
Don Víctor: Como se lo estoy diciendo, don Hugo, yo creo que el amigo Rodolfo me invitó a su piscina con el solo objeto de que pudiera verlo tatuado de arriba a abajo, como un reyezuelo maorí.
Don Hugo: ¡Rodolfo, al que apodábamos «el Gomoso»!… ¡Tatuado él también!
Don Víctor: Como un futbolista…
Don Hugo: … como un influencer…
Don Víctor: … como una actriz de Hollywood o de series televisivas…
Don Hugo: … como un marinero…
Don Víctor: … como un legionario…
Don Hugo: … como un galeote…
Don Víctor: … como un aristócrata estrafalario de otro tiempo…
Don Hugo: … pero entonces, ¿quiénes vamos quedando, don Víctor?… ¡No pensará usted en hacer como el amigo Rodolfo!…
Don Víctor: Por lo que veo en la playa, me parece que los que mantienen su cuerpo limpio y se abstienen también de piercings y pendientes extemporáneos, son profesionales, gentes con estudios…
Don Hugo: … en definitiva, la clase media de toda la vida, que siempre ha representado la discreción, la moderación, el esfuerzo y el sentido común…
Don Víctor: Ya, pero el caso es que los tatuados también pertenecen a la clase media…
Don Hugo: ¿Y qué es, don Víctor, esto del tatuaje generalizado, tan ajeno a la civilización, sino el síntoma cutáneo del hundimiento de la mesocracia?
Don Víctor: Se apresuran a imponerse el estigma de oprobio que adornaba el hombro de aquella Milady de «Los tres mosqueteros».
Don Hugo: ¿Acaso puede imaginar usted una Helena de Troya capaz de mancillar su cuerpo con unos tatuajes?…
Don Víctor: Sí, ¡y que iban los griegos a tomarse la molestia de organizar una expedición en pos de semejante bárbara!
Don Hugo: Seguro que Menelao habría sido el primero en decirle a Paris lo mismo que el Julián, que tantos méritos hacía para asentarse en la clase media.
Don Víctor y don Hugo (cantando): ¡Anda y quedátela!