Oreille

Don Víctor: Desde luego su prima Rosa es la señora más guapa y elegante que he tratado en mi vida.

Don Hugo: ¡Pues si la hubiera usted conocido de cría!… Fíjese que por ella hube de renunciar a ser poeta.

Don Víctor: ¿Y cómo es eso, don Hugo?

Don Hugo: Por más vueltas que le di, no pude concluir mi primer soneto. Me pasó como a la traducción del Cantar de los Cantares: “Son sus sienes gajos de granada, triste su amada voz / y son rosas de mayo sus… ¡orejas!»

Don Víctor: ¡Canastos!

Don Hugo: Enseguida lo ha visto usted, don Víctor… «oreja»… ¡vaya una cacofonía en este contexto!… No tuve más remedio que abandonar a Petrarca y abrazar los pinceles de Apeles.

Don Víctor: Son magníficos todos los retratos que le hizo.  Constituyen lo mejor de su producción, sin duda alguna.

Don Hugo: Sí, don Víctor, pero nunca he llegado a hacerle justicia. Es como si sobre mí pesara la maldición de la oreja. Y es que si yo hubiera sido francés, otro gallo me hubiera cantado: «L´étoile a pleuré rose au coeur de tes oreilles», como escribe Rimbaud.

Don Víctor: ¡Qué bien traída está aquí esa «oreille»!

Don Hugo: Lástima que esa «x», tan aterciopelada, cediera ante la generalización de la «j» actual, tan desgarrada, no sé si por influencia de los moros o de los vascos…

Don Víctor: Para mí está bastante claro: la supremacía de la jota sería la manifestación de que en España las cosas comenzaban a torcerse.

Don Hugo: Pero dígame usted, don Víctor, ¡qué le parece la oreja de mi prima Rosa?

Don Víctor: Muy lograda, don Hugo… ¡Una verdadera «oreille»!

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