O monjes o bohemios

Don Víctor: Al final van a gastarse lo que no está escrito y no nos van a hacer caso.

Don Hugo: Por lo menos el rey ya no va a estar todo el día con la mirada puesta en el reloj.

Don Víctor: Sí, pero le obligarán a tenerlo en cuenta, aunque sea con el rabillo del ojo.

Don Hugo: Desengáñese usted, don Víctor: el proceso civilizatorio no deja de ser un progresivo independizarse de la Naturaleza y eso afecta también al tiempo y su medición.

Don Víctor: En “Escenas de la vida bohemia”, Rodolfo arroja su reloj “¡porque da la hora!”

Don Hugo: Como Peter Fonda y Dennis Hopper en “Easy rider”. Inician su aventura aplastando sus relojes de muñeca con la rueda delantera de sus Harley.

Don Víctor: Unos y otros añoran aquel tiempo elástico y libre de las sociedades pre-industriales en que sólo había dos momentos precisos en el día: el amanecer y el ocaso. El mediodía era aproximado y, además, inexplicablemente, los días en invierno eran más cortos que las noches y viceversa en verano. El tiempo era una dimensión tan flexible que ni era dimensión ni era nada.

Don Hugo: Así era de apacible el ritmo de la vida campesina. Posiblemente los monjes fueran los pioneros del tiempo tasado. ¡Y mire usted la falta que les hacía, allí encerrados en su monasterio, alimentados por los labradores del contorno, sin otro objeto que orar!

Don Víctor: Sí, don Hugo, disciplina… arbitraria, como todas las disciplinas, pero necesaria si se quería cohesionar al grupo y sacar adelante un proyecto de civilización, aunque hubiera que interrumpir el sueño dos veces durante la noche para bajar a orar a la capilla.

Don Hugo: ¡Gamas de fastidiar! Qué más le daba eso a Dios… pero es que, de esta manera, se imponía ya una represión de una de las primeras necesidades, que es el sueño, precursora de las sucesivas represiones sobre las que asentar la cultura y, en última instancia, la sobre-represión capitalista que denunciara Marcuse.

Don Víctor: Se trataba de evitar el ocio y la libertad individual.

Don Hugo: Sí, estaban, inconscientemente, allanando el camino a la eficiencia y al rendimiento capitalistas.

Don Víctor: Fue el Renacimiento el que trajo el tiempo cronometrado, valga la redundancia. Y de ahí a ponerle precio…

Don Hugo: Surgen así los horarios laborales de la industria que, a partir de la iluminación con gas, se independizan de la astronomía. Hasta entonces, el trabajo era solar como en el campo y cesaba a la noche. Recuerdo la coplilla que cantaba nuestra tata: “Ya se ocultó el Sol / Se alegra el labriego / Y rabia el patrón”

Don Víctor: Tan eficientes nos hemos hecho que llegamos a ser los más exigentes patronos de nuestro tiempo libre. ¡Anda que no queremos meter mil y una actividades en los fines de semana ni nos ponemos tareas que cumplir cuando vamos de viaje de placer!

Don Hugo: Volviendo a la Puerta del Sol, yo creo, don Víctor, que nos equivocamos con nuestra propuesta, que lo que habría que haber pedido era la eliminación de la torreta, por paleta e inarmónica con el agradable palacio de Marquet.

Don Víctor: ¡Es verdad, don Hugo! El reloj podría donarse a Seseña y quedaría más propio… Mire que me da coraje que algo que, por ser tan pagano como el solsticio de invierno, debiéramos celebrar de forma espontánea y libérrima, nos tenga a todos a comulgar doce veces con uvas de Vinalopó a cada campanada, como si fuéramos monjes medievales…

Don Hugo: ¡Charlots de los “Tiempos modernos”!

Endocrinología

Don Hugo: Ya sé cuál es el poema que quiere usted mostrarme, don Víctor.

Don Víctor: No, no es eso. Quería enseñarle el prólogo… lo que decíamos el otro día… ¿es que en esos años no hubo un libro que no fuera prologado por don Prologorio?

Don Hugo: ¡El doctor Gregorio Marañón! Veo que también escribió el del poemario en extremeño “El miajón de los castúos”, de Eduardo Chamizo. ¡Podía con todo este hombre!

