Cómicos

Don Víctor: ¿Qué le parece que me hizo Julita ayer por la tarde?
Don Hugo: ¿No iban al teatro?
Don Víctor: Precisamente. Y me llevó diez minutos tarde.
Don Hugo: A mí también me da mucha rabia ver las cosas empezadas.
Don Víctor: ¡Qué más hubiera querido yo, don Hugo, sobre todo porque habíamos invitado a mi primo, el de Vera de Bidasoa!… pero si es que no nos dejaron entrar…
Don Hugo: ¡Acabáramos! ¿No pensó Julita que no se puede perturbar a los Sumos Sacerdotes de la Escena una vez han alcanzado el trance psico-místico-actoral?
Don Víctor: ¡Cuánta pretenciosidad! Cualquiera diría que uno accede a la revelación de unos genios cuando en realidad son los productos escolares y clónicos de una aburrida uniformidad.
Don Hugo: La verdad es que con todas sus limitaciones, aquellos cómicos de nuestra juventud que acaso nunca pisaran escuela dramática alguna, exhibían cada uno un carácter siempre identificable, personal y eficaz.
Don Víctor: ¡Y qué frescura en sus nada stanislawskianas recreaciones!
Don Hugo: ¡Qué Stanislawski si habían hecho todos sus primeras tablas en la revista y en el género chico!
Don Víctor: ¡Y qué modestia la suya! No se podían pedir peras al olmo ni lo pretendían, pero bien que lo aguantaban todo y eran capaces de incorporar lo imprevisto!
Don Hugo: ¡Vamos, don Víctor, que les pillan a ustedes ayer Garisa y Mari Santpere llegando tarde y les sacan los colores para regocijo del público y beneficio de la función!
Don Víctor: ¡Y lo que habría disfrutado mi primo contándolo en Vera!

Chicha y limoná

Don Víctor: Siempre que estoy viendo el fútbol, me pregunta Julita: «Pero cómo te puede entretener pasarte hora y media viendo a unos chicos corriendo detrás de una pelota?
Don Hugo: Ahí es nada: ¡la eterna pelota! Nunca hubo ni habrá juguete tan perfecto… ¡Pero si es que es la esfera, don Víctor! ¡Dígaselo usted a Julita!
Don Víctor: Es verdad, don Hugo… la figura perfecta, la perfección anhelada, al alcance del mortal…
Don Hugo: … el movimiento perpetuo y al mismo tiempo la estabilidad inmutable…
Don Víctor: Claro, ¡el andrógino primigenio de los griegos!
Don Hugo: Cuántos achares no nos habrá dado, desde Adán y Eva, esa media naranja que nos falta a cada uno.
Don Víctor: ¿No decía Dalí que el ser perfecto era el andrógino y por ello escogía, para sus performances, escurridas modelos sin hemisferios?
Don Hugo: Claro, con su aspecto equívoco entre hombre y mujer se acercaban a aquella perdida perfección inicial.
Don Víctor: Yo le veo en eso que se esquina hacia Giacometti cuando, si fuera consecuente, debería arrimarse al orondo Botero.
Don Hugo: Calle, calle, don Víctor. Le voy a confesar algo: pocas mujeres me han turbado tanto, de chico, como la joven Dietrich con aquel aire que tenía entre cierto encanallamiento masculino y un aquel felino tan de mujer.
Don Víctor: Pero entonces, don Hugo, ¿qué es lo que le daba a usted vértigo, que no fuera ni chicha ni limoná o que fuera precisamente chicha y limoná?

