Pigmalionismo

Don Hugo: Era por la noche. Usted y yo deambulábamos por entre las capillas laterales de Sant´Andrea della Valle…
Don Víctor: ¡La iglesia de «Tosca»!
Don Hugo: Exacto. Y al doblar un pilar, ¿qué se cree usted que nos encontramos?
Don Víctor: Pues qué va a ser… ¡a Ancelloti con la camiseta del Madrid!
Don Hugo: Venga, don Víctor, que los sueños son algo serio… ¡El mismo Cavaradossi, en lo alto de su escala de madera, besando a la Magdalena que acaba de pintar!…
Don Víctor: ¿Besaba la pared?
Don Hugo: No, ahí iba yo. La cabecita rubia de la santa había cobrado vida y emergía del muro.
Don Víctor: Anda, como en el mito de Pigmalión…
Don Hugo: Cuántas veces, en las ciencias humanas, el tal Pigmalión no hará de las suyas cuando el experimentador se apasiona tanto que llega a inducir a los sujetos experimentales la respuesta que espera encontrar.
Don Víctor: Ya veo por donde va usted, don Hugo… Oiga, ¿y «La Dolorosa», del maestro Serrano, no le recuerda a usted mucho todo esto de «Tosca»?
Don Hugo: Sí, es puro pensamiento mágico: el deseo se encuentra tan saturado de afectividad que, pintando a la Virgen bajo los trazos de la mujer amada, a un tiempo la sublima y la «elicita» en carne y hueso.
Don Víctor: Vamos que allí se le planta la muchacha al hermano Rafael.
Don Hugo y don Víctor (cantando): «La mujer que fue mi vida / por cruel azar llegó hasta aquí…»
Don Hugo: ¡De «por azar», nada!… ¡puro pigmalionismo!

Doctor Capellanes

Don Víctor: Es ver aquel yate solo en el mar y me imagino al doctor Capellanes, tan dado al «solipsismo radical» de sus singladuras.
Don Hugo: ¿Quién, don Víctor, aquél que le operó?
Don Víctor: Dos veces ya y voy camino de la tercera. ¿Sabe usted, don Hugo, que tiene la consulta ambientada como el camarote de un capitán de barco?
Don Hugo: Sí, ya… pero, ¿es verdad que recibe a los pacientes con gorra de marino?
Don Víctor: Hombre, a tanto no llega; lo que sí le puedo decir es que a sus enfermeras las llama «grumetes».
Don Hugo: Y tanta chaladura, ¿a qué viene?
Don Víctor: Muy sencillo, a que su clínica es un navío que surca el proceloso océano de la ciencia… y para él no es cosa de broma. ¿Sabe usted lo que les dice a los camilleros? … «En las puertas, cuidado con este paciente que tiene mucha eslora»; a mí me recomendó que adelgazara un poco porque tenía demasiada manga.
Don Hugo: Sí, vamos, que a la cabeza la llama «proa» y a los pies «popa»…
Don Víctor: Ha dado usted en el clavo. Y hay dos pulmones: el de estribor y el de babor.
Don Hugo: Qué sugestiva es la imagen de una vela solitaria en la inmensidad del mar…
Don Víctor: Lo que el doctor Capellanes canturrea mientras opera: «Al ver en la inmensa llanura del mar…»

Ruiseñor

Don Víctor: Pero calle un momento, don Hugo, que se empieza a escuchar al ruiseñor…
Don Hugo: Es verdad, si parece Tristán reclamando a Iseo al pie de la torre.
Don Víctor: Ahora se ha callado. La dama se ha zafado del abrazo del rey y desciende ya al jardín.
Don Hugo: Vuelve a cantar; todo va bien. Afortunadamente, por la noche, no cantan los mirlos y no hay lugar a que se burlen del jovencito Víctor Hugo por no entender el canto del amor.
Don Víctor: Es que una vez salidos del bosque y perdida la ocasión, todo lo que puede hacer uno es… componer un soneto.
Don Hugo: Fíjese ahora… cómo llena con su canto toda la noche una criaturita tan pequeña…
Don Víctor: … con ese minúsculo corazón que le sajó el marido de la dama, ese don Ganelón, para matar con él el amor de su esposa con el otro buen y leal caballero.
Don Hugo: Frágil «laüstic» de María de Francia…
Don Víctor: ¿Por qué, no siendo su canto tan profesional como el del jilguero o el del canario, despertó desde antiguo tantas emociones?
Don Hugo: Porque canta de noche y además porque su arte, tan silvestre, se resiste a un análisis técnico.
Don Víctor: ¿Y qué me dice entonces de estos grupetti que está abordando… primero ligados… pero ahora glissando
Don Hugo: Es verdad… y esto de ahora es un auténtico canto di sbalzo… ¡Vaya saltos vertiginosos, qué centelleantes notas picadas!
Don Víctor: Dios mío, qué trinos… ¡Chist! Distingo mezzotrilli, mordenti, radoppiati, ¡ribattuti incluso!… Qué poética fermata… esto se está acabando… ¡ah, qué fantasiosa sfumatura!
Don Hugo: Pero, don Víctor…
Don Víctor: Es un momento mágico. Escuche cómo apenas se apoya en una acciacatura para iniciar una frase spianata larguísima, cómo la prolonga hasta lo inverosímil gracias a imperceptibles fiati rubati, cómo se va extinguiendo suave e interminablemente en una smorzatura en que el tempo primero se ralentiza y luego cesa, hasta la consunción del sonido morendo
Don Hugo: Pero, hombre de Dios, de quién me está usted hablando, ¿de ese pajarillo o del mismísimo Alfredo Kraus?
Don Víctor: Calle, calle… (cantando:)»Ce n´est pas l´alouette. C´est le doux rossignol, messager de l´amour»…

