Don Víctor: «Países Bajos no consiguen doblegar la tercera ola de la pandemia»
Don Hugo: «En Metro miramos por ti»
Don Víctor: «ONU autorizará el despliegue de cascos azules en el Cuerno de África»
Don Hugo: «Los laboratorios apremiados por OMS a un mayor dinamismo en su producción de vacunas»
Don Víctor: Pero lo malo, don Hugo, no son los titulares sino cuando hablan y redactan los textos de la misma manera: «El desencuentro entre UEFA y Real Madrid aboca el proyecto de Florentino al fracaso».
Don Hugo: Si es que está pasando al lenguaje cotidiano… Ayer, sin ir más lejos, mi frutero, que es de Brihuega, y no un entrenador yugoslavo, me espetó impertérrito: «Aprovéchese, don Hugo, que con esto de que Reino Unido ya no nos compra fruta, tenemos naranjas a muy buen precio».
Don Víctor: ¿Recuerda usted que cuando éramos chavales, Brasil era el Brasil y China, la China?
Don Hugo: Y Estados Unidos, los Estados Unidos.
Don Víctor: Empiezo a verlo todo borroso con la desaparición del artículo determinado.
Don Hugo: No está todo perdido aún, don Víctor… Todavía nos queda la India…
Don Víctor: … ¡con sus mil trescientos millones de habitantes!
Don Víctor: Buen vino, afrutado y con ese regustito tan fresco a regaliz.
Don Hugo: ¿Cuánto cree usted que me ha costado?
Don Víctor: Hombre, don Hugo, a ojo de buen cubero… entre seis y diez euros.
Don Hugo: Agárrese usted, don Víctor: ¡Un euro sesenta!… ¡y con dos meses de barrica!
Don Víctor: ¡Atiza!… Cómo han mejorado los vinos españoles desde que éramos estudiantes…
Don Hugo: Por aquel entonces, se preguntaban los enólogos franceses cómo con nuestro clima y nuestra altitud media, conseguíamos hacer un vino tan malo…
Don Víctor: … hasta que nuestros bodegueros recurrieron a ellos y se importaron aquellos métodos modernos.
Don Hugo: Hoy en día no hay vino español malo.
Don Víctor: ¿Recuerda usted cuando al bueno de Dupré le convidamos a comer y le regamos aquel cocido con ese Borsao que no llegaba a dos euros? ¡El pobre creyó que le tomábamos el pelo!
Don Hugo: Fuera como fuera, observó con gran lucidez que la relación calidad-precio de nuestro vino no tenía parangón, si bien se mostró muy crítico con los nombres que se leen en tantas etiquetas…
Don Víctor: Llevaba más razón que un santo. Fíjese usted: Palomo cojo, Con un par, Malaostia, Malafollá, Cojón de gato, Teta de vaca, ¡Ostras Pedrín!, Machoman, El gordo bastardo, etc.
Don Hugo: Ésa es la versión grosera. Existe otra cursi: Tocat de l´ala, Habla del silencio, Habla la tierra, Cachito mío, Angelitos negros, Alto Cielo…
Don Víctor: ¡Igual que Vega-Sicilia, Marqués de Murrieta, Emilio Mora, Ramón Bilbao, Federico Paternina!
Don Hugo: ¿Y por qué entonces tantos nombres ridículos?
Don Víctor: En mi opinión, don Hugo, por dos motivos. El primero, la ausencia de tradición en estos nuevos productores; en segundo lugar, por su escasa formación, que los condena al mal gusto y a la arrogancia del parvenu…
Don Hugo: … amén de su espíritu inmaduro, todavía adolescentoide.
Don Víctor: Y además creerán que son los primeros a quienes se les ha ocurrido eso de épater lebourgeois y que inauguran la provocación mediática.
Don Hugo: Así es, don Víctor, cómo pretendo desmontar a Balzac, pero antes quiero conocer su opinión al respecto.
Don Víctor: Lleva usted razón, don Hugo: todos aquellos fisiognomistas y lombrosianos pecan de rigidez y venden como ciencia algo que es tan sólo pura fantasía pseudo-científica.
Don Hugo: No desarrollan el menor fundamento que demuestre la relación de causalidad entre el carácter y la conducta, por un lado, y los rasgos fenotípicos, por otro lado.
Don Víctor: Al final, lo único que hacen es literatura, muy poco atractiva por cierto.
Don Hugo: Ahí iba yo. Si quieren hacer literatura, que la hagan bien y no la destrocen. Mi nueva nomenclatura fisiognómica es manifiestamente poética. Pretende establecer una correspondencia metafórica entre los caracteres de sugestivos personajes literarios, por una parte, con la forma y disposición de los cuernos del toro bravo, por otra.
