El Ser Supremo

Don Víctor: Aquí lo dice bien claro, don Hugo: “El pueblo francés reconoce al Ser Supremo y la inmortalidad del alma”. ¡Y esto era la Revolución Francesa, la puerta de entrada en nuestra flamante Edad Contemporánea!

Don Hugo: ¡Cómo se ve que Robespierre leía mucho a Rousseau y muy poco a Montaigne!

Don Víctor: Lleva usted razón… con lo gracioso que es aquello de que las mujeres, con tal de mostrarse seductoramente bellas, dejan de sentir el frío para lucir generosos escotes.

Don Hugo: Claro, claro, don Víctor, eso Robespierre, que era muy decente, lo hubiera prohibido también… pero a lo que iba es a que sin duda el Incorruptible se asimiló las tesis del vicario saboyano.

Don Víctor: ¡Ah, claro, cuando Rousseau llevó al extremo su calvinismo ginebrino, presentando una divinidad fría, lejana, intangible, abstracta y casi casi inexistente!

Don Hugo: A eso me refería cuando le decía que no había leído a Montaigne, siempre tan razonable y que tanto sabía de la intolerancia y la crueldad de que es capaz el hombre. En una crítica velada al protestantismo iconoclasta, Montaigne censura el intento de Numa Pompilio por establecer la religión pitagórica en Roma: “religión puramente mental, sin mezcla material”.

Don Víctor: Claro, por eso le parecía absolutamente erróneo el tal planteamiento: el ser humano no puede vagar en un infinito de pensamientos informes. Necesita una religión con divinidades que pueda imaginar a su imagen y semejanza.

Don Hugo: Lo que no me acabo de explicar es que no haya en todo Clermont-Ferrand nadie que se haya tomado la molestia de quitar esa inscripción revolucionaria.

Don Víctor: Será que la Virgen María tampoco es refractaria…

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