Fragonnard

Don Hugo: Lo primero de todo, don Víctor, dígame usted dónde estamos exactamente y quién es este buen señor.
Don Víctor: No se ha fijado usted, don Hugo, en que se trata del marido ya machucho y evidentemente cornudo…
Don Hugo: ¿francés?…
Don Víctor: Claro, pintado por Fragonnard.
Don Hugo: ¿Y esas cuerdas que maneja?…
Don Víctor: Las del columpio desde donde su joven esposa enseña lo que debiera guardar para él.
Don Hugo: Nunca me había fijado en este rincón…
Don Víctor: Hombre, claro, usted bien que miraría para arriba, como todos.
Don Hugo: Este cuadro queda entre el erotismo y la pornografía light; hace imaginar aunque no muestre nada.
Don Víctor: Tenga usted en cuenta que en la cabeza de los espectadores de la época estaba el conocimiento de que bajo la falda no había ropa interior…
Don Hugo: ¡Atiza!
Don Víctor: … a no ser que se tratara de una criada, que ésas sí que iban vestidas por dentro para interceptar las manos largas de los señores.
Don Hugo: Cuántos casos se han seguido dando de estos abusos prepotentes de los señoritos con las sirvientas.
Don Víctor: No sé, don Hugo, si he llegado a contarle alguna vez la anécdota de mi tío Benedicto que…
Don Hugo: ¿Cuál, aquella de «Polo Norte, mucho frío; Polo Sur, mucho calor»?…
Don Víctor: No, esta otra: una noche, concluido el trajín de la cocina y cuando la casa se quedaba ya en calma, se oye un estruendo en el pasillo. Allí está el tío en el suelo, panza arriba, con una silla rota al lado, a la puerta del dormitorio de las criadas.
Don Hugo: No diga usted más, don Víctor. Conozco un caso parecido en mi familia. ¿A que se había subido al respaldo de la silla para mirar por la lucerna cómo se desnudaban las chicas?

Protesta

Don Víctor: Debajo de ese chorro teníamos que habernos puesto entonces como protesta ante tamaña tropelía. ¿Cómo no se nos ocurriría?
Don Hugo: ¡ Buena estaba la política!… como para darse un baño en la fuente de la Cibeles…
Don Víctor: Es verdad, hubiéramos pasado por la prevención y de ahí a Carabanchel.
Don Hugo: Y quién sabe si no nos hubieran depurado y todo…
Don Víctor: Yo sólo la movería cien a doscientos metros más hacia el sur. ¿Qué les hubiera costado?… En la calle Ibiza, por ejemplo.
Don Hugo: Lo mismo que usted, don Víctor, pensó el Emperador cuando se topó dentro de la mezquita de Córdoba con la catedral, que cómo es que no la habían levantado fuera sin perturbar la belleza de lo que ya había.
Don Víctor: Y lo gracioso es que se trata de un buen edificio… ¡Vaya con la dichosa Torre de Valencia!
Don Hugo: Si le hubieran escuchado a usted, se llamaría Torre de Ibiza y hubiéramos mantenido intacta esta perspectiva barroca…
Don Víctor: ¡Pero, don Hugo, no me sea usted loco, que se va a poner perdido el traje!… Que se está mojando…