Don Víctor: ¡Atiza, don Hugo, esto no me lo esperaba!
Don Hugo: Permítame que extienda esta pantalla y enarbole el puntero, preparados al efecto.
Don Víctor: ¡Arrea!
Don Hugo: Mi sistema se basa en oposiciones duales… Comencemos: al brocho se opone el playero, esto es, al avieso felón, reconcentrado y calculador, se contrapone el inocente desprevenido, para el cual «tout est pour le mieux dans le meilleur des mondes».
Don Víctor: Ese último es el Cándido de Voltaire. En cuanto al primero… ¿quizás Yago?
Don Hugo: Los dos me valen… Prosigamos: al acapachado enfrentaremos el cornivuelto. El primero es abúlico, tardo, indeciso y de sangre gorda.
Don Víctor: Al otro se le ve alerta, nervioso y decidido.
Don Hugo: ¡Bravo, don Víctor! Lo está usted entendiendo a la perfección.
Don Víctor: Propongo a Luis XVI frente a Marat… ¿o no valen personajes históricos?
Don Hugo: Valen perfectamente en tanto que la literatura los hizo propios… Luego están el corniapretado y el corniabierto. Si el primero sorprende por su cornada repentina de toro bravucón y bien cobarde en el fondo, el segundo pide la lid franca en campo abierto.
Don Víctor: Vamos, que está pidiendo que se le cite de lejos, como al Cid.
Don Hugo: Muy bien; pues el otro, entonces, será Vellido Dolfos… Más: el cornicerrado frente al bizco.
Don Víctor: El primero es un avaro redomado tanto de bienes como de sentimientos, mientras que el segundo es un tarambana desengañado del que nunca sabe uno cómo va a embestir.
Don Hugo: Yo había pensado en Harpagón para el primero y en Guzmán de Alfarache para el segundo… Bien: los dos siguientes: el cubeto contrapuesto al cornipaso.
Don Víctor: El primero se me antoja imposibilitado para empitonar con efectividad y como condenado a la defensa perpetua, sin el mínimo atisbo de ataque. El segundo, en cambio, tan abierto, parece querer reclamarlo todo como si todo le debiera ser dado y, si no, lo toma él con impune insolencia.
Don Hugo: Análisis irreprochable en su profunda penetración psicológica. ¡Excelente, don Víctor! Como personajes propongo al Licenciado Vidriera para el primero; en cuanto al segundo, a Don Juan… Sólo nos quedan ya el tuerto frente al zurdo.
Don Víctor: El primero me resulta acomodaticio, oportunista y tránsfuga sin escrúpulos…
Don Hugo: Sí, me parece un toro difícil de matar… ¡Talleyrand!
Don Víctor: … mientras que al zurdo se le ve venir, sabe uno de qué pie cojea: un fanático, un Trotski.
Don Hugo: En cualquier caso, todos ellos serían rechazados por defectuosos en Las Ventas.
Don Víctor: ¿Dónde están esos Amadises, esos Lanzarotes, corniveletos, amén de poderosos, codiciosos, encastados y bravos?… que tampoco se prodigan en la feria de San Isidro.
Don Víctor: Entonces, don Hugo, ¿los tiene ya todos?
Don Hugo: Creo que sí, don Víctor. La primera condición es el primitivismo y la ausencia de técnica.
Don Víctor: Claro, no hay ninguno que los orille, de Gauguin para acá.
Don Hugo: La segunda, la arbitrariedad.
Don Víctor: ¿La de Duchamp convirtiendo en objeto artístico un urinario?
Don Hugo: ¡Clavado! La tercera es la humorada.
Don Víctor: Hamilton titulando aquel collage: «¿Qué es lo que hace que los hogares de hoy sean tan diferentes, tan atractivos?»
Don Hugo: La cuarta, el malestar en la civilización.
Don Víctor: Sigmund Freud, ¡ay, perdón!… Francis Bacon, que transforma en repugnantes hasta los cuadros de Velázquez.
Don Hugo: La quinta, lo escatológico.
Don Víctor: Los calzoncillos cagados de Dalí y la caca enlatada de Manzoni.
Don Hugo: La sexta, el feísmo.
Don Víctor: No sabría dónde escoger entre tanta abundancia. Pongamos alguna cosa de Grosz.
Don Hugo: La séptima, el onirismo.
Don Víctor: Entre los mejores, Chagall, Delvaux y de Chirico… el que usted prefiera.