Florentinos

Don Hugo: Quiero que considere esta propuesta que leí hace años de un matemático inglés. A la vista de la progresión de las marcas deportivas femeninas en los últimos cincuenta años, en comparación con la progresión de las masculinas, las mujeres superarán a los varones en el plazo de cuarenta años.
Don Víctor: No lo rebato si matemáticamente está demostrado… pero ¿esa verdad matemática coincide con la verdad fisiológica de nuestra especie?
Don Hugo: Mucho me temo, don Víctor, que ni nuestro sesudo matemático pondría la mano en el fuego por ello.
Don Víctor: Entonces, ¿a qué semejante provocación intelectual?
Don Hugo: Este matemático se limita a reivindicar su perspectiva. Sin ella no sería nadie.
Don Víctor: Recuerde cómo el mismo Sartre, filósofo de la libertad, llega a afirmar sin ruborizarse que, como todos escogemos libremente todo cuanto nos incumbe, incluso el mayor loco de atar habría elegido su patología.
Don Hugo: Eso choca frontalmente con la perspectiva de Freud, que no es cualquier perspectiva.
Don Víctor: ¿Estaría la verdad entonces en ese inalcanzable cruce entre las infinitas y muy distintas perspectivas, como sugiere Ortega?
Don Hugo: ¿Quién sabe? A lo mejor estamos más cerca de lo que pensamos del punto omega que profetizara Teilhard de Chardin…
Don Víctor: Sin filosofar tanto, volvamos los ojos a Josep Pla, quien no concebía lo universal si no era desde lo local. No podemos reducirnos a ser meros compiladores críticos de todos los puntos de vista. Tenemos el imperativo de ser nosotros, de avanzar hacia intuiciones y conclusiones propias, a forjarnos unos criterios…
Don Hugo: … y, en definitiva, a no apearnos de nuestra perspectiva.
Don Víctor: Está usted hecho todo un florentino, don Hugo… ¡Viva la perspectiva!

Escritores españoles

Don Víctor: ¿Se da usted cuenta, don Hugo, de que antes mucha gente creía que Julio Verne, Alejandro Dumas y Víctor Hugo eran grandes escritores españoles?
Don Hugo: Es verdad, lo hispanizábamos todo. Así incluso nos apropiamos también de la obra de Emilio Zola.
Don Víctor: Si tengo yo en casa los dramas de Guillermo Shakespeare, que editó el CSIC y no tengo, pero se llamaban así, las obras completas de Carlos Marx.
Don Hugo: Sin embargo a Dostoievski siempre se le mantuvo el «Fedor». ¿Es que acaso no es Federico? ¡Vaya usted a saber!
Don Víctor: Bueno, don Hugo, que pase usted muy felices fiestas.
Don Hugo: Felices Pascuas a usted también, don Víctor, y ¡muy Próspero Mérimée!

Mundo, Demonio y saltamontes

Don Víctor: Le quiero decir una cosa, don Hugo. Por más que llevo años leyendo «Alfa y Omega» todas las semanas, todavía sigo sin aclararme sobre qué era aquello tan misterioso de «mundo, demonio y carne».
Don Hugo: ¡Los enemigos del alma!… Le confieso a usted, don Víctor, que lo de la carne me trajo a mal traer hasta que leí a Freud. ¡Nada del filete de ternera -que, por cierto, apenas lo catábamos- ni la chuleta de cerdo!… ¡La líbido!…
Don Víctor: Ya salió aquello.
Don Hugo: En la represión de la carne, del instinto, del Eros, se asienta la civilización… de ahí nuestra obligación de no darnos todos los gustos y de ser sensatamente infelices.
Don Víctor: ¡Ah, claro! Nos mandan a pelear contra los centauros como en las metopas griegas. No debemos ser unos animales…
Don Hugo: … sino más bien unos lapitas.
Don Víctor: Y sin embargo Giacomo Casanova propuso toda una teoría del orden en el desorden brutal de los instintos. Hasta esa frontera fue capaz de llegar la Ilustración.
Don Hugo: Y Freud, heredero de esa misma Ilustración, lo sistematizó todo científicamente… pero a usted, ¿qué le parecía aquello otro del «mundo»?
Don Víctor: Yo, de pequeñín, hacía girar el globo terráqueo y me preguntaba qué monstruo habría escondido en su interior, bajo océanos y continentes… si no sería eso el propio Infierno.
Don Hugo: Quite, quite, el Demonio es otra cosa. Satanás es, en primer lugar, la soberbia y por tanto trae siempre consigo la humillación del prójimo; es la crueldad bajo todas sus formas. ¡El Anticristo, el enemigo del amor!… ¿No me diga usted, don Víctor, que no ve mil ejemplos de ello en los telediarios?
Don Víctor: Claro, claro, si hasta nos advierten de que determinadas imágenes van a herir nuestra sensibilidad… pero entonces sigo a oscuras con aquello del mundo como enemigo…
Don Hugo: Está claro: el mundo es la mundanidad… ¡la vanidad!… del poder, de las riquezas, de la fama…
Don Víctor: Me siento hostigado por todas partes con tanto enemigo como tenemos. ¡Quién tuviera los redaños de Cristo sobre el alero del Templo o sobre lo alto de aquel monte, o, mejor aún, en el desierto!… ¡eso es, al desierto, don Hugo, que se nos viene todo el mundo encima!
Don Hugo: ¿Pero adónde quiere usted ir, hombre de Dios? ¿No ve usted que los saltamontes también son carne?