Don Víctor: ¡Qué bien escribían todos estos señores, pero qué atrevidos en sus juicios! Y como señalara mi hijo Santos…

Don Hugo: ¡Santitos es un sabio! ¡Mis cuñadas Herminia y Sagrario lo adoran!

Don Víctor:  Pues se atrevió a criticar algunas cosas del doctor Marañón desde el punto de vista endocrinológico y …

Don Hugo: Sí, recuerdo cómo mi hermano Luis contaba que, en una ocasión, fue una dama de alta alcurnia a visitar a Marañón para que   le curara una determinada dolencia. Don Gregorio le dijo que si lo que quería era presumir en su círculo de ser tratada por él, que ¡encantado!, pero que si buscaba realmente la sanación, que fuera a la consulta de otro médico.

Don Víctor: Me parece que la anécdota es apócrifa, pero esconde una gran verdad…. Escuche, don Hugo, que esto le va a gustar: a propósito de Enrique IV de Castilla, escribe Marañón que “se trataba, sin duda, de un displásico eunucoide con reacción acromegálica”.

Don Hugo: ¡Vaya un galimatías! Esto es mezclar churras con merinas. La acromegalia, por lo que yo sé, sólo en casos relativamente raros llega a asfixiar la hipófisis generando rasgos eunucoides. Por otra parte, ¿qué es eso de “reacción acromegaloide”? La reacción es respuesta a un estímulo, agresivo o no, y por tanto respecto a la acromegalia, sólo cabe hablar de características, signos o rasgos.

Don Víctor: Bien es cierto, don Hugo, que hasta los años cincuenta en que se miden las hormonas en sangre, la endocrinología se veía muy limitada y por tanto abocada a hipótesis lucubrativas. Es lo que me contaba Santos, pero se conoce que con aquella palabrería, se hechizaba a los auditorios.

Don Hugo: Me vienen ahora a la mente sus disquisiciones sobre don Juan donde tiraba más a lo freudiano y tachaba al personaje de querer enmascarar a los demás y, sobre todo ocultarse  a sí mismo, su latente homosexualidad.

Don Víctor: Claro, don Hugo, y que por ello, don Juan en absoluto representaba al español: fiel a una mujer, responsable paterfamilias, abnegado contrarreformista por imperativo hormonal… pero ¿quién se lo cree?

Don Hugo: En mi opinión, mucho más acertado se mostró otro médico de su misma generación, el doctor Juarros.

Don Víctor: ¡Ah sí, hombre, César Juarros!

Don Hugo: Pues Juarros se deja de explicaciones inconscientes y pone el dedo en la llaga, desplazando el foco de atención hacia el nivel de la conciencia y, por tanto, de lo social. ¿Por qué don Juan nos atrae tanto? Porque se atreve a hacer aquello que nosotros sólo pensamos: la proclamación de la libertad absoluta, arbitraria e irrespetuosa, la rebelión ante toda autoridad, moral y coercitiva, así como la búsqueda desesperada de la eterna juventud mediante la seducción permanente, variada, y constantemente renovada en una sucesión de primaveras.

Don Víctor: ¡No quiere sujetarse a nada!… También Santos se mostró, en nombre de la ciencia, irrespetuoso con el doctor Marañón y salió escaldado. Su tesis es la única de la que hemos sabido que no ganó el cum laude.

Ricos de aquí, ricos de allá

Don Víctor: ¡Ya lo tengo, don Hugo! Escuche: “¿Por qué no existen grandes y potentes instituciones de cultura con espíritu liberal en la zona libre exterior del Estado en donde han prosperado las de la Iglesia?…”

Don Hugo: ¡Y mire que no se habrán amontonado aquí fortunas portentosas ni encumbrado durante siglos grandes dinastías aristocráticas!

Don Víctor: Ya llego, ya llego, don Hugo: “… El rico con espíritu público, tipo al que Inglaterra y Norteamérica deben tantas instituciones sociales, es muy escaso en España”.

Don Hugo: Es, en prosa, cuanto afirma Manuel Machado en uno de sus poemas. ¡Con rima y todo! Mañana mismo se lo traigo, don Víctor.

Don Víctor: Lo más triste es que estas palabras de Madariaga…

Don Hugo: ¡Lo tenía en la punta de la lengua!