Don Hugo: La octava, el izquierdismo.
Don Víctor: «Picasso es comunista, yo tampoco».
Don Hugo: El noveno, las drogas.
Don Víctor: Yo elegiría una de esas grandes composiciones pintadas por Pollock en el suelo.
Don Hugo: El décimo, el camelo.
Don Víctor: Aquí también es muy difícil decidirse… pongamos a Christo, que sirve para empaquetar monumentos, como un empleado temporal de El Corte Inglés en Navidades.
Don Hugo: Muy bien elegido, don Víctor, pero tenga en cuenta que estas diez condiciones se resumen en una que no pasa nunca aunque, por manida, debiera ser la primera en gastarse: la provocación.
Don Víctor: La performancista esta tan pelmaza: la Abramovic.
Don Hugo: ¡Vaya por Dios, podemos pasar!… Me temo que ni usted ni yo tengamos fiebre, don Víctor…
Don Víctor: Querrá decir usted más bien: ¡afortunadamente!… encima de que nos hemos olvidado las mascarillas, sólo faltaba que nos presentáramos con fiebre…
Don Hugo: Insisto, don Víctor: ¡Lástima que no tengamos calentura!… ¿No recuerda usted aquellos versos de Rilke en que la Dama Negra le pregunta al Paje: «¿Te sientes enfermo?»
Don Víctor: Sí, y éste le contesta: «Lo estuve a menudo cuando era niño. Recuerdo que me deleitaban mis fiebres: en ellas aprendí a interpretar las cosas antes de saber lo que eran»…. Es verdad, don Hugo: la fiebre, por interpretativa, es pura poesía.
Don Hugo: Iré más lejos: es también droga y onirismo por la distorsión espacio-temporal que imprime a la realidad. ¡Es fantasía que anima lo inanimado y nos produce visiones!
Don Víctor: Recuerdo también cómo los personajes tan atormentados de Dostoievski, tras una convulsión psíquica, suelen dar en fiebres muy altas.
Don Hugo: Clara somatización de un conflicto interno. Y, sin embargo, fíjese usted, don Víctor, en que, hasta donde yo alcanzo, Freud no se refiere a la fiebre, lo cual no deja de sorprenderme dadas sus concomitancias con el sueño.
Don Víctor: Hay otra fiebre, don Hugo, que es la que más ha hecho escribir: la amorosa. La amada de «El Cantar de los Cantares» está casi negra de tanta fiebre de amor como la requema por dentro… Por otra parte, como tal enfermedad la trata Ovidio.
Don Hugo: Es cierto. El poeta narigudo establece que la extinción de la pulsión erótica se verá indefectiblemente truncada si el sujeto receptor se aproxima antes de la finalización del proceso a la fuente estimular, con la funesta consecuencia de exacerbar esa conducta que se pretende eliminar.
Don Víctor: Sí, está claro: «Si te apresuras en volver antes de la completa curación, te sentirás más febril, más ardoroso y habrás agravado lo males que padeces».
Don Hugo: Es que no hay peor cosa que el refuerzo intermitente.
Don Víctor: No me ha contado todavía, don Hugo, qué quería decirnos usted con aquello de La Boétie, en pleno paseo por el Gran Canal, que tanto hizo reír a las señoras y a nosotros con ellas.
Don Hugo: Reconozco que pude mostrarme demasiado pedante, queriendo añadir algo a los esplendores que se nos ofrecían, con una rebuscada comparación entre Venecia y la Francia de provincias.
Don Víctor: «Y sé, con toda seguridad, que La Boétie, de haberse visto en trance de escoger, habría preferido nacer en Venecia antes que en Sarlat», escribe Montaigne.
Don Hugo: Sí, quien por cierto añade: «Y con razón». Lo que yo pretendía era hacerles reflexionar a ustedes sobre esa insobornable exigencia, ese desafío intelectual y moral que obliga a todo auténtico creador, y que no es otro que el de no contemporizar nunca ni con su tiempo ni con su patria. Montaigne recalca incluso que La Boétie tenía un espíritu moldeado por el patrón de otros siglos, ajenos a los suyos.
Don Víctor: Parecía un romántico este La Boétie, rechazando patria y época.
Don Hugo: ¡Cuánto no tomarían los románticos del Barroco!
Don Víctor: Quien más desesperadamente haya abrazado este impegno es, sin duda alguna, Pasolini. Afirma sin ambages que todo aquel poeta o novelista, o director de cine -todo lo que él era- que encuentre complicidad, connivencia o comprensión en su sociedad, no es un verdadero autor.
