
Don Hugo: “De tanto mirar las flores, me duele el colodrillo”.
Don Víctor: ¿Eso es de Ramón?
Don Hugo: No, aunque pueda parecerlo, sino del poeta japonés Söin.
Don Víctor: Qué introvertidos fueron siempre los japoneses hasta la revolución Meiji.
Don Hugo: Claro, y ahora, en cambio, les encantan los rascacielos y emplean sus siete días de vacaciones en recorrer el mundo.
Don Víctor: ¿Y no habrán empezado a dolerles también las cervicales como a nosotros?
Don Hugo: Qué manía tenemos los occidentales de enaltecer las cosas, colocándolas muy por encima de nuestros ojos… qué tortura dejarse absorber por las bóvedas del padre Pozzo…
Don Víctor: … ¡y esos grandes hombres que, de tan encumbrados, estiran su pedestal como si quisieran recibir al mismísimo Sol en sus manos!…
Don Hugo: Como es el caso del Condottiero Gattamelata en Padua…
Don Hugo: Calle, don Víctor, que sólo de pensarlo, me entra tortícolis…
Don Víctor: Imagínese cuánto mayores serán los tormentos de los artistas y operarios que acabaron tan arriba semejantes quimeras… Miguel Ángel tumbado con los brazos en alto y el rostro lacerado por el ácido que goteaban sus frescos.
Don Hugo: De sus dolorosos equilibrios y contorsiones para pintar, halló más de una postura para sus sibilas y profetas.
Don Víctor: A usted, don Hugo, ¿qué le parece más grave: el síndrome de Stendhal o el de cervicales?
Don Hugo: No sabría contestarle, pero el segundo me parece más frecuente. Y si no, que se lo pregunten al vagabundo que está tumbado a la puerta de la basílica, que cuando vienen los turistas, señala con el dedo hacia arriba y se retuerce de risa.