
Don Hugo: ¿Dónde estaríamos si no hubiera sido por él?
Don Víctor: Ni pensar en uno de aquellos picnics al sol y junto al río en compañía de rotundas mujeres, con botella de Burdeos y buen queso de Brie en la baguette…
Don Hugo: Sí, las películas de Renoir, trasunto de los desnudos al aire libre que pintara su tío.
Don Víctor: Renuncie usted a esas hembras tan apabullantemente carnales que se recortan monumentales contra un luminoso cielo, en el Veronés…
Don Hugo: Olvídese usted de quedar arrasado ante las lágrimas del ángel de Antonello que sostiene el cuerpo de Cristo muerto.
Don Víctor: ¡En las antípodas de ese seco conceptualismo teológico, incomprensible e inalcanzable para la piedad popular!…
Don Hugo: La soberbia intelectual de los reformistas protestantes encuentra el éxtasis de Santa Teresa de Bernini tan obsceno como la mano de su Hades hundiéndose en la muelle cadera de la bellísima Perséfone.
Don Víctor: ¡Execrable paganismo!… y, sin embargo, ¿no somos todos carne de la misma carne que aquellas esculturas palpitantes?…
Don Hugo: No en vano esos infelices, negando la Eucaristía, ¿no están negando la carne?
Don Víctor: Nosotros conciliamos nuestra naturaleza humana, compartida con Cristo, con su divinidad…
Don Hugo: … que tan bien expresan nuestras artes.
Don Víctor: Por eso, don Hugo, me insiste usted tanto en lo de San Platón de Constantinopla.
Don Hugo: Claro, don Víctor, ¿quién como él no luchara con ánimo invicto contra el mismísimo emperador iconoclasta Constantino Coprónimo?