
Don Víctor: De toda esta antología norteamericana de cuentos europeos, entonces ¿cuál es el que más le ha interesado, don Hugo?
Don Hugo: No sé si será el más interesante, pero a mí me ha llamado especialmente la atención ése de Michel Tournier.
Don Víctor: ¡Ah sí, “El enano rojo”!
Don Hugo: Efectivamente. Fíjese usted, don Víctor, en esa estatuilla colorada que tengo encima de la cómoda, junto a la planta.
Don Víctor: ¿Se trata del dios Bes, verdad, o de algún amuleto parecido?
Don Hugo: Sí, efectivamente, se trata de una versión fenicia de la divinidad egipcia Bes. La compró Dolores en el Museo Arqueológico de Ibiza. Mire que había allí reproducciones bonitas, por ejemplo la bella Tanit, pues ¡nada! que hubo que adquirir el enano ese tan feo.
Don Víctor: Nunca lo había visto. ¿Lo ha colocado usted en lugar tan preeminente por culpa de Tournier?
Don Hugo: Sin duda, don Víctor. Según aquel abogado enano acondroplásico sale del cuarto de baño enfundado en el albornoz rojo de su clienta…
Don Víctor: ¡Vaya chispazo sexual que suscita en ella!… ¡una mujer tan elegante!
Don Hugo: Veo que usted también lo recuerda… cómo la dama se entrega fascinada a aquella miniatura de hombre que, por contraste, se muestra tan generosamente dotado de una virilidad cósmica.
Don Víctor: Claro, claro, hasta el punto de que también él cobra tal confianza en su fuerza genésica que se transforma en un verdadero Hércules, abandonado sus pleitos por unas espectaculares exhibiciones de fuerza y agilidad desplegadas en las pistas de circo… ¿Leería acaso Tournier el cuento aquel de Amado Nervo en que Leonel, “enano tremendo, de anchas espaldas y músculos de acero” se fuga con la condesita encerrada en la torre por su despiadado padre.
Don Hugo: ¿Quién sabe? Eso de las influencias, pocos autores lo desvelan para pasar por originales… pero volvamos a mis impresiones: llegó un momento en que tuve que arrojar el libro al suelo. Dolores no estaba en casa y no podía decirme dónde había ido a parar la dichosa figurilla. Revolví cajones como si fuera un cambrioleur parisino hasta que di con ella entre los juguetes de los niños.
Don Víctor: Si acabó usted por encontrarla fue porque el propio Bes lo imantó desde su escondite.
Don Hugo: Sin duda alguna. Volví entonces a la lectura. ¿Se puede usted creer, don Víctor, que a medida que iba avanzando en el relato, con el rabillo del ojo percibía cómo aquel monstruito iba creciendo hasta adquirir dimensiones titánicas? Cernía su carota sobre mí desde más arriba de la lámpara.
Don Víctor: Yo no dejo de mirarla y percibo como un cierto magnetismo que me está desasosegando.
Don Hugo: Quien dice Bes, dice inconsciente. Por más que queramos sepultarlo, es como el agua que, por capilaridad, asciende y anega todo nuestro ser.
Don Víctor: Claro, don Hugo, es lo que dice Mauro, el albañil, que el agua tiene punta: en todas partes entra.
Don Hugo: Indudablemente, don Víctor, están Zeus, Apolo, Atenea, Mercurio…
Don Víctor: Ra, Isis, Anubis, Osiris…
Don Hugo: Sí, pero a fin de cuentas, lo más oscuro, que es el sexo, más antiguo que la memoria, acaba por imponerse y violentar el curso de nuestra existencia.