Delfines

Don Hugo: Parece que Cristino Mallo hubiera querido esculpir aquellos versos de Lorca sobre el Camborio que «en la lucha daba saltos jabonados de delfín».
Don Víctor: ¿Cómo puede ser tan amigo del hombre habitando un medio distinto y no siendo domesticado?
Don Hugo: Por su humanidad y dulzura lo incorporaron a sus blasones los príncipes de Francia.
Don Víctor: Siempre nos acompañó desde que la civilización se asomó al Mediterráneo.
Don Hugo: ¡Qué emocionante encontrarlo en los salones cretenses, en las cerámicas áticas, en las monedas romanas…!
Don Víctor: Y acuérdese usted, don Hugo, de nuestra travesía a Sète… cómo estuvieron largo tiempo retozando en torno al barco hasta reanudar su viaje.
Don Hugo: Con qué nostalgia los mirábamos alejarse…
Don Víctor: Acudía a mi mente el caso de aquel Arión a quien tiraron por la borda los marineros…
Don Hugo: Claro, como que no podían soportar ya por más tiempo a aquel poetastro…
Don Víctor: … pero los delfines, apiadados, lo recogieron y depositaron en la costa.
Don Hugo: … a pesar de que, por el camino, Arión no cesó un punto de tañer la lira e improvisar nuevas odas. ¡Que vaya un aguante el de los pobres delfines!
Don Víctor: ¡Benditas criaturas aquietadoras de tempestades, heraldos de primavera, de bonanzas y de tranquilas singladuras!
Don Hugo: ¿Recuerda usted, don Víctor, cómo, hace unos años, se habló de una posible epidemia que los diezmaba?
Don Víctor: Dios, ¡los dioses todos!, hagan que no les ocurra nunca lo que al Camborio, que, a despecho de tan airosos saltos, «tuvo que sucumbir».

Deja un comentario