Don Víctor: … encuentran hoy en día eco, y con toda justicia, en cuanto afirma Marañón nieto: que en España es difícil ver una gran fortuna apoyando la cultura.

Don Hugo: Qué duda cabe que en nuestro entorno las cosas son de otro modo, mientras que en Francia e Inglaterra se muestran de forma distinta.

Don Víctor: Muy bien, don Hugo. ¡Me apunto a su propuesta de filisteísmo comparado! Comencemos por Francia: tampoco allá hay que agradecer una gran presencia de los particulares en el frente de la cultura, pero es que, desde el absolutismo borbónico, el Estado ha ocupado este espacio, pasando por alto revoluciones y cambios de régimen. Siempre ha sido allí el gran mecenas en detrimento de la Iglesia y los ricos.

Don Hugo: En cuanto a Inglaterra, los potentados han competido con la Monarquía en el desarrollo de grandes instituciones que servían a la sociedad fuera del amparo y del control del Estado.

Don Víctor: Sí, todo muy liberal, como corresponde al mundo anglo-sajón.

Don Hugo: La ausencia en Italia, hasta hace poco, de un Estado ha dado lugar a un curioso equilibrio entre el evergetismo de las oligarquías de las grandes familias que dirigían aquellas repúblicas y, por otro lado, la presencia de la Iglesia como benefactora social.

Don Víctor: En España fue ella quien tuvo el monopolio de esto y de todo lo demás, empezando por la formación de los alevines de la reducida clase dirigente y el adoctrinamiento en la resignación y en la gazmoña moralidad de los pobres.

Don Hugo: ¡Que le veo venir, don Víctor! ¡Venga! (cantando:) Si supieran los curas y frailes…

Don Víctor y don Hugo (cantando:) … La paliza que les van a dar, / Subirían al coro cantando: / ¡“Libertad, libertad, libertad”!

A la española

Don Víctor: Estaba yo en el salón leyendo a Gabriel Miró cuando oí a Julita riendo a carcajadas en la alcoba. Hablaba por teléfono y pensé que sería con Dolores, que le estaría contando nuestro proyecto de ese viaje agro-turístico por Hungría para rebatir a Liszt.

Don Hugo: Pero, don Víctor, no puede ser… ¡si todavía no me he atrevido a decirle nada al respecto!

Don Víctor: ¿Con quién cree usted que hablaba?… Pues con un funcionario de la Seguridad Social respecto a no sé qué papeles para el contrato de la señora que limpia en casa de la niña.

Don Hugo: Ah sí, de Celia.

Don Víctor: Es que no hay país como éste, don Hugo… ¿Imagina usted esta escena en la República Federal de Alemania, en los Países Bajos o en la Francia de Macron?

Don Hugo: No tenemos formas ni nadie sabe cuál es su sitio.

Don Víctor: Eso le dije yo a Julita, pero al punto me replicó que era un señor muy simpático que le resolvió todo a las mil maravillas y que ojalá siempre las gestiones burocráticas se solucionaran con tan buen humor.

Don Hugo: ¡Irrebatible! No conociendo las reglas de urbanidad, la confianza familiar y la cordialidad nos ahorran la dureza del trato impersonal y son un buen antídoto de la fastidiosa etiqueta clasista.

Don Víctor: ¿A que a usted, don Hugo, no le ha molestado nunca cuando el camarero, al despedirse, le da unas palmaditas en el hombro?…

Ombra mai fu

Don Hugo: Un poco más de discreción, don Víctor, que se le va a molestar Julita…

Don Víctor: Pero, don Hugo, si sólo me tomé un tiramisù, y, ¡qué diantre!, un día es un día, que hacía lo menos una semana que no cenábamos juntos.

Don Hugo: No es eso, don Víctor, me refiero a antes, a cuando de camino por la orilla del mar, nos topamos con aquellas gimnastas que brincaban sobre la arena. ¡No les quitaba usted los ojos de encima!… y conste que le alabo el gusto.

Don Víctor: No tenga usted cuidado, don Hugo, que ya me lo dijo luego Julita, muy divertida. Y más cuando le expliqué que no eran las piernas, sino las sombras las que me habían hipnotizado.

Don Hugo: ¡Atiza!

Don Víctor: Fue una revelación: dinámicas relampagueantes, un visto y no visto, alargándose hasta lo inverosímil y contrayéndose en una fracción de segundo, deformándose, desgonzándose, metamorfoseándose….

