamándole «el mayor sifilítico de España».

Don Hugo: Pues es verdad. Mi hermano Luis cuenta de una paciente que afirmaba de su marido que era un «semental», vamos que lloraba por cualquier cosa.

Don Víctor: Y aquella otra que decía que el suyo era muy «sanguinario» ¡y que por eso se le veía siempre congestionado!

Don Hugo: Los hay que, cuando se les pregunta por la medicación que llevan, como no recuerdan los nombres…

Don Víctor: ¡Normal, don Hugo, es que vaya nombrecitos!

Don Hugo: … describen como pueden: que si «como unas peladillas blancas», que si «una cajica planchúa«…

Don Víctor: ¡Y aquél que dijo que aquellas «balicas blancas» le iban muy bien para su dolencia, pero que, sin embargo, le producían mucho ardor de estómago!

Don Hugo: ¡Ah, claro, esas «balicas blancas» eran supositorios y los ingería por la boca!

Don Víctor: ¡ Y cuántos doctores Torrino no habrá en el mundo! Es la familia, italiana seguramente, que más eminencias habrá dado a la especialidad. Como mínimo hay uno en cada hospital que se precie.

Don Hugo: ¡Los Stradivarius de la otorrinolaringología!

Don Víctor: Lo ha dicho usted, don Hugo: más largo que la meada de aquel pobre niño… La tenían que medir sus padres y ni subiéndole a la mesa de la cocina, ni llamando al pariente más alto que tenían, pudieron lograrlo con la regla. La orina siempre iba más deprisa.

Don Hugo: La última que ha contado Luis es la de una señora que preguntó en recepción por su cita con un doctor cuyo nombre no recordaba, pero que «era dermatólogo o turco».

Don Víctor: ¡Y que todo esto sea verdad!                                                                    

Civiles y militares

Don Hugo: ¿Entonces tenía razón Churchill?…

Don Víctor: Acaso sea demasiado seria para dejársela a los militares, pero también es cierto que la guerra la desencadenan los políticos…

Don Hugo: Pienso en Hitler ordenando la invasión de Rusia contra el parecer de su Estado Mayor…

Don Víctor: Churchill era al fin y al cabo mitad monje, mitad soldado, como un nuevo César, quien hizo buena parte de su cursus honorum en el ejército.

Don Hugo: No han faltado, por otra parte, militares que piensan que la política es demasiado seria para dejársela a los civiles y que se han plantado para salvar a la patria, empezando por César…

Don Víctor: … y siguiendo por Napoleón, que es el modelo de todos los que se han «pronunciado» en España y sus provincias de Ultramar, en Europa y en el mundo en general.

Don Hugo: Desde que cae el Antiguo Régimen, no queda en pie nada sagrado y la estructura política se cuestiona a cada momento. Nunca faltan buenas razones para dar un cuartelazo.

Don Víctor: Es verdad, ¿qué puede hacer un pobre rey constitucional o un presidente que no tiene otro fundamento que el apoyo coyuntural recibido recientemente en las urnas?

Don Hugo: Plantas sin raíces que vuelan al primer viento.

Don Víctor: ¿Usted cree, don Hugo, que si Luis XVI, en su huida por Varennes, hubiera viajado revestido con su traje de ceremonia, habría sido arrestado?

Don Hugo: De ninguna manera, don Víctor… ¡La forma es el símbolo!

De género chico

Don Víctor: Desengáñese usted, don Hugo, que nada permanece para siempre, por mucho que fueran cosas de «toda la vida», que parecían destinadas a sobrevivirnos.

Don Hugo: ¿Le he contado aquello de uno que, bailando el chotis, llevaba una piedra a un lado de la bragueta y se arrimaba por ahí a la chica?…

Don Víctor: ¡Valiente truco!

Don Hugo: … y cuando la chulapa quería echarse al otro lado… ¡es ahí donde te espero!

Don Víctor: Yo me sé otra menos atrevida.

Don Hugo: Cuente, cuente, don Víctor…

Don Víctor: Esto fue en una boda en La Paloma. Le dice el cura al contrayente: «Isidro, ¿aceptas por esposa a Almudena?» «Sipi». Y a la contrayente: «Almudena, ¿aceptas por esposo a Isidro?» «Naturaca». Y entonces va el cura y dice: «¡Pues vaya caldibiris!»

Guerra

Don Víctor: Me da a mí, don Hugo, que quien se esconde tras el pseudónimo de Avellaneda…

Don Hugo: ¿El del falso Quijote?

Don Víctor: ¡El mismo!… Creo que es Cristóbal Suárez de Figueroa.

Don Hugo: ¿Cuál, el que tradujo «El pastor fiel» de Guarini?

Don Víctor: Hombre, claro… ¿cuál iba a ser si no?

Don Hugo: Pues entonces yo le estoy muy agradecido porque con aquella guerra que suscitó, espoleó a don Miguel a que nos pusiera en pie la espléndida Segunda Parte.

Don Víctor: O sea, que la guerra es buena…

Don Hugo: È bella, ma incomoda.

Don Víctor: De bella, ¡nada! Ya se atrevieron a proclamarlo tanto Callot como nuestro Goya.

Don Hugo: No se lo tome usted por la tremenda, don Víctor… yo me refería, de alguna manera, a esos efectos colaterales benéficos… Ortega sostuvo que la Humanidad evoluciona gracias a la  guerra…

Don Víctor: Pues sí, claro… a mí eso de los antibióticos del doctor Fleming me parece muy bien.

Don Hugo: ¡El radar de los aeropuertos! ¡Los rayos láser! ¡La medicina nuclear! ¡La ciencia meteorológica!… que aún sigue hablando de frentes como si el  tiempo fuera cosa de trincheras…

Don Víctor: Lo que más me gusta de aquella guerra es que hizo necesaria la incorporación masiva de la mujer al trabajo, de donde hemos tenido nosotros auténticas compañeras, iguales a nosotros, y no unas criadas ni unas «santas en sus aureolas».

Don Hugo: ¡Eso es innegable! Vamos, don Víctor, que le vamos a dar la razón a Shakespeare, en «Coriolano»: «Tengamos guerra pues excede a la paz tanto como el día a la noche. La guerra es viveza y tiene la fuerza del viento. La paz es apoplejía, letargo, molicie, que si la guerra destruye a los hombres, la paz genera bastardos».

Don Víctor: ¡Caramba con don William!

Don Hugo: Y sigue: «Y si la guerra es un violador, la guerra no es más que una fábrica de cornudos».