La maldición de Rascar Capac

Don Hugo: Convengo en que todo esto es horroroso, pero, a pesar de la total ausencia de gusto, no deja de haber aquí respeto y decoro.

Don Víctor: A mí me desazonan esas criptas italianas llenas de momias con hábito franciscano y esos alucinantes osarios abigarrados hasta las bóvedas.

Don Hugo: Los frailes consintieron voluntariamente en esa exhibición de sus pobres despojos, sin querer guardarse nada de este mundo, pero ¿qué me dice usted, don Víctor, de cuando se profanan las tumbas, incluso invocando el interés de la Humanidad?…

Don Víctor: Aún me parece más comprensible que se haga para robar las joyas y ajuares…

Don Hugo: … Por eso no tuve empacho en soltarle al amigo Blanco Freijeiro que los arqueólogos estaban perpetrando auténticas canalladas exponiendo como monstruos de feria los cadáveres que los faraones se cuidaron de ocultar, sellar y proteger.

Don Víctor: Al menos los españoles se descubrían al paso de los cadáveres de los reyes incas que se trasladaban con motivo de algunas demoliciones.

Don Hugo: En cambio, don Víctor, cuando aquí, en el Arqueológico, se abrió la sala de las momias, dicen que se llenaba todos los domingos de niñeras con los críos.

Don Víctor: Las turbas invaden los palacios y violan cajones y armarios y se disfrazan con las galas de los ausentes. Nuestra época vende todos los secretos, intimidades, escándalos y corrupciones. Husmea en los cubos de basura, decripta los móviles, rastrea en las redes sociales, escruta con teleobjetivos, fabrica famosos y los acecha, persigue y arrincona…

Don Hugo: ¡Hasta que la maldición de Rascar Capac no se abata sobre nosotros cada día al caer la tarde y nos someta a convulsiones epilépticas!

Don Víctor: Recuerdo el miedo que esa gran viñeta, donde se agitan en sus camas de hospital  los arqueólogos del Tintín «Las siete bolas de cristal», inspiraba a mis hijos de pequeños.

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