Don Hugo: Todo acción y velocidad, ¡un espejismo futurista!

Don Víctor: Sí, también un auténtico Giacometti: cuerpos de alambre, gestos reducidos a un calambre…

Don Hugo: Es cierto. ¡Lástima no tener a mano los relatos de Hoffmann aquí mismo! Esas sombras que son sombras de una sombra, que es, en definitiva, lo que somos nosotros mismos. Se disloca y culebrea nuestra sombra sobre el relieve y no deja señal de su paso ni de su fugitiva visita.

Don Víctor: Siempre jugando, siempre caprichosa, siempre mutándose proteica, retratándonos y disfrazándose monstruosa, burlándose siempre.

Don Hugo: ¿No danza el niño con las sombras y se divierte con ellas, seducido por su carácter mágico?

Don Víctor: Por eso no pude luego conciliar el sueño. Mi mente me llevó a aquellos abrigos levantinos que con tanto trabajo estuvimos recorriendo hace unos años con Dupré. No podía menos de pensar que aquellas siluetas y sus escenas hechiceras fueran suscitadas por la contemplación de sus propias sombras, entre traviesas e inquietantes. Responde aparentemente a mis movimientos, pero deformándolos con caprichosas aberraciones.

Don Hugo: Es, ni más ni menos, que la evidencia que sustenta al animismo… pero, dígame, ¿qué le dijo Julita a todo eso?

Don Víctor: Se rió y enseguida se durmió plácidamente, dejándome a mí sin pegar ojo.

Don Hugo: Déjeme que lo adivine, don Víctor. Sumergido como estaba usted en aquella oscuridad, ansiaba  la llegada del amanecer para echarse a la calle y comprobar que su sombra le esperaba para escoltarle de nuevo.

Héroes jóvenes

Don Víctor: Dígame, don Hugo: ¿por qué esos tres y no, por ejemplo, Perseo y Jasón?

Don Hugo: Teseo se enfrentó al Minotauro, un monstruo, y Jasón, para hacerse con el Vellocino de Oro, hubo de someter a un toro sobrenatural y vencer a un ejército de soldados sobrehumanos, monstruos también al fin y al cabo. En cambio, David, Tristán y el Cid afrentan auténticos seres de carne y hueso. Además lo hacen en buena lid y sin recurrir a magias, añagazas o ayudas de poderosas féminas enamoradas.

Don Víctor: Ya entiendo, son más reales y proporcionados a nuestra condición. Aquéllos son seres míticos, mientras que éstos son históricos y, sin embargo, combaten al peor de nuestros enemigos. ¡el propio hombre!

Don Hugo: ¡Y vaya unos hombretones! Para que los proclamaran gigantes, ¡cómo no tendían que ser!

Don Víctor: Sí, muy bien, don Hugo, pero ¿por qué ha elegido usted el David de Verrocchio y no, por ejemplo, los de Donatello, Miguel Ángel o Bernini?

Don Hugo: Para que lo vea usted mejor, don Víctor: los dos últimos son demasiado adultos y ya desarrollados; en cuanto al de Donatello, artísticamente irreprochable, carece del dramatismo del escogido, que se nos hace tan real y tan presente. Todavía tiene rostro de doncella, a lo Botticelli, pero su mirada es ya la de un hombre.

Don Víctor: ¡Buena elección, don Hugo!, aparte de que cualquier razón es buena para volver a Florencia… sin embargo, nuestro buen Cid no tuvo que medirse a ningún Goliat.

Don Hugo: Bien jovencito era cuando mató al papá de Jimena, hombre de pelo en pecho, curtido en mil batallas, a quien todos temían. Y, por otra parte, no estaba todavía recién armado caballero también, cuando dio muerte en duelo a ultranza al campeón de Aragón, don Martín Gonzales, un invencible “gigante en fuerças y proporción”.

Don Víctor: Bien, bien, la Historia así lo constata, pero a eso voy, a la Historia… ¿Qué viene a hacer aquí ese otro jovencito, Tristán del Loonís, cuando es pura literatura?

Don Hugo: Eso es lo mejor de todo, que la literatura ha suplantado y enmascarado hasta ahora la historicidad de aquel maravilloso muchacho que salvara a Cornualles del yugo irlandés en combate singular con otro gigante, el Morholt.

