Tomás

Don Hugo: Lo que nos reíamos de chicos algunos compañeros de clase y yo con las intervenciones de santo Tomás en los Evangelios.

Don Víctor: ¡Atiza! ¿Cómo se atrevían?

Don Hugo: Era una comidilla interna que nos traíamos y que nos valió más de un castigo. Era aparecer santo Tomás en las lecturas de la clase de religión y no poder retener nuestras carcajadas.

Don Víctor: A ver, don Hugo, cuéntelo usted a toda la clase para que así los demás podamos reírnos también.

Don Hugo: Entiendo que a estas alturas no le haga a usted gracia lo del dedo en la llaga.

Don Víctor: Claro, pero me hago cargo de que eran ustedes lo suficientemente pequeños como para no haber tenido todavía noticias del empirismo.

Don Hugo: Nos divertía todavía más cómo se muestra tan fanfarrón animando a los otros apóstoles a acompañar al Maestro a morir con Él, camino de Jerusalén… para luego, unos versículos más lejos, puesto que los judíos le esperaban para apedrearle, oponerse a que se dirigieran allí de nuevo.

Don Víctor: Admito que tal inconsecuencia pueda ser motivo cómico.

Don Hugo: Pero el mayor castigo nos lo acarreó su réplica a Cristo cuando éste declara que los llevará a donde Él va a estar y que ellos saben el camino.

Don Víctor: ¿Y qué le contestó Tomás?

Don Hugo: Pues que si “no sabemos adónde vas, ¿cómo, pues, podemos saber el camino”?

Don Víctor: La verdad es que, visto desde los criterios teatrales de nuestro Siglo de Oro, cabe concebir una representación de la vida de Jesucristo en que Tomás ejerza de gracioso… pero, repítame usted su réplica, haga el favor.

Don Hugo: “No sabemos adónde vas, ¿cómo, pues, podemos saber el camino?”

Don Víctor: Ja, ja, ja…

Don Hugo: Don Víctor, repórtese usted, que nos están mirando. ¡Silencio, por favor!

De autor

Don Víctor: Que sí, don Hugo, que cambie usted de dentista, que no hay por medio un matrimonio “hasta que la muerte los separe”.

Don Hugo: Don Rodolfo es muy conservacionista…

Don Víctor: ¡A la antigua, claro!

Don Hugo: … antes que una extracción, se pasa años buscando paliativos y reparaciones, pero es muy fiable, honrado y, a la postre, eficaz.

Don Víctor: No lo pongo en duda, pero ¡pudiendo darse el lujo de tener una dentadura de autor!… vamos, que estoy deseando que me aparezca una caries para que me pongan los dientes al día… ¡toda la ristra!

Don Hugo: Originariamente sólo hubo autores en las bellas artes y la literatura.

Don Víctor: Sí, hasta que llegó la ropa de autor: ¡las modistas ascendidas a artistas de la alta costura!

Don Hugo: Hombre, yo creo que Balenciaga o Coco Chanel, por ejemplo, ejercieron una influencia muy positiva en la estética del mundo moderno y todos nos hicimos un poco más elegantes y pulcros.

Don Víctor: Es verdad, don Víctor, refinaron la sociedad occidental… pero es que luego vino el cine de autor, que nos resultó muy de agradecer.

Don Hugo: ¡Que vaya unas películas que estaban imponiendo las grandes productoras de Hollywood!…

Don Víctor: … aunque algunas starlettes no estaban nada mal, la verdad.

Don Hugo: Sí, pero a cambio el cine ocupó el lugar que le correspondía como arte que era, uno más.

Don Víctor: ¿Y qué me dice usted de la peluquería de autor, que vino a completar la obra de los grandes modistos?

Don Víctor: ¡“Estilistas” pasaron a llamarse! Qué quiere usted… en este punto empecé a encontrar la cosa demasiado pretenciosa.

Don Hugo: Bien es cierto que Inés Sastre estaba preciosa con su fantástico peinado en la reinauguración del Teatro Real…y luego llegaría la cocina de autor.

Don Víctor: También ahí creo que dieron algunos pasos más largos que la pierna. Se me antojaban filósofos teóricos de la estética y casi líderes religiosos.

