
Don Hugo: Contempladas de lejos y desde arriba, las utopías no pueden ser más bellas. Todas me gustan porque todas son perfectas.
Don Víctor: Cada uno sabe lo que tiene que hacer, todos son iguales, todos están de acuerdo, nadie expresa dudas ni discrepancias, cada día es igual al anterior y al siguiente y el conjunto se basta a sí mismo.
Don Hugo: ¡Como en el ejército! ¿No ve que esta ciudad ideal es una mezcla de castillo y campamento romano?
Don Víctor: Ahí está la pega, don Hugo… Cuando aterricemos en la plaza, recorramos sus calles y nos metamos en sus casas, luego nos preguntaremos: ¿y si quiero hacer otra cosa que la que me toca?, ¿y si se me antoja modificar la organización?, ¿y si prefiero salir por la puerta más allá de las fortificaciones que nos clausuran?, ¿y si…?
Don Hugo: La utopía nos cosifica, convirtiéndonos en piezas de su engranaje, predetermina nuestro comportamiento, ahoga toda iniciativa, en última instancia anula la libertad, que “es el bien más preciado” y condición de nuestra felicidad.
Don Víctor: Ahora bien, ¿cómo no tender a la utopía?, ¿qué sería de nosotros sin la esperanza de un mundo perfecto?… y, sin embargo, siendo inalcanzable para nosotros la perfección del Paraíso terrenal, lo ideal está en ese siempre insatisfactorio y conflictivo equilibrio inestable entre la libertad y el orden.
Don Hugo: En definitiva, don Víctor, que la utopía es la antítesis de la libertad.