Don Víctor: Ah, ¿pero eso es histórico?

Don Hugo: Tengo una propuesta que hacerle, don Víctor, que no podrá rechazar. He recibido un correo de Dupré, que está en Tintagel, en el que me transcribe la inscripción de un menhir funerario que prueba la más querida de sus teorías: que Tristán no sería más que la francesización del príncipe celta Drustans. “Drustans Hic iacet Cunomori filius”

Don Víctor: No siga. ¡Vamos para allá! Avise usted a Dupré.

Caín y Abel

Don Hugo: La humanidad imagina a Dios rumiando su nostalgia de aquel Paraíso que con tanto cariño ajardinó en el Oriente.

Don Víctor: Y, sin embargo, bien sabía Él que, adornando con el libre albedrío a la última de sus criaturas, ésta levantaría el vuelo y abandonaría el nido protector. ¿No es cierto, don Hugo?

Don Hugo: Fue por demás honrado, sobreponiéndose a la pena cierta de que nos haríamos mayores. El primer conflicto de roles que registra la literatura, sacra en este caso, es precisamente éste: Dios se ve desgarrado entre la satisfacción de ver a sus polluelos salir adelante por sí mismos, pero, al mismo tiempo, le acongoja la deserción del hogar, que queda así tan triste y vacío.

Don Víctor: A fuer de buen padre, le duelen aún más las desgracias que, inevitablemente, esperan a sus hijos como seres mortales que son.

Don Hugo: No puede evitar su predilección por el vástago que elige la permanencia, o cuando menos, la proximidad con aquella naturaleza primigenia, frente al orgullo de aquel otro, más ingenioso y emprendedor.

Don Víctor: Este último es el primogénito Caín, agricultor que sienta las bases de la civilización, mientras que Abel, pastor y por tanto primitivo, representa el otro, a quien le cuesta más crecer.

Don Hugo: Claro, don Víctor, por algo prefiere Dios el sacrificio que le ofrece el ingenuo Abel a las primicias incruentas de CaÍn. Y es que la civilización se aleja más y más del Paraíso y, por ende, de Dios. De hecho, degollando a su hermano, está simbólicamente degollando a Dios. Se trata, sin duda, del asesinato del padre, que tan bien explicara Freud.

Don Víctor: Así lo entiende el Padre, quien transforma aquel deicidio vicario en uno auténtico, subiendo a su Hijo a la Cruz, pero manteniendo intacto su compromiso de libertad y abriendo la puerta a la Redención, que es la vuelta al Paraíso. No obstante, ¿lo hemos entendido bien para obrar en consecuencia?

Don Hugo: No será porque no nos lo hayan glosado y explicado. ¿Qué es sino el malestar de la civilización, la condena del hombre moderno a la infelicidad permanente? Es el surgimiento del Super-yo, esa presencia de Dios, ese ojo de la conciencia que nos persigue, como a Caín tras su crimen, hasta las profundidades de la tumba, y, paralelamente condena a la nostalgia, siempre insatisfecha, de la felicidad primitiva que nos brindara el Paraíso perdido.

Saludos

Don Víctor: Parece mentira, don Hugo, que nos toque ver otra vez el escarnio de la democracia, el fortalecimiento de los regímenes autoritarios y la expansión del espíritu inquisitorial.

Don Hugo: Como esto siga así, don Víctor, nos veo saludándonos los unos agarrándose el cuerno y los otros alargando la mano a ver si llueve.

Don Víctor: ¿Se acuerda usted de lo que respondió Maura hijo a la pregunta de cuándo pensaba volver a España del exilio?

Don Hugo: Sí, hombre: “cuando los españoles vuelvan a saludarse con el sombrero”.

Espacio-Tiempo

Don Hugo: Pero, don Víctor, según hablamos, no para usted de dar vueltas a mi alrededor cada vez más deprisa… ¿Qué tiene usted, hombre, si parece el segundero de un derviche?

Don Víctor: Perdone, don Hugo, no me había dado cuenta, pero ahora que menciona usted el segundero, le confieso que esta plática me está exacerbando una confusión que, ¡vamos!, que me tiene a punto de estallar…

Don Hugo: Es natural. En lo que se refiere al tiempo, está usted igual que yo: en la segunda fase de su conocimiento.

