
Don Hugo: Pero, ¿podrían ser las dos, alegorías de un mismo país?
Don Víctor: Byron, don Hugo, no tiene duda: no existen en Inglaterra pies femeninos tan menudos, tan gráciles, tan expresivos, ni de tan fina hechura, como los de las gaditanas. ¡Vamos, que no piensa volver nunca más a Inglaterra!
Don Hugo: Hombre, claro, don Víctor, él comparaba los pies grandes, torpes, huesudos y anodinos de las muchachas que frecuentaba en los salones de su país, con los de las bailarinas que contempló en España.
Don Víctor: Membrudas, hirsutas, desaseadas, de anchas narices aplastadas, aparentemente sin cuello, tales son las zafias serranas de nuestro buen Arcipreste.
Don Hugo: ¿Cuál de ellas es España?
Don Víctor: Acaso las dos se den la mano como hermanas, Caín y Abel en femenino. Somos un país de extremos.
Don Hugo: Nuestro territorio presenta una faz cosida a cordilleras como chirlos espantosos, altas planicies desoladas, pero también amenos vergeles agazapados en el fondo de algunos valles o apretados a los pies de serranías costeras, donde también se abren amables ensenadas.
Don Víctor: Casi todo el país sufre los extremos de un clima rudo e inhóspito por sus rigores invernales y sus asfixiantes estíos que acentúan la irregularidad y escasez de sus precipitaciones. Sólo las estrechas franjas bajas del Levante y del Sur gozan de inviernos templados.
Don Hugo: A la precaria subsistencia de la economía mesetaria y montuna se opuso siempre el auge de las ciudades que, desde antiguo, contornean la Península por el Este y el Sur, comunicando con las grandes civilizaciones del Mediterráneo.
Don Víctor: ¿Recuerda usted lo pesado que se ponía aquel catedrático charro, amigo de Isidro Cuenca, con aquello de que ya desde la más remota antigüedad la fama de las bailarinas de Gades llegaba incluso hasta la Cólquide?
Don Hugo: ¡Cómo comparar el baile flamenco, un producto de civilización tan primoroso y estilizado, con el primitivo alarde guerrero de la jota!
Don Víctor: Aplíquese entonces el cuento también, en lo que toca al medio de vida, entre la bailarina profesionalizada desde hace milenios y las danzas festivas de las aldeanas.
Don Hugo: La serrana ha de hacer frente al frío, al lobo, a la aspereza del relieve y a la amenaza bestial de los mozos. Su cuerpo, necesariamente, ha de ser rudo y constreñido.
Don Víctor: ¡Qué distinto el de la bailarina que goza de la dulzura de unos cielos risueños y de la refrescante sombra de las almunias! Desconoce las cuestas y los riscos. Se alimenta de los tempranos del huerto y de las recetas perfumadas con las especias que le llegan del Oriente. Se viste con las sedas que apenas velan su luminoso cuerpo gozosamente florecido.
Don Hugo: ¡Y que se celebra en la cimbreante primavera de su baile!