Don Hugo: Aportaron mucha variedad, pero poco a poco se les ha ido desinflando el soufflé y se recupera una cocina con fundamento, aunque modernizada.

Don Víctor: Yo creo que mientras no nos hagan protestantes a todos, no van a poder quitárnosla.

Don Hugo: Ahora, hasta los tatuajes son de autor. Ya no se lleva el “amor de madre” del legionario ni el corazón taleguero.

Don Víctor: Por favor, deje de atormentarme, don Hugo… le ruego disculpe usted lo que le he dicho de las muelas y ¡siga usted con don Rodolfo!

El realismo y sus convenciones

Don Hugo: Mire usted, don Víctor, hay algo en las películas que siempre me ha exasperado y es que los hijos nunca se parezcan a los padres ni los hermanos entre sí. Es una incongruencia contra el verismo consustancial al cine.

Don Víctor: Si sólo fuera eso, don Hugo… Recuerdo que en la versión cinematográfica de “Mucho ruido y pocas nueces” de Kenneth Branagh, el rey de Aragón es negro. En el teatro, tratándose de un buen actor, lo habría aceptado perfectamente, pero en el cine se me atraganta.

Don Hugo: El cine está demasiado apegado a la piel de la realidad como para permitir semejantes suplantaciones.

Don Víctor: En cambio, el teatro impone otra distancia, con su perspectiva y su visión de conjunto.

Don Hugo: Como mucho, modernamente, mediante el juego de focos, reduce el campo óptico, pero nunca nos acerca al personaje.

Don Víctor: Claro, don Hugo, el rey de Aragón seguirá pareciendo negro, pero lo que cobra relevancia es la voz y el movimiento de su cuerpo entero. Ya no es un usurpador como lo era en la pantalla.

Don Hugo: Más convencional aún que el propio teatro es la ópera.

Don Víctor: ¡Que también es teatro, como nunca se cansó de recordarnos el maestro Alfredo Kraus!

Don Hugo: ¡Qué importa que la Norma, que trae de cabeza a los centuriones romanos, no sea una odalisca en toda regla con tal de que cante divinamente!

Don Víctor: Todo cuanto aquí hemos debatido se corresponde con el siglo XX, pero ya antes, en el XIX, se daba esta gradación de exigencias, estando en la base de la ficción la novela.

Don Hugo: La lectura es un acto privado y solitario en que cabía incluso lo sórdido. El teatro supuso ya un acto social donde todo el público se estaba viendo. Hay cosas que no se podían mostrar ni escuchar.

Don Víctor: El mejor ejemplo nos lo proporciona la metamorfosis de “La Dama de las Camelias”:  de novela a drama y de éste a ópera.

Don Hugo: Sí, en la ópera la estilización es todavía mayor e incluso la gran cortesana parece una conmovedora criatura angelical, víctima inocente de la sociedad.

Don Víctor: Claro, se ahorran peleas entre los amantes que sí se muestran en el drama y chocarrerías de la protagonista que, en la novela, avergüenzan a Armand.

Don Hugo: El cine ha venido a enlazar con la novela.

Don Víctor: No sé si era Mihura quien decía que “le habría prestado la novela “La dama de las Camelias” a una prostituta; habría visto el drama con Tono, Edgar Neville y Mingote; y habría llevado a su mujer y sus sobrinas a ver “La Traviata”.

Saciación

Don Víctor: Estuve pensando mucho en cuanto afirma Bandura a propósito de la saciación en el libro que me prestó usted…

Don Hugo: ¡Qué bonito! Saciación: modificación de una conducta indeseada por medio de la exposición masiva al estímulo, aversivo o excesivamente placentero, que desencadena la ansiedad o el excesivo deseo, y cuya relación causa-efecto quiere erradicarse. En definitiva, que en caso de que el estímulo sea atractivo, estragando, se rechaza lo que antes atraía tanto o incluso demasiado.

Don Víctor: … pero me pregunto yo, don Hugo, si era necesaria tanta experimentación, tantas sesudas páginas, amén de miles de dólares, cuando ya nuestro Cervantes en “Los habladores” lo expone teatralmente.

