
Don Víctor: El mayoral dice que va a tener que sacrificar el sesenta por ciento…
Don Hugo: ¡No me diga, don Víctor!… Y así, ¿todas las ganaderías bravas?
Don Víctor: Claro, don Hugo, hasta aquí llegan las consecuencias de la pandemia. Si no hay corridas, ¿para qué criar tantos toros?
Don Hugo: Va a pasar lo que leía el otro día en aquellos papeles de Azaña, cómo durante nuestra guerra el pueblo desatado acabó en unos días con la práctica totalidad de las reses bravas de Madrid.
Don Víctor: Quizás debido al hambre… Acuérdese usted de que sólo se comían las píldoras del doctor Negrín…
Don Hugo: ¡Quia! ¿A que no recuerda usted que llegara a su casa ningún rabo de toro? Se desperdició la mayor parte en una verdadera orgía de destrucción gratuita. Aquello fue matar por matar.
Don Víctor: Orillada toda autoridad, vuelve a surgir la bestia con sus hecatombes. Ya no prevalece la civilización…
Don Hugo: … con su principio de realidad, que se impone por encima del principio de placer.
Don Víctor: Entonces, cuando ceden esos diques, ¿volvemos a nuestra animalidad primitiva?
Don Hugo: Sin duda, don Víctor. Se acabó la previsión, la prudencia y el cálculo. Ya no hay mañana. Sólo la pasión presente: entregarse a una embriaguez salvaje de muerte y crueldad. Hay que saciar, como si fuera la última oportunidad, la necesidad insatisfecha…
Don Víctor: Cuánto debió de costar el paso de cazador a pastor: tener al lado de casa las presas potenciales y reprimir el instinto de matarlas y devorarlas hasta reventar.
Don Hugo: Una vez perdidos los respetos, se abre un abismo que nadie sabe cómo se colmará ni cuándo, ni a costa de qué…
Don Víctor: Me pone usted a temblar, don Hugo, visto lo que pasa ahora en nuestro país… que uno no puede olvidar aquellas barbaridades que el pueblo desenfrenado cometió cuando éramos unos críos.
Don Hugo: Obélix es un buen ejemplo de cuánto puede costar pasar por el aro cuando se ve en la obligación de pregonar su mercancía de jabalíes, en lugar de guardarlos todos para sí, movido por la necesidad de llenar de sestercios aquel caldero de marras.
Don Víctor: ¡Lo que se reían también mis chicos con aquel episodio! Se repetía en casa aquella frase en circunstancias parecidas.
Don Hugo: Por algo el buen galo gritaba muy bajito, ¡como para sí!: «Comprad, comprad deliciosos jabalíes»