
Don Víctor: ¡Despierte, don Hugo, que anochece!
Don Hugo: ¡Ciento cincuenta y tres!… ¡Atiza!… ¿Me he quedado traspuesto?
Don Víctor: Lleva casi una hora durmiendo.
Don Hugo: Pero, hombre, don Víctor, ¡haberme despertado!
Don Víctor: Si no fuera porque, con toda esta humedad, empieza a entrarme frío, le habría dejado dormir más de buena gana… ¡Qué sensación de plenitud!… Desde luego, ha sido una buena idea dar este paseo en barca.
Don Hugo: ¡Qué luz crepuscular, qué rumor de las ondas, qué quietud en el desierto! Sólo podíamos vivir una experiencia así, aquí, en el lago Tiberíades.
Don Víctor: ¿Recuerda lo que soñaba usted? ¿Acaso tenía una de esas pesadillas de cálculos matemáticos?
Don Hugo: Pues la verdad, don Víctor, no recuerdo haber soñado, pero lo que sí sé es que regreso de un estado maravilloso de placidez casi preternatural.
Don Víctor: Ha exclamado usted: “¡Ciento cincuenta y tres!”
Don Hugo: ¿”Ciento cincuenta y tres”, dice?… ¡Ésa es la cifra!… Claro, ¿cómo no va a sentir usted un verdadero éxtasis? ¡Ciento cincuenta y tres!… ¡Enhorabuena, don Víctor!
Don Víctor: ¿Se encuentra usted en sus cabales, don Hugo? ¿De verdad está usted completamente despierto?
Don Hugo: Ciento cincuenta y tres es el número de peces que capturan los apóstoles en sus redes aquí mismo cuando se les apareció Cristo por última vez. Y ciento cincuenta y tres es el número de especies de peces establecido por la ciencia antigua.
Don Víctor: Ya lo entiendo, don Hugo: ciento cincuenta y tres es la totalidad, es la comunión de los santos, es la gloria de Dios.
Don Hugo: Pero, don Víctor, no llore usted, hombre…. Y seamos prácticos: en cuanto que aterricemos en Barajas, lo primero que vamos a hacer es comprar un décimo de lotería de Navidad que acabe en ciento cincuenta y tres….