
Don Víctor: Y al final no hemos visto el tesoro de los Quimbaya…
Don Hugo: Quite, quite, eso está siempre lleno de niños…
Don Víctor: Ya, pero alguna vez tendremos que echarle un vistazo antes de que Iceta se lo devuelva a la República Colombiana.
Don Hugo: ¿Qué es eso comparado con el misterio de los chamanes?
Don Víctor: Hombre, don Hugo, la vitrina ante la que me ha tenido usted todo el rato me ha parecido un poco pobre.
Don Hugo: Es que una cosa es lo visualmente aparatoso y áulico, y otra el puente psíquico hacia lo preternatural que encierran tan modestos instrumentos.
Don Víctor: Ya entiendo, don Hugo, se refiere usted a algo así como la distancia que va desde un hueso perforado al encantamiento obrado por la música que de él brota.
Don Hugo: La música, por un lado, hace sensibles las fuerzas telúricas que gobiernan el mundo, resucitando a los muertos y, por otro, convoca a las divinidades invocando su protección.
Don Víctor: Claro, de ahí el poder terapéutico de la música que conjura la maldición y nos devuelve la plenitud y la salud.
Don Hugo: ¿Recuerda usted, don Víctor, aquella película mongola que tanto emocionó a las señoras?
Don Víctor: Sí, claro, “La historia del camello que llora”: aquel camellito rechazado por su madre que le niega la teta.
Don Hugo: Sólo la música que tañe el chamán en su antiquísimo instrumento actúa a la manera del algebrista recolocando el hueso fracturado.
Don Víctor: Se ha recompuesto la armonía dislocada y la madre acepta ahora al retoño.
Don Hugo: ¡Es la armonía cósmica lo que trae la música, la que nos cura, la que nos devuelve el Edén!
Don Víctor: Sí, ésa que conociera Colón cuando halló aquellas playas vírgenes y la que persiguiera Gauguin en el Pacífico, hurtándonos en sus paisajes toda construcción colonial.
Don Hugo: Gauguin actúa también como un chamán que, aunque no pueda sanarnos del todo, nos aplica un lenitivo que alivie nuestro exilio.
Don Víctor: ¡Me acaba usted de revelar por qué nos gusta tanto Gauguin a doña Tita Cervera y a mí!