Montes

Don Hugo: Ya hemos llegado al pie, don Víctor. Ahora empieza el bosque.

Don Víctor: Dígame usted, don Hugo, ¿no se ha sentido usted observado desde arriba siempre que se encuentra en las inmediaciones de un monte?

Don Hugo: Eso lo debió de sentir el hombre desde que empezara a cobrar conciencia del mundo.

Don Víctor: Claro, fíjese usted en cómo ya los caldeos, que vivían en la llanura de Mesopotamia, sentían la necesidad de elevar zigurats, en definitiva montañas artificiales.

Don Hugo: Claro, había que improvisar un asiento a los dioses.

Don Víctor: ¿De quién, sino de ellos, recibían los reyes los mandatos divinos? También Moisés tuvo que subir a la montaña por sus Mandamientos.

Don Hugo: Claro, si es que las romerías no son sino la cristianización de aquellos ritos y ofrendas paganos. Hay que peregrinar al monte -aunque éste no se llame Ararat, ni Sinaí, ni Tabor-, y el festejo tiene lugar en torno a la ermita, que no dentro.

Don Víctor: Hombre, claro, no nos vamos a colar en la morada divina… Si acaso se entreabre la puerta para que les entre la música y el humo de los asados. Lo mismito que en el Partenón de la Acrópolis.

Don Hugo: ¡Ánimo, don Víctor, que estoy seguro de que allí arriba nos aguarda algo muy grande!

Don Víctor: Pero entonces, ¿de verdad está usted seguro de que éste es también un monte sagrado?

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