
Don Hugo: La humanidad imagina a Dios rumiando su nostalgia de aquel Paraíso que con tanto cariño ajardinó en el Oriente.
Don Víctor: Y, sin embargo, bien sabía Él que, adornando con el libre albedrío a la última de sus criaturas, ésta levantaría el vuelo y abandonaría el nido protector. ¿No es cierto, don Hugo?
Don Hugo: Fue por demás honrado, sobreponiéndose a la pena cierta de que nos haríamos mayores. El primer conflicto de roles que registra la literatura, sacra en este caso, es precisamente éste: Dios se ve desgarrado entre la satisfacción de ver a sus polluelos salir adelante por sí mismos, pero, al mismo tiempo, le acongoja la deserción del hogar, que queda así tan triste y vacío.
Don Víctor: A fuer de buen padre, le duelen aún más las desgracias que, inevitablemente, esperan a sus hijos como seres mortales que son.
Don Hugo: No puede evitar su predilección por el vástago que elige la permanencia, o cuando menos, la proximidad con aquella naturaleza primigenia, frente al orgullo de aquel otro, más ingenioso y emprendedor.
Don Víctor: Este último es el primogénito Caín, agricultor que sienta las bases de la civilización, mientras que Abel, pastor y por tanto primitivo, representa el otro, a quien le cuesta más crecer.
Don Hugo: Claro, don Víctor, por algo prefiere Dios el sacrificio que le ofrece el ingenuo Abel a las primicias incruentas de CaÍn. Y es que la civilización se aleja más y más del Paraíso y, por ende, de Dios. De hecho, degollando a su hermano, está simbólicamente degollando a Dios. Se trata, sin duda, del asesinato del padre, que tan bien explicara Freud.
Don Víctor: Así lo entiende el Padre, quien transforma aquel deicidio vicario en uno auténtico, subiendo a su Hijo a la Cruz, pero manteniendo intacto su compromiso de libertad y abriendo la puerta a la Redención, que es la vuelta al Paraíso. No obstante, ¿lo hemos entendido bien para obrar en consecuencia?
Don Hugo: No será porque no nos lo hayan glosado y explicado. ¿Qué es sino el malestar de la civilización, la condena del hombre moderno a la infelicidad permanente? Es el surgimiento del Super-yo, esa presencia de Dios, ese ojo de la conciencia que nos persigue, como a Caín tras su crimen, hasta las profundidades de la tumba, y, paralelamente condena a la nostalgia, siempre insatisfecha, de la felicidad primitiva que nos brindara el Paraíso perdido.