
Don Víctor: Me inquieta tanto esa mirada aprensiva, ese gesto desazonado… no sé… ¿qué edad le parece a usted, don Hugo, que tendría Rembrandt cuando acabó ese autorretrato?
Don Hugo: Frisando los treinta, creo yo.
Don Víctor: ¿Será verdad entonces cuanto afirma Goethe de que después de esa edad “todo inocente o entusiasta se convierte en un bribón”?
Don Hugo: Esto me recuerda otra aseveración del bardo de Francfurt que cuadra muy bien al capricho de encajarse un casco: que en la guerra, si se es vencido, hay que acomodarse con la tropa.
Don Víctor: ¡Qué ánimo tan derrotado! ¡Qué fragilidad, cómo huyen los ideales! ¡Qué expresión medrosa, cuánto recelo! No confía ya en nada.
Don Hugo: Se ha hecho viejo, así, de pronto…. Pero, don Víctor, repare usted en el yelmo… para mí no hay duda. Se trata del precedente de aquel tan bien cincelado, ostentado esta vez por un viejo soldado, que Rembrandt pintará más tarde.
Don Víctor: Sí, y que Velázquez transfigura en su melancólico Marte.
Don Hugo: Ése sí que ha perdido toda esperanza y vive del recuerdo.
Don Víctor: Sólo un loco español como don Quijote o como Pizarro mantienen ese espíritu más allá de los cincuenta.
Don Hugo: Siempre jóvenes a la sombra de su cimera, con el estoque en la mano, y a despecho de la edad.