Don Hugo: Cierto: «Un autore non può che essere un estraneo in una terra ostile: egli abita la morte anziché la vita».
Don Víctor: ¡Lástima que no se lo dijera a las señoras, don Hugo!… ¿Por qué no se vienen Dolores y usted a cenar a casa mañana mismo?
Don Hugo: Cuente con ello, don Víctor. A las nueve en punto estamos ahí… Hemos de hablar también a este propósito de Cristo.
Don Víctor: ¡Ah, claro!… es por aquello que escribe San Juan, que «el profeta en su tierra no tiene honra».
Don Hugo: Para más inri, Cristo, ante sus paisanos, adivina cómo piensan mal de él por haber prodigado sus milagros en Cafarnaúm y no en su pueblo. Les recuerda además cómo Elías, en tiempos de hambre y viudas en Israel, fue enviado a remediar a Sidón y no a su patria, igual que Eliseo curó al leproso sirio Naamán cuando había tantos malatos en Israel.
Don Víctor: ¿Y no le parece que Pasolini es quien lleva con mayor rigor la imitación de Cristo, a pesar de su ateísmo declarado?
Don Hugo: Yo estoy seguro, don Víctor, de que Pasolini es más cristiano que usted y yo juntos. Claro está, que en su subconsciente.
Don Hugo: Empezaré mi alegato invocando la autoridad del Marqués de Sade.
Don Víctor: Me parece bien; puesto que es un autor ilustrado, sólo cabe esperar de él pensamientos responsables que propicien nuestro acuerdo.
Don Hugo: Cito: «El destino de la mujer es el de la perra o la loba; ha de pertenecer a todos cuantos la requieran» y «Una mujer no ha de tener otra ocupación, otro deseo, otra finalidad que la de ser jodida. Durante todo el día».
Don Víctor: Según eso el Estado habría de establecer «casas de vicio» obligatorias en que las mujeres tuvieran que entregarse a todo aquel que las solicitara. También, el amor habría de ser prohibidido por egoísta y artificial; y, por último, ser proclamada oficialmente la mujer inferior al hombre.
Don Hugo: Claro, tenga usted en cuenta que, como buen ilustrado, Sade busca la felicidad común.
Don Víctor: Obviamente, hemos llegado al verdadero origen y fundamentación de los argumentos a favor de la prostitución y una vez más las Luces nos han aclarado la cuestión: ni que decir tiene que los principios enunciados por el Divino Marqués son abominables y, por tanto, le propongo que acordemos abolir inmediatamente la prostitución como el más execrable de los delitos.
Don Hugo: ¿Y piensa usted, don Víctor, que esto mismo no se le ha ocurrido a nadie antes que a usted? ¿Por qué se cree que, durante siglos y milenios, distintos regímenes, serenísimos senados, soberanos y príncipes de la Iglesia, partidos políticos, se han transmitido indefectiblemente esa patata caliente sin llegar a resolver nunca el problema?
Don Víctor: Acaso porque nunca haya estado tan madura la sociedad como hoy en día, una vez que hemos asimilado unánimemente la igualdad entre los sexos.
Don Hugo: Todo eso está muy bien, don Víctor, pero nuestro momento lo hace precisamente más imposible que nunca porque ésta es la civilización más civilizada de la Historia y le recuerdo que la civilización echa sus fundamentos en la represión de la líbido, condenándonos a la infelicidad permanente. La sociedad y sus miembros enloquecerían si no hallaran una mínima válvula de escape a la represión de los instintos mediante los sueños, la imaginación y… ¡la prostitución!, única posibilidad para el desfogue de una necesidad perentoria por fisiológica y puramente animal.
Don Víctor: Sí, don Hugo, pero ¿no le parece que la caída de los rigores religiosos, la liberalización de las costumbres, la creciente, tolerada y alentada promiscuidad, la proliferación gratuita de la pornografía, vienen a aliviar esa carencia?
Don Hugo: Sí, al tiempo que la exacerba, don Víctor. Además, la prostitución ofrece el atractivo de la transgresión, del secreto y, sobre todo, la consecución y satisfacción inmediatas del deseo.
Don Víctor: Sin embargo, mal que le pese a quien se sienta infeliz, una abominación tan grande habrá de ser perseguida como un delito. También el que no tiene es infeliz y no por ello se permite el robo.
Don Hugo: Insisto, don Víctor, en que la pulsión sexual, por insoslayable, ha de ser regulada, garantizando en lo posible la seguridad y la libertad de la prostituta. Ya sabe usted además en qué acaban las leyes secas: en potenciar verdaderos imperios del crimen y en multiplicar aquello que se pretendía erradicar.