Mirarse en el espejo

Don Hugo: Me acuerdo de aquello que me decía usted de que no sabemos ni siquiera cómo saludarnos.
Don Víctor: Ni saludarnos, ni hablar con el volumen de voz adecuado, ni mantener la limpieza de los lugares públicos…
Don Hugo: … ni descansar las horas debidas, ni dejar descansar, ni ahorrar…
Don Víctor: … ni atenernos a normas, ni aceptar la autoridad…
Don Hugo: Ya lo decía Hernán Cortés, que los españoles somos mayormente incomportables e importunos.
Don Víctor: … y esa aspereza en el trato…
Don Hugo: Sí, lo que le reprocha el embajador francés a Guzmán de Alfarache, que aquí todo lo llevamos «con fieros y poca vergüenza».
Don Víctor: Cuánto se ha echado en falta en la España de estos últimos siglos una clase burguesa suficientemente amplia y sólida.
Don Hugo: Verdaderamente influyente; que marcara la pauta a toda la sociedad, como en Francia o Inglaterra.
Don Víctor: Claro, es que aquí, con una burguesía tan escuálida, nos hemos tenido que mirar en los dos ejemplos extremos: la nobleza y el pueblo, tan lejanos el uno como el otro de la moderación, la sensatez, la buena educación.
Don Hugo: Y con esta falta de mimbres nos hemos encontrado viviendo una época donde todo estaba en función de los ideales e intereses de la burguesía.
Don Víctor: Hemos tenido que improvisar un papel que no conocíamos.
Don Hugo: Sí, ¡y algunos han metido cada morcilla!
Don Víctor: ¡Vaya par de burgueses que estamos hechos usted y yo, don Hugo!
Don Hugo: ¿Usted cree, don Víctor?…

Qué feo, qué guapo

Don Hugo: A estos chicos que vienen por ahí delante, habría que decirles lo que don Quijote a su escudero: «No andes, Sancho, desceñido y flojo, que el vestido descompuesto da indicios de ánimo desmazalado».
Don Víctor: Fíjese usted qué zapatillas tan estridentes. Si le ciegan a uno…
Don Hugo: … al menos no llevan esos zapatos gastados, cuarteados y enfangados, como tantos otros.
Don Víctor: ¡Con el cuidado que tenían los personajes de Balzac en lustrarse el calzado cuando llegaban a los salones y a las fiestas porque iban siempre a pie!…
Don Hugo: Fíjese en la facha de enanos que hacen esos pantalones tan caídos…
Don Víctor: … al menos no están raídos, con sietes ni remiendos… Si ahora hasta los venden ya rajados ¡y de marca!, más caros que los otros.
Don Hugo: Con agujeros o sin ellos, ¡cómo se los ponen! Claro, si se sientan en el suelo y hasta en los bordillos de las aceras… ¡como los mendigos!
Don Víctor: Y esa ropa tan disonante exhibiendo siempre mensajes como si fueran hombres-sandwich….
Don Hugo: … la barba de varios días…
Don Víctor: … como los náufragos.
Don Hugo: … los piercings en los lugares más insospechados e incómodos…
Don Víctor: … como los aborígenes del Pacífico de que hablaba Melville.
Don Hugo: … tatuados…
Don Víctor: … como reos, con la marca de la infamia.
Don Hugo: … despeinados…
Don Víctor: … como escapados de una casa de locos.
Don Hugo: … pitañosos…
Don Víctor: … como bohemios nocherniegos.
Don Hugo: … con infinidad de pendientes…
Don Víctor: … como peligrosos filibusteros.
Don Hugo: Bien sabe usted, don Víctor, que soy enemigo de lo atildado, pero claro… de ahí a esa catadura patibularia…
Don Víctor: Pues anda que los de nuestra quinta, tampoco se quedan atrás… cómo se nos presentó el otro día el amigo Rodolfo…
Don Hugo: Pues sí, recuerdo que antaño lo conocíamos por el «Gomoso», siempre tan repeinado, tan reluciente, tan relamido…
Don Víctor: … y con la raya en el pantalón recién sacada… y ahora, ya ve usted, don Hugo, en pantalones cortos y camiseta de tirantes, enseñando los pelos…
Don Hugo: Sí, ¡un adefesio!, casi peor que estos chicos…
Don Víctor: Calle, calle, que nos van a oír y todavía vamos a tener un disgusto.