Don Hugo: ¡Qué gracioso! Aquel caballero que, para curar a su mujer de su incontenible verborrea, recurre a un charlatán que, hablando aún más que ella, conseguirá enmudecerla.

Don Víctor: sí, “enmudecer con hablar”…Por entonces también un dramaturgo inglés hizo decir al duque de Iliria, Orsino…

Don Hugo: ¡Pero si es Shakespeare!… “Si la música es el alimento del amor, seguid tocando, para empacharme yo de ella y que así, estragado, mi apetito enferme y a la postre muera”.

Don Víctor: Me pregunto yo, don Hugo, si no beberán todos en Ovidio, incluido su conductista Bandura. Escuche usted: “Sáciate hasta que te rebose la garganta. Goza de tu amiga sin tregua, sin obstáculo; que ocupe ella tus noches y tus días. Busca la hartura. También la saciedad es un medio de curarse. Aun cuando creas poder pasar sin tu amiga, insiste hasta que estés bien ahíto, hasta que la abundancia se lleve el amor y no quieras ya permanecer en ella”.

Don Hugo: Sí, hombre, eso es del “Arte de amar”, capítulo titulado “Busca el fin del amor en la hartura”.

Don Víctor: Aclarado… pero dígame usted, don Hugo, con lo bien que lo pasamos siempre comiendo juntos, ¿por qué demonios me ha traído usted esta vez a un japonés?

Don Hugo: Precisamente por eso, don Víctor: ¡para que no se me sacie usted!

Alegatos

Don Víctor: Para mí, don Hugo, la refutación más eficaz del antisemitismo, por su solidez argumental y la empatía que suscita, está en el alegato de Shylock…

Don Hugo: … “¿Es que acaso un judío no tiene ojos? ¿Es que acaso un judío no tiene manos, órganos, dimensiones, sentidos, afectos, pasiones… exactamente igual que un cristiano?”

Don Víctor: “Si nos punzáis, ¿no sangramos? Si nos hacéis cosquillas, ¿no reímos? Si nos envenenáis, ¿no morimos?”

Don Hugo: Otro semejante injustificablemente oprimido es la mujer, encarnada en la fierecilla Kate.

Don Víctor: ¡Cómo eleva su voz contra los matrimonios forzados en que la fémina “queda obligada a conceder su mano, a despecho de su corazón, a un loco grosero, malhumorado que, tras cortejarla a toda prisa, espere a desposarla cuando le plazca!”

Don Hugo: A pesar de tanto alegato, al final la fiera será domada y el judío, castigado.

Don Víctor: Sí, pero entre tanto han tenido ocasión de que todos escuchemos sus irrebatibles razones, amueblemos mejor nuestras cabezas, asentemos sobre más firmes cimientos nuestros juicios y seamos verdaderos ciudadanos.

Don Hugo: Es verdad, que defendamos fundadas opiniones, más que posturas sectarias.

Don Víctor: En aquel tiempo, ambos estaban condenados de antemano a la derrota.

Don Hugo: Sí, sí, pero que les quiten lo bailao

Don Hugo: … que ¡ahí queda eso!

Desvalimiento de la efímera

Don Hugo: ¡Vamos, don Víctor, que lleva usted media hora de pasmarote ante aquellas crestas!

Don Víctor: ¡Qué crestas, don Hugo! Allí arriba tenemos un sinclinal colgado… y eso que sólo vemos un borde labrado por la erosión a lo largo de cientos de miles de años.

Don Hugo: ¡Atiza!, pero ¿continúa más allá?

Don Víctor: Imagínese una teja boca arriba que se prolonga por la cuerda de esa montaña hacia el fondo.

Don Hugo: ¡Qué extravagancia de la Naturaleza! ¿Quién la puso allí?

Don Víctor: La erosión no fue capaz de acabar con lo que antiguamente era un valle orogénico, resultado de un sistema de plegamientos. Una masa ingente de materiales fue atacada y desalojada durante miles de años y lo que estuvo abajo queda ahora en resalto por la especial resistencia de sus materiales.

Don Hugo: ¡Bravo, don Víctor!… pero qué vértigo me está dando… Habla usted de una arquitectura y de un modelado de ¡millones de años!… ¿Y qué le importamos usted y yo, que nacimos ayer y vamos a morir pasado mañana, a ese escultor gigante que labra y modela según un arte caprichoso y sin ninguna prisa?

