
Don Víctor: Merece la pena darse una vuelta a deshora por estas callejas del Madrid de los Austrias.
Don Hugo: Fíjese, don Víctor: qué mala espina me da aquel individuo que acecha en el portal.
Don Víctor: A esta distancia, se me antoja un embozado que esconde la daga bajo la capa.
Don Hugo: Alufra hacia dentro de la casa como el Tenorio en una de sus calaveradas.
Don Víctor: ¡Calavera!… Bien lo pudiera llamar así por más que Larra escriba que ese término no se halla en nuestros clásicos.
Don Hugo: Hombre, ya llamaron “calavera” a un muerto o al que podía darse por tal en alguna peligrosa circunstancia, pero Larra se refería, claro está, a la persona de vida airada, disoluta, cuyo comportamiento tan poco juicioso constituye un peligro para los demás y una amenaza constante para sí mismo.
Don Víctor: Ciertamente que se refería a eso, pero ¿cómo era aquello de Quevedo? ¡Ah, sí! “Sin sonar a dientes / Viejecilla ronca…
Don Hugo: Calavereaba /Las bellezas chonzas”.
Don Víctor: Creo, no obstante, don Hugo, que hay una cierta diferencia entre el calavera quevedesco y el de Larra: el primero, de baja extracción, se ve abocado irremediablemente a morir pronto y mal, mientras que el segundo parece disfrutar de una cierta posición social que le permite ejercer de gamberro y disiparse hasta que le llegue el momento de sentar cabeza.
Don Hugo: Sí, claro, pero… ¿adónde ha ido a parar el embozado ese? ¿A que se ha colado en la casa?
Don Víctor: ¡Sereno, sereno!