Dios cómplice

Don Víctor: Lo que más lamento de todo, don Hugo, es que el pobre Dupré no llegara a tiempo de ver publicado su ensayo sobre la complicidad y protección divina de ciertos amores adúlteros en la literatura medieval.

Don Hugo: ¡Qué bien se las ingeniaban aquellos abogados de la fin´amor para torcer las prescripciones de la Santa Madre Iglesia!

Don Víctor: ¿Cómo era aquello de unos amantes que concertaron su primera cita en el transcurso de veinte comuniones?

Don Hugo: El monaguillo, que se había prendado de la malmaridada Flamenca, le musitaba tan sólo dos sílabas cada vez que le presentaba el salterio para que lo besara, cuando ahora nos damos la paz. A cada misa el mensaje se iba completando con las respuestas alentadoras que intercalaba la muchacha.

Don Víctor: Así que al cabo de aquel interminable telegrama, pudieron finalmente envolverse el uno en el otro al abrigo de los baños.

Don Hugo: ¡Y no fue Dios para fulminarlos en uno de aquellos sacrílegos secreteos!

Don Víctor: Claro, don Hugo, es que es infinitamente misericordioso y ve más allá de las hipócritas convenciones sociales.

Don Hugo: Concedo que en aquel caso se contentó con abstenerse, pero ¿se acuerda usted, don Víctor, de aquello que nos hizo ensayar el bueno de Dupré a partir del “Tristán e Iseo” de Béroul?

Don Víctor: Claro, don Hugo, la ordalía en el páramo de la Blanche Lande. Pienso a menudo en ello y me encantaría que fuéramos de excursión por allí.

Don Hugo: No sólo ante su esposo, el rey Marc, y su corte, sino también ante el mismo Arturo y sus caballeros de la Tabla Redonda, Iseo ha de jurar que jamás fue infiel. Empuña un hierro al rojo vivo y lo transporta avanzando nueve pasos. Al soltarlo, la palma de su mano se halla tan sana como al principio.

Don Víctor: Pero, ¿cuál era la fórmula del juramento?

Don Hugo: Lo que nos hizo cantar Dupré en el Instituto Francés y es que la taimada Iseo previene a Tristán para que, disfrazado de leproso, se llegue hasta el vado que ella había de franquear. Para no ensuciar su vestido, conmina a ese gafo a que la pase a caballito a la otra orilla.

Don Víctor: ¡Ah, claro, así pudo decir que nunca hombre alguno había estado entre sus piernas, salvo su esposo y, claro está, ese pobre malato!

Don Hugo: ¡No sabía nada la tía!… ¡Lo que no aprenderían los jesuitas, que eran tan leídos, de estas medias verdades de Béroul! Deberían beatificarlo como precursor de la reserva mental.

Don Hugo: Es cierto que ahí Dios fue cómplice activo, puesto que obró el milagro que exculpaba a la adúltera.

Don Hugo (cantando:) Qu´entre mes cuises n´entra home,

Don Víctor y don Hugo (cantando:) Fors le ladre qui fist sorsome

                                                                Et li rois Marc mes esposez.

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