Don Víctor: ¡Bravo, don Alfred de Vigny!, ya que la mayor parte de su poesía está animada por ese sentimiento.

Don Hugo: En definitiva, la indiferencia de la Naturaleza, tan sublime, tan inabarcable, tan apabullante, tan infinita, tan poderosa, tan inclemente e ingobernable, al cabo, nos hace retroceder abrumados a la estrechez de nuestras guaridas… ¡al minúsculo y securizante claustro materno!

El Cielo en el Infierno

Don Víctor: ¡Qué distinto resulta venir a ver al María Guerrero “La reina muerta”, de Montherlant, que representarla en un campo de prisioneros, como aquellos franceses de la última guerra!

Don Hugo: Sí, esa obra, pero sobre todo su montaje, representó no sólo un lenitivo para aquellos vencidos, sino además una auténtica experiencia vital de entusiasmo y fe en medio de la triste derrota.

Don Víctor: También, en “Memorias de una casa muerta”, narra Dostoievski cómo en su cautiverio siberiano, los presos, tanto comunes como políticos, vivían con extraordinaria alegría la representación teatral anual, organizada e interpretada por ellos mismos. En gran medida se sentían redimidos.

Don Hugo: Pues en el manicomio que describe Peter Brook en “El espacio vacío”, los locos viven con el teatro una ilusión que los aleja momentáneamente de su oscuridad, brindándoles la alegría, la vitalidad y hasta la cordura. No es que sanen por ello, pero, mientras se despliega la ilusión escénica, olvidan su triste locura.

Don Víctor: No es curativo, pero sí analgésico.

Don Hugo: Y esto sí que no lo contemplaron los griegos, ¿verdad, don Víctor?

Don Víctor: Ciertamente, don Hugo, pero sí se cuidaron de edificar al ciudadano, espectador de aquellas tragedias y comedias, llegando a vivir como propias aquellas encrucijadas, dilemas morales y golpes del destino.

Don Hugo: Y así abandonaban las gradas transformados, al igual que estos pobres condenados de las prisiones, los campos de concentración y los frenopáticos.

Don Víctor: El ser humano es capaz de imprimir una intensificación a los procesos naturales, de acelerar la eficacia de las acciones, en definitiva de vivificarlo todo…

Don Hugo: Sí, de aunar en su vida mil vidas y en su experiencia otro tanto.

Don Víctor: Pare, pare, don Hugo, que me está subiendo la tensión y me voy a caer redondo sin poder ver la función…

Belleza y artificio

Don Hugo: Pero, don Víctor, me doy media vuelta y ya se ha metido usted en el cuadro sin esperarme… ¿Qué tiene Friedrich que no tengan todos estos otros pintores?

Don Víctor: La cualidad de mostrar la belleza de la Naturaleza realzándola con la presencia de lo humano.

Don Hugo: ¡Bien cierto, don Víctor, qué buen ejemplo! Y es que la Naturaleza, sin el hombre, es un escenario vacío, tal y como sugirió Dante.

Don Víctor: Creí, don Hugo, que iba usted a citar a Baudelaire…

Don Hugo: Ése luego. Vayamos por el principio: al igual que el hombre no es bello por naturaleza, la belleza sólo se encuentra en la Naturaleza por obra del artificio humano: “la natura umana che tanta belleza produce nella sua materia”.

Don Víctor: Qué razón tenía el novio de Laurita. Repare usted en lo que sería esa “inmensa llanura del mar” desnuda de la diadema que componen las naves, alineadas a diferentes distancias hasta el horizonte.

Don Hugo: Son adorno y a la vez expresión de su sublime infinitud… Y ahora sí que le toca a Baudelaire.

Don Víctor: Me precipitaba, don Hugo. ¡Qué bien sabe usted ponerlo en suerte!

Don Hugo: El cuerpo desnudo de la amiga no es nada si, al menos, no va ornado de una joya. Escuche: “La adorada estaba desnuda, y, conocedora de mi corazón, / Tan sólo conservaba sus sonoras joyas”

Don Víctor: ¿Vamos ahora a la sala siguiente donde está la Gran Odalisca de Ingres, con su turbante y su abanico?

