
Don Hugo: Yo cada vez le hago menos peticiones, más modestas y más cercanas. Otra cosa me parece tentar al Diablo.
Don Víctor: Hombre, don Hugo, no sea tan cicatero, a ver si va a pecar usted de orgullo y de autosuficiencia.
Don Hugo: Pero, don Víctor, ¡si yo me considero tan menesteroso como el que más! Es que no quiero agobiarle porque igual me equivoco en lo que deseo.
Don Víctor: ¡Quite, quite, don Hugo! Ya sé que no le va a pedir usted acertar el Euromillón ni que el Atleti gane la Champions… ¡hombre, reconozca que es usted razonablemente juicioso!
Don Hugo: Yo antes le solicitaba muchas cosas, sobre todo para los demás, pero ahora me da miedo…
Don Víctor: Claro, toma usted los avisos de Kraus al pie de la letra (cantando:) Parfois, j´ai peur de blasphémer!
Don Hugo: Desengáñese usted, don Víctor. No se trata de un pensamiento de Goethe, sino de nuestro entrañable Víctor Hugo, origen mágico e inconsciente de nuestra amistad.
Don Víctor: No creía yo que Víctor Hugo pudiera inducir semejante temor de Dios, él que lamentaba que su querida España perdiera tanta vitalidad entregando legiones de jóvenes a la vida contemplativa del claustro, por aquella causa.
Don Hugo: Siéntese , don Víctor, y escuche esta frase: “Si el alma alemana tuviera tanta densidad como extensión, es decir tanta voluntad como facultades, podría, en un momento dado, engrandecer y salvar al género humano. Pero tal como es, es sublime”.
Don Víctor: ¿Víctor Hugo?
Don Hugo: ¡Víctor Hugo!… Años más tarde Alemania culminó su unificación, dejando de momento fuera a Austria. Adquirió una única voluntad que alentaba a todos los Länder.
Don Víctor: ¡Calle, calle! Ya sé todo lo que ha venido después y quién sabe si no nos espera todavía algo más de esta bella tierra de viejas montañas, caudalosos ríos, umbrosos bosques, airosos castillos y románticos trovadores.
Don Hugo: ¡Ay, Bismarck, contigo Alemania dejó de ser sublime! ¿Por qué prestaste oídos a Satanás dejándote halagar por los poetas románticos franceses?