Viejos

Don Hugo: Pero, don Víctor, ¿cómo se pone a cantar el «Pari siamo» ahora que salimos de «La Verbena de la Paloma»?
Don Víctor: Yo mismo no me lo explico. La función me ha encantado y, sin embargo, tengo llena la cabeza de la música de Rigoletto.
Don Hugo: Eso es que su subconsciente ha establecido una relación entre ambas obras. Investiguemos… Está usted canturreando el «Pari siamo». Piense ahora en la «Verbena de la Paloma»….
Don Víctor: La noche… una calle vacía… alguien llama al sereno, pero yo venía de encontrarme con un asesino…
Don Hugo: ¡Qué paciente para Freud hubiera hecho usted, don Víctor!.. La noche, el misterio, las pulsiones, el inconsciente, ¡el Ello!
Don Víctor: Empiezo a perderme, don Hugo; no le sigo.
Don Hugo: La noche de Madrid se agiganta con las voces interminables que llaman al sereno Francisco.
Don Víctor: Sobre un lecho orquestal, la última sílaba prolongada adquiere dimensiones wagnerianas.
Don Hugo: ¡FranciscoOOOOOOOOOO!
Don Víctor: La noche es el reino de lo sublime, de las distancias insondables… el vértigo de lo infinito, como sostiene Delacroix.
Don Hugo: ¿Ve usted cómo nada es casual? ¡»Azar» es un término desconocido para el psicoanálisis!… pero prosigamos, don Víctor: usted se ha identificado con Rigoletto…
Don Víctor: Es una parte que me encanta.
Don Hugo: … y quien dice Rigoletto dice don Hilarión: ambos son viejos, ambos son ricos, ambos son desposeídos de su único afecto, Gilda y Susana, y ambos son escarnecidos por los jóvenes…
Don Víctor: Pobres viejos, tan pobres que, como dijo Cristina Onassis, sólo tienen dinero.
Don Hugo: Nunca le perdonaré a Julián el bofetón que le propina al pobre boticario.

Una voz clama en el dsierto

Don Víctor: Fíjese, don Hugo, en el «Profeta» de Gargallo. ¿No cree usted que esa boca abocinada que truena en el desierto es la misma que llama al combate a los galos en «La Marsellesa» de Rude?
Don Hugo: Tiene usted razón, don Víctor. Dos figuras que son todo voz. Ambas, qué duda cabe, nos remiten a Esténtor, cuya garganta de bronce convocando a los guerreros valía por cincuenta.
Don Víctor: En ellos la voz es un arma. Para mí, que en la conquista de América, a la vez que los caballos, los negros y las armas de fuego, las voces broncas de los extremeños y los irrinchis de los vascos amedrentaron a aquellos indios de voces atipladas.
Don Hugo: Armas de seducción masiva son las voces graves en las mujeres…
Don Víctor: Sí, las de geisha que tanto gustan a Kawabata…
Don Hugo: … y las de nuestras Marlenes Dietrichs con su punto de cazallera…
Don Víctor: Pero ¡ay! cuando la voz se quiebra… queda la persona indefensa, a merced de todos.
Don Hugo: No en vano la voz es la emoción y precisamente esa emoción privó a Dantón de aquel chorro que galvanizaba los auditorios.
Don Víctor: El desafecto del pueblo le produjo la afonía y de ahí a que la guillotina seccionara definitivamente su instrumento más preciado… no hubo más que un paso.
Don Hugo: En definitiva que la voz es la persona.

Dele tiempo

Don Víctor: Menos mal que ha parado usted, don Hugo, porque de lo contrario se eternizaba el pobre abuelo esperando en el paso de cebra.
Don Hugo: Basta que las autoridades hagan campaña por algo, por muy razonable que sea, para que la gente haga exactamente lo contrario.. de tan toreada como está.
Don Víctor: El pueblo se defiende de los gobernantes, que son malos por definición, desobedeciendo siempre que puede y haciendo chistes.
Don Hugo: Celebro verle al fin tan freudiano, don Víctor. Efectivamente el poder representa el Superyo e imprime unos objetivos civilizatorios que hurtan una parte de la líbido al pueblo, que es todo naturaleza y que toma su revancha recurriendo al sarcasmo.
Don Víctor: El otro día, cuando le dejé a usted en su casa, como me dolía un poco una pierna, tomé un taxi y nos vimos en una situación como ésta y…
Don Hugo: ¡Tanto está tardando en cruzar el viejico, que se me ha calado el coche!… pero diga usted, don Víctor…
Don Víctor: ¿Qué se cree usted que dijo el taxista? Pues que «con esto del «dele tiempo», se recrean en la pasada».