Don Víctor: Es verdad: cuando era niño, es que ni tenía noción del paso de las horas. No sabía en qué día vivía, si era por la mañana o por la tarde; no recordaba si ya habíamos comido o tocaba la merienda y siempre me sorprendía cuando me llevaban a acostar… pero ahora que percibo su carrera y la posibilidad de su fragmentación racional, que nos permite ser prácticos, sin embargo…

Don Hugo: … constantemente asoma la desazón: según el caso, se alarga o mengua irremediablemente, se distorsiona febrilmente, se agazapa angustiado, preñado de ominosos presagios, se detiene…

Don Víctor: Entonces, ¿quizás Freud llame a esto la “fase de la confusión”?

Don Hugo: ¡Pero qué Freud! Déjese usted de chanzas, don Víctor, y escuche: “Mientras yo era niño, hablaba como un niño, sentía como un niño, razonaba como un niño, pero cuando me hice hombre, dejé a un lado las cosas de niño. Ahora vemos como en un espejo, confusamente…”

Don Víctor: ¡Claro, hombre, San Pablo a los Corintios!… ¿cómo no había caído antes?, pero mire usted que con el espacio, no me ocurre lo mismo… y no me saque usted ahora a Kant y su “el espacio no es un concepto discursivo, sino una intuición pura“ porque lo mismo predica para el tiempo.

Don Hugo: Se ve que don Emmanuel Kant olvidaba los trompazos que de niño hubo de darse forzosamente con los muebles de su casa. ¡Toma intuición pura!

Don Víctor: Pero con qué dureza nos enseña el espacio quién es: a golpes cuando niños y, agotándonos con la distancia, de mayores.

Don Hugo: Tiene usted razón, don Víctor, qué distinto es el tiempo, escondido tan solapadamente, tan huidizo, tan deletéreo, prolongando nuestra angustia y robándonos los minutos de nuestro remedio. Dalí nos lo hace patente: el tiempo es blando, el espacio, duro.

Don Víctor: ¿Y no habrá manera de delimitar y controlar tan turbadoras e imprevisibles elasticidad e inconsistencia?

Don Hugo: Tendrá usted que seguir mirando el reloj a cada rato hasta que “veamos cara a cara” pues “ahora conozco todo imperfectamente; después conoceré como Dios me conoce a mí”.

Voci parallele

Don Víctor: ¡Qué cabezas tan operísticas las de don Miguel y don Benito!

Don Hugo: Para mí, un par de ejemplos los hermanan: el de Triste, en “O´Donnell”, y el del joven noble que se disfraza de arriero en el Quijote.

Don Víctor: ¡Es verdad, don Hugo!… en ambos casos, bajo una mala facha se abriga “una voz espléndida, de timbre sonoro, dulce, varonil”.

Don Hugo: Veo que el crítico musical es, en este caso, Galdós. Y lleva razón.

Don Víctor: Eso de atribuir a las voces determinadas cualidades morales, tan de los compositores de ópera, es lo mismo que encontramos en la fingida Condesa Trifaldi y su escudero Trifaldín de la Blanca Barba, a quienes traicionan sus voces “bastas y roncas”, amén de excesivamente “sonoras”.

Don Hugo: Vamos, como el “habla algo espantosa” de aquel capitán Sandoval, primo y mano derecha de Hernán Cortés.

Don Víctor: ¡Qué temor no inspirarían a los indios de meliflua voz aquellos recios acentos extremeños!

Don Hugo: Así lo cuenta Bernal Díaz del Castillo.

Don Víctor: ¡Otro melómano!

Don Hugo: ¿Y no le parece, don Víctor, que la voz de Prim, “un poquito parda, de timbre lleno, expresiva sin estridencia, como el dulce sonido del oro” se asemeja a la del ilustre hidalgo, “ronquilla, pero bien entonada”?

Don Víctor: Muy parecidas, si bien la de Prim tienda más hacia la de Piero Cappuccilli.

Don Hugo: Sí, y quizá la del hidalgo se arrime a la de Porrina de Badajoz.

Don Víctor (cantando:) Me obligas con malas mañas…

Don Hugo y don Víctor (cantando:) Con malas mañas me obligas ( Y aluego andas publicando / Que yo te hago de pasar fatigas.