Don Víctor: Cada diez años, don Hugo, me saca usted el tema. Esta vez ha sido con el pretexto del lupanar de Pompeya. ¿Está seguro de que vamos bien por aquí?
Don Hugo: Se le va a usted el santo al cielo, mirando el Vesubio. ¿Es que no se ha fijado en las señales que hay en el pavimento?
Don Hugo: Desde luego, don Víctor, con su televisor se siente uno en una sala de cine. ¡Qué tamaño de imagen, qué definición y qué presencia de sonido!
Don Víctor: Sí, sí, se empeñaron los chicos en comprármela por mi cumpleaños. .. Yo que no la veía nunca… y aquí me tiene usted, don Hugo, más contento que si estuviera asistiendo otra vez a cómo gana Abebe Bikila el maratón en los Juegos Olímpicos de Tokio.
Don Hugo: Ah sí, que para esa ocasión llevó zapatillas; no lo ganó descalzo como en Roma… A esa chica rusa, Yelena Isinbayeva, tampoco hay quien la bata con la pértiga.
Don Víctor: Fíjese qué cerca la tenemos. Cómo le titilan las perlas del sudor en la frente. Me resulta, tras el esfuerzo, aún más bella…
Don Hugo: Ese jadeo bombeándole el pecho, esa hinchazón de las venas en los miembros tan fibrados, ese temblor en los músculos aun tensos, ese rostro demudado por la fatiga…
Don Víctor: Sí, sí, todo ello la enaltece y aún la adorna más.
Don Hugo: Antaño sólo la bailarina podía entregarse y ser admirada en su esfuerzo, siempre y cuando retuviera en su rostro una sonrisa de máscara.
Don Víctor: En cambio, en los hombres se reconocía cuánto los ennoblecían los rigores del combate.
Don Hugo: Me vienen a la mente aquellas líneas de «Las Sergas de Esplandián» en que se glosa y alaba precisamente esto que usted acaba de decir: «Quitando los yelmos de las cabezas, parecieron sus rostros hinchados, mancillados de aquellos grandes golpes que les habían dado, que no por feos eran juzgados, mas por tan hermosos como las piedras preciosas, considerando con qué esfuerzo, con qué valentía, y con cuán grande afrenta, y tan peligrosa de sus vidas, los habían recibido».
Don Víctor: Felizmente, nuestras compañeras lo son ahora también en esto, aparentemente contradictorio, de la belleza desemejada, que no es otra cosa que la expresión de lo humano en su feliz plenitud.
Don Hugo: Ya Bernini presintió a estas atletas capaces de ganar una carrera sin respeto a la femenina compostura: ahí tiene usted a la bella Dafne, más rápida que Apolo.
Don Víctor: ¡Y que en Madrid no quede ni uno como el Iruña! Con todos los que hubo… Don Hugo: Y la importancia que tuvieron en la vida de la ciudad. Todo pasaba por los cafés… Don Víctor: … las tertulias literarias… Don Hugo: … los toros… Don Víctor: … las broncas políticas… Don Hugo: … el cante… Don Víctor: … el cuplé… Don Hugo: El sky se llevó todas estas sillerías vienesas… Don Víctor: … y la formica de los sesenta, los veladores de mármol… Don Hugo: Igual que la achicoria, en la post-guerra, abolió el café. Don Víctor: Y no hemos acabado de recuperarnos. En casi todas partes, toman mejor café que en España… Don Hugo: … y además en locales preciosos que tienen casi dos siglos, lo mismo en Viena que en París, que en Roma, que en Venecia… Don Víctor: Aquí la piqueta se lo llevó todo por delante. Don Hugo: Pobrecito nuevo rico, qué bárbaro puedes llegar a ser… Don Víctor: … confundes lo antiguo con lo viejo y lo nuevo con lo bueno… Don Hugo: Cuántas veces, don Hugo, no habremos desechado cosas que estaban más cerca del futuro que nosotros mismos y que aquellas baratijas con que, deslumbrados, las suplantábamos. Don Víctor: ¿De dónde nos vendrá a los españoles esta furia iconoclasta, don Víctor? Don Hugo: ¿Es que acaso odiamos el pasado?, ¿y por qué? Don Víctor: Como la maldición de la mujer de Lot, que tiene prohibido mirar hacia atrás. Don Hugo: Con la salvedad de que nuestra Lot hispánica, si tira para adelante sin acordarse de nada, tropieza al primer paso y se rompe la crisma. marzo 2013