
Don Víctor: Es de lo más interesante. Dice que la última elegancia radica en una fuerza guerrera y que se trata de una auténtica batalla.
Don Hugo: Tiene toda la razón, los primeros ballets de las cortes italianas del Renacimiento son más movimientos de orden cerrado, como los de la milicia, que lo que nosotros hemos conocido como ballet.
Don Víctor: Sí, primaba lo colectivo, lo estático, los cruces y alineaciones, y todo ello con los pies bien plantados en el suelo…
Don Hugo: … mientras que en el ballet clásico destaca el solista, el salto, el vuelo incluso, que prolongan las manos del porta, la ingravidez…
Don Víctor: … en definitiva, el movimiento como espiritualización. Por momentos, se nos hace visible el ánima trascendiendo al cuerpo.
Don Hugo: Esa desmaterialización la trajeron las grandes bailarinas del Romanticismo… una de las cosas buenas que nos regalaron aquellos primeros melenudos, don Víctor.
Don Víctor: Claro, don Hugo, allí estaba el individualismo romántico rompiendo cohesiones y desbaratando solideces… ¿qué son, si no, las puntas?… Bien claro lo deja de nuevo Marie-Agnès Gillot, que por algo gusta tanto a nuestras señoras: “Sobre las puntas se ve desde más arriba y desde más arriba hay más belleza”.
Don Hugo: En el ballet contemporáneo, sin embargo, no hay puntas sino una regresión primitivista hacia la materia, una exasperada agonía, una absorción por parte de lo telúrico, un auténtico potro de tortura.
Don Víctor: ¡Como en los esclavos de Miguel Ángel!
Don Hugo: En cambio, el ballet clásico es Giambologna.
Don Víctor: No deja de sorprender cómo una disciplina artística, la escultura en este caso, llega a profetizar las metas de otra al cabo de unos siglos.
Don Hugo: Pienso en el tártaro Nuréyev, cómo, predispuesto por nacimiento a la bárbara danza guerrera, pero herido por el arco de Giambologna, acabó encarnando a su Mercurio.