
Don Hugo: No conozco toda la obra de Novalis, pero seguro que nunca se le ocurrió hablar del beso de la Muerte con sus finos y gélidos labios, como a nuestros poetas.
Don Víctor: Claro, ni a Hölderlin… Los hubieran tachado de homosexuales.
Don Hugo: ¿Y usted cree, don Víctor, que en este caso el género determina el sexo?
Don Víctor: Creo que es más bien al contrario y que, en nuestra cultura mediterránea, de forma natural, el sexo de la Muerte determina su género femenino.
Don Hugo: Siempre me chocó, por ello, que la Muerte de Durero fuera un hombre…
Don Víctor: … y a mí me sigue extrañando en Bergman, pero lo acepto.
Don Hugo: En los frescos medievales y en las pinturas de Brueghel, la Muerte, por ser esqueleto, carece de sexo.
Don Víctor: Acaso fuera la solución más adecuada, pero me pregunto qué sexo cuadraría mejor a la abstracción que llamamos «Muerte».
Don Hugo: Ninguno, don Víctor. Es tan sólo la fuerza de la costumbre la que nos lleva a imaginarla mujer. Si tuviera que pintarla, sería una joven esbelta y pálida como su ropaje; lánguida, pero de mirada acerada.
Don Víctor: ¿A lo Bécquer y a lo Poe?
Don Hugo: Sí, y sobre todo la de Juan del Encina: «Vi entrar señora tan blanca, muy más que la nieve fría»… Una doncella que inspira a la vez atracción y repulsión.
Don Víctor: Para Verlaine, una dama que, al fin, nos proporciona el anhelado sosiego.
Don Hugo: Se lo pide Verlaine y la reclama nuestro Escrivá: «Ven, Muerte, tan escondida…»
Don Víctor: ¡Calle, don Hugo, por el amor de Dios, no me sea usted agorero!…