
Don Hugo: Toda ganancia tiene su pérdida, don Víctor… Desengáñese usted, sí, porque es fruto de una opción que deja atrás otras que ya no caben.
Don Víctor: Sí, por eso me lamentaba yo, tras leer cosas del feudalismo y del Antiguo Régimen… Hay cosas que se echan de menos después o tal vez sea algo que sólo me ocurra a mí.
Don Hugo: Claro, don Víctor, desde que triunfa e impone su dictado economicista la burguesía, todo aquello que no produzca es orillado, cuando no perseguido.
Don Víctor: Fíjese usted, don Hugo, en cómo hasta el loco tenía su sitio. O era bufón o era el extravagante de la villa, al que todos trataban y mantenían como a un familiar.
Don Hugo: Por no hablar de los cretinos, valorados por su proximidad a la beatitud de los ángeles.
Don Víctor: El contrahecho, siempre decidor, vivaracho, alcahuete y correveidile de los poderosos.
Don Hugo: Nunca faltaba un pedazo de pan para el vago con tal de que fuera simpático.
Don Víctor: ¡Claro, hombre, don Hugo! «Michelazzo, Michelazzo / mangia, beve / e non fa un cazzo!»
Don Hugo: ¡Y qué bien que venían los mendigos y vagabundos!…
Don Víctor: … que daban a todos ocasión de practicar la caridad.
Don Hugo: El encamado, víctima de la acedía mórbida…
Don Víctor: … justificaba las quejas y el prestigio, por su virtud, del resto de la familia.
Don Hugo: También medraban los pícaros cuya amistad se apreciaba por su abundancia de recursos.
Don Víctor: ¡Hasta los asesinos con tal de que fueran buenos profesionales!
Don Hugo: ¡Claro, un buon uomo di spada, como el borgoñón Sparafucile.
Don Víctor: Busconas… desde una favorita del rey, como Agnès Sorel, hasta las pelanduscas populares, como Elicia y Areúsa, de «La Celestina».
Don Hugo: No obstante, de toda esta fauna, el capitalismo siguió amparando a algunos: prostitutas, sicarios…
Don Víctor: Y no olvide los pícaros, que hoy se llaman «corruptos», y que ya no necesitan hacer gracia a nadie.
Don Hugo: Es que éstos, al fin y al cabo, rinden económicamente, pero los otros…
Don Víctor: Sí, respecto a aquellos otros, la sociedad de entonces ni siquiera llegó a intuir la posibilidad de eso que ahora el Papa Francisco llama los «descartes de la sociedad».