Hamlet

Don Hugo: Dígame usted, don Víctor, ¿cómo imagina en lo físico a Hamlet?

Don Víctor: Como Lawrence Olivier, aunque me hubiera gustado mucho ver el de Vittorio Gassman. En todo caso, lo veo como un joven esbelto.

Don Hugo: Eso pensaba yo también, don Víctor… Mire que lo habré leído cincuenta veces y ha tenido que ser Víctor Hugo quien me lo descubra ayer por la tarde en el monumental prólogo que dedica a Shakespeare. Escuche: “fat and short of breath”. Así lo describe su madre durante el duelo con Laertes, que pondrá fin a su vida.

Don Víctor: ¡Atiza! O sea que era “regordete y corto de aliento”.

Don Hugo: El típico pícnico, don Víctor. A la tipología de Kretschmer le remito, ¡que lo confirma plenamente! Tendencia a la manía-depresión…

Don Víctor: ¡La melancolía de Hamlet!

Don Hugo: … sociable cuando no está deprimido…

Don Víctor: ¡Y tanto!, dicharachero con sus buenos amigos; sarcástico y hosco con Polonio y los espías del rey.

Don Hugo: … aficionado a las humanidades…

Don Víctor: Lee y compone poemas, es cierto… Entonces, yo, don Hugo, ¿cómo soy, según Kretschmer?

Don Hugo: ¡Leptosomático y esquizoide! De enfermar mentalmente, usted daría en la esquizofrenia.

 Don Víctor: ¡Me estaba temiendo algo parecido!… Pero entonces, don Hugo, para el baile del Círculo tendré que pasarle a usted mi disfraz de Hamlet.

Don Hugo: Sí y que lo acomode Dolores con la Singer.

Don Víctor: Vamos a ver, don Hugo, ¿no me verá usted a mí como Falstaff, verdad?

¡Muerte al teatro!

Don Víctor: ¿Usted cree, don Hugo, que llegarán a prohibir el teatro?

Don Hugo: Hombre, don Víctor, por algo se empieza… Repare usted en todos los ataques al teatro sacro por antonomasia, la tauromaquia.

Don Víctor:  Ah, claro, se refiere usted a cuanto piensa Peter Brook, que el teatro primigenio evoca a una divinidad, la invoca y la reclama para que se haga presente entre los fieles. El primer teatro es litúrgico y el actor es sacerdote oficiante. ¿No es eso el matador, no comulgan los espectadores en ese mándala que es la plaza?

Don Hugo: ¡Qué bien lo ha expresado usted, don Víctor! Y cómo pone sus barbas a remojar cuantos se suben a unas tablas para representar lo que se da en llamar teatro convencional.

Don Víctor: Mil ojos internáuticos los escrutan y mil oídos se aguzan para detectar el máximo eco de lo patriarcal, lo no sostenible, lo xenófobo, lo no inclusivo…

Don Hugo: Sí, ahora nos ocurre a todos lo que Rousseau en sus manifestaciones paranoides expresaba, que “el suelo tiene ojos y los muros oídos” y que estamos “rodeados de espías y vigilantes malintencionados”.

Don Víctor: “Que me den seis líneas escritas por la mano del hombre más honrado y hallaré en ellas algún motivo para ahorcarlo”

Don Hugo: Eso sería en tiempos de Richelieu, que ahora con seis palabras, basta.

Don Víctor: Pues mire, don Hugo, para mí que para explicar todo esto habrá que volver a nombrar a don Jean-Jacques. De él nos llegó la traición más inesperada: en una más de sus flagrantes contradicciones, arremete contra el teatro, como un talibán cualquiera, por perturbar el orden social y dar malas ideas al pueblo.

Don Hugo: Sí, sí, don Víctor, ¡el mismo que inventó el “Pacto Social”!

Don Víctor: Claro, don Hugo, no olvide usted su educación calvinista y lo mal que le tuvo que saber la crítica de d´Alembert de que los ginebrinos carecieran de teatro.

Don Hugo: En definitiva, don Víctor, quememos los teatros y de paso las bibliotecas… y que ¡viva Kim Jong Un!