Ser y devenir

Don Víctor: A la vista de este cielo vangoghiano uno se ve obligado a darle la razón a Heráclito, don Hugo.
Don Hugo: No mire sólo el cielo, don Víctor. Vea también la iglesia de Saint Nectaire: impertérrita ante toda esta ebullición, pregonando la permanencia del ser y dándole la razón a Parménides.
Don Víctor: No dude usted de que esa iglesia pasará también. Será historia, como todas las cosas de los hombres. Debería usted leer una cosa de Ortega…
Don Hugo: Ortega reduce el hombre a un ser exclusivamente histórico, lo cual no deja de ser una exageración; como también es exagerada la postura de Konrad Lorenz según la cual el hombre es sólo naturaleza.
Don Víctor: Entonces, ¿en qué quedamos?
Don Hugo: Ya lo resolvió Freud: el hombre es naturaleza y, a la vez y para su desgracia, cultura. Por ello está condenado a la infelicidad eterna.
Don Víctor: Admita usted, don Hugo, que unas causas engendran unos efectos…
Don Hugo: Muy al contrario: el ser es inengendrado.
Don Víctor: ¡Cómo puede negarme usted que todo no sea mudanza!
Don Hugo: El ser es inmóvil, don Víctor. No se deje usted engañar por la apariencia.
Don Víctor: Pero, don Hugo, ¿no está ya demostrado que todo ser se descompone hasta partículas infra-atómicas?
Don Hugo: Eso nos parece por un conocimiento parcial del ser que, sin embargo, ¡hágame usted caso!, es indivisible.
Don Víctor: El ser, el ser, el ser… ¿pero qué ser es ése?, si hay infinidad de seres.
Don Hugo: Que no, que no, que el ser es único, que se lo digo yo.
Don Víctor: Usted, don Hugo, que es tan entendido en psicología, me va a negar que su comportamiento cambia de estar en la taberna con los amigos a vernos en una audiencia con el Rey a ver si nos patrocina nuestra fundación…
Don Hugo: Déjese usted de falacias situacionistas. Mi personalidad es la misma, es una, independientemente de las facetas que yo, como ser social y adaptable, pueda revestir.
Don Víctor: ¿No habrá entonces manera de superar esta dialéctica?
Don Hugo: Mejor que lo dejemos, don Víctor… no nos vaya a ocurrir lo que a Nietzsche. A punto estaba de llegar a la síntesis cuando reventó el pobre. Sin duda aquel esfuerzo lo mató.

Iconos

Don Hugo: Al final del partido, no sé si usted lo vio, Robben se acercó a saludar a su mujer y a su hijito. Incomprensiblemente, el pequeño rompió a llorar como si conociera en la expresión de su padre el dolor de la derrota ante Argentina.
Don Víctor: ¡Claro que lo vi, don Hugo! Fue lo que más me gustó del partido. Era mejor que leer a Homero: tal cual Héctor despidiéndose de la hermosa Andrómaca y tendiendo los brazos al pequeño Astianacte que rompió a berrear.
Don Hugo: ¡Épico! El fútbol es lo único que nos provee hay en día de imágenes verdaderamente épicas.
Don Víctor: Cuántas veces la realidad no se ajustará a los moldes sublimes que un día acuñó el Arte…
Don Hugo: Me viene ahora a la memoria una foto, que apareció en la prensa, de unos refugiados albanokosovares que venían huyendo ladera arriba de un bombardeo. Uno de los campesinos cargaba con un anciano consumido tal como hemos visto representado a Eneas con su padre Anquises. Y detrás venía la mamá Creúsa con el rubito Ascanio en brazos… ¡Lo que me impresionó!
Don Víctor: ¡Qué cosa tan grande es el Arte! Cómo nos quita la mirada indiferente del animal y nos da otra que nos duele, que nos abre inmensas perspectivas intelectuales y afectivas, que nos alumbra raíces profundísimas en una tierra sin fondo, que nos remite a unos referentes tan cargados de sentido, que…
Don Hugo: ¡Cierto, muy cierto, don Víctor! Todo ello dota a nuestra existencia de una dimensión trágica difícilmente soportable.
Don Víctor: ¡Claro, con razón lloraba tanto el niño!