Privilegios de Stanislawski

Don Víctor: ¿Qué opinión le merecen a usted, don Hugo, esas declaraciones de José María Pou, indignado ante las constantes interrupciones del teléfono móvil durante las representaciones?
Don Hugo: Razón no le falta. La gente debiera ser más considerada y respetar el trabajo de los demás.
Don Víctor: Naturalmente, pero en el teatro y fuera del teatro: ¿respeta al barrendero quien tira la colilla en la calle?, ¿respeta al camarero quien arroja la servilleta al suelo?, ¿respeta al profesor que está explicando la lección el alumno que habla?…
Don Hugo: Es verdad, don Víctor, qué duda cabe que el del actor es un trabajo privilegiado: exige un respeto sacral que, ¡vamos!, ni en misa…
Don Víctor: Es que llegan a darse tal importancia con eso de la concentración, de la atmósfera creada, del método de Stanislawski…
Don Hugo: No hay nada que malogre más una representación que cuando los propios actores la interrumpen para regañar al público.
Don Víctor: ¿Cómo habrían salido adelante estos alfeñiques en la época de nuestros corrales de comedias cuando el público bullía de pie, hablaba, gritaba, entraba y salía e incluso arrojaba improperios y objetos al escenario?
Don Hugo: Me viene ahora a la mente esa anécdota que se contaba en casa: Teatro Jovellanos de Gijón. Se representa el Tenorio de Zorrilla. En un momento determinado doña Inés llega a donde dice: «¡Válgame el Cielo! ¿Qué escucho?», y como cuchu es mierda en bable, se levanta un espontáneo y responde a voz en cuello: «¡Cuchu ye mierda!

Salomón y los lirios

Don Hugo: Cristo se equivocó y de ahí no me apea ni el Papa Francisco.
Don Víctor: ¡Por amor de Dios, don Hugo, no se obceque usted!
Don Hugo: ¿Qué es eso de que no nos preocupemos ni del cuerpo ni del vestir ni del mañana pues ni Salomón en toda su gloria se vistió como los modestos lirios?
Don Víctor: Eso es cierto, dígame usted qué traje puede compararse a la belleza de una rosa…
Don Hugo: Muy bonito, don Víctor. Quédese usted oliendo la rosa y no haga nada, igual que un gimnosofista oriental. Como en el chotis de la Colasa: ¡a mí plin!
Don Víctor: No saque usted las cosas de quicio, don Hugo. Se trata de conceder importancia a lo que realmente la tiene: la vida más que el alimento y el cuerpo más que el vestido…
Don Hugo: Sí, sí, pero dígame usted, don Víctor, ¿no consigue el Arte que el Príncipe de los Lirios sea lirio él también y además más hermoso que los propios lirios?
Don Víctor: Sí, pero qué es el arte sino una emanación de algo mucho más grande todavía como es el espíritu del hombre, un ser natural. ¿Quién querría ser el más gallardo lirio pintado en un muro antes que el delicado pintor?
Don Hugo: Sí, sí, todo eso está muy bien, don Víctor, pero no olvide usted que el arte es sublimación… ¡de la propia Naturaleza!
Don Víctor: ¿Y cómo llegar a esa sublimación si está usted ocupado, ante todo, en procurarse alimento y vestido?

Tabaco

Don Víctor: Buenos días, don Hugo. Lo que menos me esperaba era encontrármelo fumando.
Don Hugo: No se asuste, don Víctor. Me han ofrecido este pitillo y no he querido hacerle ascos. Ya ve usted, después de tantos años…
Don Víctor: Le estoy mirando con envidia porque me huele a gloria. ¿Es rubio americano, verdad?… ¡Mire que prohibirme los puros el médico, con las virtudes sedantes que siempre tuvo el tabaco entre los indios!…
Don Hugo: ¡Cómo han cambiado las cosas! Me da nostalgia ver las películas de antaño donde todo el mundo fumaba constantemente…
Don Víctor: Pero si hasta últimamente le han quitado el cigarrillo a Lucky Luke…
Don Hugo: ¿Eso han hecho?… Si lo llevaba siempre apagado… Y ahora, qué hace: ¿vapea un cigarrillo electrónico?
Don Víctor: La tecnología del Far West no daba para tanto; así es que se conforma ahora con una inocua pajita.
Don Hugo: Bueno, al menos, la oralidad del personaje no sufre…
Don Víctor: ¡Tenía usted que sacar a Freud!
Don Hugo: Oralidad… succión, dependencia, narcisismo, infantilismo, nostalgia del seno materno, regresión en definitiva.
Don Víctor: Ya veo: el lado oculto, desvalido y enternecedor, del solitario cowboy.
Don Hugo: Y, sin embargo, ¡qué mayor imagen de la virilidad que un machote a caballo y fumando Marlboro!… ¡Qué racionalizaciones no se gastará el inconsciente para tenernos permanentemente engañados!…
Don Víctor: ¡Y también el símbolo de la feminidad! La femme fatale y la prostituta siempre están con el pitillo en la boca. Marlene Dietrich y Sara Montiel.
Don Hugo: ¡Cómo es de ambivalente la oralidad!
Don Víctor: ¿Recuerda usted aquella vez en que una señorita nos pidió fuego al salir del cine y ni Lopetegui, ni Cuenca, ni usted, ni yo fumábamos ya?
Don Hugo: Sí, y nada más darse la vuelta la señorita, soltó Cuenca: «Habrá pensado esta tía: ¡Vaya una panda de maricones!»